Viernes 1º de Adviento

 Viernes 1º de Adviento

(Is 29, 17-24; Mt 9, 27-31) 

Queridos hermanos: 

Las promesas mesiánicas del retroceso del mal, se cumplen en Cristo, como lo muestran las señales que realiza en los enfermos y endemoniados, cuyo valor de testimonio de la irrupción del Reino, es superior al de la curación en sí. Lo que Cristo anuncia con su palabra, lo testifica el Espíritu con sus obras. La curación, tan sólo beneficia a los agraciados físicamente y poco más, mientras el testimonio de la fe, salva a quien lo da y alcanza a quien lo recibe, hasta el fin de los tiempos.

Para Mateo, el alegato de dos testigos, refuerza la credibilidad del acontecimiento, presentando además la fidelidad del Señor a sus promesas. Por dos veces presenta la curación de dos ciegos que testifican al unísono, como lo harán los discípulos enviados de dos en dos. Los primeros se encuentran sentados junto al camino como Bartimeo, y los segundos siguiendo a Jesús, mientras los demás sinópticos hablan siempre de un solo ciego.

Dios se manifiesta cercano haciendo posible la conversión, y la salvación queda al alcance del hombre: libertad para los esclavos, curación para los leprosos, vista para los ciegos y perdón para los pecadores.

La acogida a Jesús de Nazaret como el Cristo, ungido por el Señor, testifica la misericordia divina dando gloria a Dios, por lo que Cristo se deja acompañar de estos ciegos que lo invocan a lo largo del camino con sus gritos, como en el caso de Bartimeo, el ciego de Jericó que presentan Marcos y Lucas.  Jesús es el “Hijo de David”, afirmando así su mesianismo

Sin esta fe, las mismas obras de Cristo pueden ser instrumentalizadas carnalmente como su propia persona, dada la comprensión generalizada en aquel tiempo, de un Mesías y una liberación de exaltación patriótica, razón por la cual Cristo pide el secreto a los favorecidos con alguna curación. En cambio, la súplica tenaz de los creyentes que invoca al Señor sin desfallecer, patentiza su fe, como testimonio de salvación para cuantos la acojan.

En la Eucaristía, celebramos el “misterio de nuestra fe”: Jesús de Nazaret, es el Hijo de David, el Cristo, el Hijo de Dios, que se entrega por nosotros a la muerte, y resucitando para nuestra justificación, nos comunica su Vida Eterna, por la comunión con su cuerpo entregado y su sangre derramada. Pan sustancial de la fe que da fruto, y no un rito vacío sin más alcance que su emoción estética y sentimental. 

Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

 

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