La Sagrada Familia A

 La Sagrada Familia

(Eclo 3, 3-7.14-17; Col 3, 12-21; o bien, 1S 1, 20-22.24-28; 1Jn 3, 1-2.21-24;

A: Mt 2, 13-15.19-23; B: Lc 2, 22-40; C: Lc 2, 41-52).

 Queridos hermanos: 

Celebramos la fiesta de La Sagrada Familia, que en el trasfondo de la alegría anunciada por los ángeles, propia de la Navidad, y que lo será para todo el pueblo, destaca la cruz de la misión a la que es llamada en el Hijo que guarda en su seno.

La Sagrada Familia, que ha sido constituida por Dios, vive en castidad perfecta la unión virginal de María y José, está sujeta incondicionalmente a la voluntad de Dios, llevando a cabo su plan de salvación, haciendo crecer en su seno a Cristo, Palabra y Gracia de Dios, hasta la estatura adulta de su entrega en la cruz para la redención de los hombres, y permanece unida en medio de las dificultades de la vida, muchas y graves, que Dios ha permitido para ella. Dios ha querido realizar en ella un modelo de fe, en cuanto a la entrega fecunda y a la renuncia personal de los esposos en favor del Hijo, que vivirá sujeto a ellos. Modelo, por tanto, de amor esponsal en perfecta castidad, llevado a su plenitud por la presencia en cada uno de ellos del Espíritu Santo, en una vida de “humildad, sencillez y alabanza”.

Dios ha querido que nuestro Redentor fuera verdadero hombre y en consecuencia tuviera una verdadera familia y una historia humana en la que fuera preparada y realizada su misión de salvación. Esto debe cuestionarnos en nuestras expectativas respecto de nuestra familia y de nuestra vida, en la que tantas veces nos escandaliza la aparición de acontecimientos que se nos antojan adversos, precisamente porque no los contemplamos bajo el prisma de la fe, que ilumina su sentido último y trascendente en relación a la llamada de Dios. Si la misión de Cristo implicaba su oblación total, tendremos luz para comprender el sentido del sufrimiento, que lo acompañará siempre y con el que será preparado junto con su familia: “Experta en el sufrir” como la llama un himno litúrgico. 

Si bien, Dios, preserva la misión de su Hijo, no le evita los trabajos y sufrimientos que implica su auténtica redención, por la que se hizo hombre verdadero. “Era necesario que el Cristo padeciera”. Todo lo que implicaba la auténtica encarnación de Cristo, requería que fuera tal su familia. Las gracias necesarias que se les concedieron, no disminuyeron en nada su condición de familia humana. Su santidad, ilumina aquella a la que somos llamados como familia en Cristo.

La santidad de Dios, fue el motivo y la causa de la llamada a la santidad que hizo Dios a su pueblo: “Sed, pues, santos porque yo soy santo.” San Pablo dirá que para eso hemos sido elegidos en Cristo antes de la creación del mundo: “Para ser santos e inmaculados en el amor.” Por eso la santidad no es algo abstracto, sino en relación al amor: Sed santos con los demás como yo soy santo con vosotros.

La palabra nos ilumina la disposición total de la Sagrada Familia a la misión y sus consecuencias, y por tanto a la voluntad de Dios. Al interno, esto se traduce en relaciones de amor entre sus miembros: cónyuges, padres e hijos, que no se miran a sí mismos, sino al bien del otro, como vemos en las lecturas. José, el menor en dignidad, será cabeza, y Jesús, el mayor, estará sujeto a ellos. San Pablo habla de que el marido es cabeza de la mujer, y vemos que en el Evangelio, Dios dice a José y no a María lo que debe hacer la familia de su Hijo. Mientras su pueblo ignora y persigue a Cristo, será Egipto quien lo acoja y lo guarde de sus enemigos como ocurrió con José. Sólo entonces: “De Egipto llamé a mi Hijo”, el nuevo y verdadero Israel. : “Familia en misión, Trinidad en misión”.                                                                                                                                             (Juan Pablo II, en 1988).

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 4º de Adviento A

 Domingo 4º de Adviento A  

(Is 7, 10-14; Rm 1, 1-7; Mt 1, 18-24) 

Queridos hermanos: 

Nos preparamos a contemplar el misterio del nacimiento de Cristo, ante el cual, Dios anuncia a Israel una señal de salvación en lo más alto (será Dios) y en lo más profundo (será hombre): el Cristo será Dios y hombre, y su nombre indica su misión salvadora de perdón de los pecados. La humanidad de Cristo es engendrada en el seno de la Virgen María, como lo fue su divinidad en el seno del Padre. Verdadero hijo de Dios en sus dos naturalezas y verdadero hijo de María, engendrado en ella por Dios en su perfecta humanidad.

          En orden a nosotros, Cristo se nos presenta hoy, como Emmanuel, y Jesús; prójimo y salvador nuestro. Dios cercano y misericordioso, evangelio de Dios. Se conmueven el cielo y la tierra por el cumplimiento y la manifestación del misterio escondido del amor de Dios que ahora se manifiesta. Dios se une inseparablemente a nosotros en Cristo; su alianza de amor es eterna, y a ella somos llamados por la fe, mediante el (Kerigma) anuncio del Evangelio.

Toda paternidad procede de Dios de quien toma origen toda vida, y es Él, quien la participa a los hombres para el cumplimiento de una misión. La paternidad biológica no agota el contenido de la “paternidad”, ni puede arrogarse la exclusividad en su significado. En la misión de reconocer, nombrar, nutrir, educar, y proteger a los hijos, la paternidad biológica se completa y llega a ser realmente tal. San José es investido por Dios como padre de Cristo, en todo, salvo en su generación, a través del anuncio del ángel; e imponiendo el nombre a Cristo, proveyendo a lo necesario para su maduración humana, educándolo en la fe y el conocimiento de las Escrituras, y rodeándolo de los cuidados necesarios, ha ejercido realmente la paternidad que le fue confiada.

Su misión concluirá solamente, cuando el niño Jesús reconozca a Dios como su Padre: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» A partir de este momento, José desaparece definitivamente de la Escritura. Pero antes de que le fuera confiada su misión, José tuvo que pasar la prueba de la fe como Abrahán, como Israel, y como Cristo mismo ante la cruz. José tiene su porción de “Moria” y de “Getsemaní”, en la angustia ante un acontecimiento que no puede resolver con su razón, si no sólo apoyándose en Dios, y ante el que debe decidir; sólo entonces, Dios proveerá el cordero para él, como para Abrahán, y abrirá para él el mar, como para Israel: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»  

A nosotros también se nos confía por la fe en Cristo, una maternidad, una fraternidad, y en cierto sentido, también una paternidad que ejercer en bien de aquellos que nos son encomendados. También nosotros tendremos nuestra prueba purificadora de la fe ante la misión, porque: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.» «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»

Mientras contemplamos hoy el nacimiento de Cristo, celebramos ya su salvación y su entrega por nosotros en el memorial de la Pascua que es la Eucaristía. Anunciamos su muerte y proclamamos su resurrección, mientras esperamos su venida gloriosa. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 3º de Adviento

 Viernes 3º de Adviento

(Is 56, 1-3ª.6-8; Jn 5, 33-36) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de hoy nos amaestra con la consideración de la importancia del testimonio, cuyo origen es la Verdad de Dios, su Palabra, que como la lluvia baja del cielo, y no regresa a él de vacío, sino después de haber empapado y fecundado la tierra, haciéndola germinar, para dar semilla al sembrador y pan al que come.

          El Espíritu da testimonio a Juan, acerca de Cristo, posándose y quedándose sobre él como una paloma. Juan recibe el testimonio del Espíritu, que le lleva a testificar a Cristo como enviado del Padre, y el Padre testifica al Hijo como su elegido, en quien se complace, y a quien debemos escuchar, enviando sobre él, al Espíritu. Cristo, a su vez, da testimonio del Padre, que le concede hacer las obras que realiza, y ambos, con su amor, hacen presente al Espíritu.

          Se acerca la salvación de Dios, y Dios se hace propicio a quienes lo invocan, sean del pueblo que sean, y lo invoquen desde cualquier lugar, desde los cuatro vientos y hasta los confines de la tierra. Ya no se requiere un lugar específico para adorar al Padre, porque los verdaderos adoradores que el Padre quiere, lo adorarán en Espíritu y en Verdad, en su corazón, y con la cualidad interior con la que se rinde el verdadero culto a Dios, que es el amor:

          El nuevo templo será pues, el corazón humano, en el que Cristo, con su presencia, y por la fe, ha edificado su morada para el Padre y para el Hijo. En este amor reconocerán todos a los discípulos de Cristo, que por la presencia en ellos del Espíritu, son uno, con la unidad del Padre y del Hijo.  Es con este amor, con el que los discípulos testifican el amor del Padre, la redención y la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo, para que el mundo crea y se salve. 

          Que así sea.

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Jueves 3º de Adviento

 Jueves 3º de Adviento

Is 54, 1-10; Lc 7, 24-30 

Queridos hermanos: 

          El Evangelio nos presenta el testimonio que da Cristo, de Juan Bautista: Más que un profeta; el mayor entre los nacidos de mujer; Elías. El amigo del novio. La voz, que no ha dado testimonio de sí mismo, sino de Cristo.

Diciendo estas cosas de Juan, en realidad, Cristo, quiere hacernos comprender la grandeza de la obra que quiere realizar en nosotros, haciéndonos hijos del Reino, y por eso añade que: “El menor en el Reino de los cielos es mayor que Juan”, porque por la fe y el bautismo, al creyente se le aplican los méritos de Cristo, y recibiendo el Espíritu Santo, es constituido hijo de Dios. Mientras tanto, Juan tendrá que esperar con todos los justos, hasta que con su muerte, Cristo, abra los cielos, dándoles acceso al Reino de Dios, y pueda también Juan, entrar en él, superando así su grandeza anterior, anunciada por el ángel a Zacarías:

 “Isabel, tu mujer, te dará un hijo, a quien pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y  convertirá al Señor su Dios a muchos de los hijos de Israel e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, mediante la conversión, y a los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.”

Es Dios quien llama a su pueblo a la unión amorosa con él y le conduce al desierto lo mismo que a Moisés, a Elías, y a Juan Bautista. El camino del Señor, queda preparado en aquel que acogiendo a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, y sometiéndose a su bautismo, acepta la conversión. Juan Bautista, da testimonio de Cristo por última vez. Sus palabras, expresan su pequeñez en relación a Cristo. De quien primero había dicho no considerarse digno de desatar sus sandalias, ahora reconoce, que si a él siendo terreno Dios le inspira promesas de vida, en Cristo vive Dios mismo; él, es el Cielo, en cuyas manos Dios ha puesto todo.

La gracia que lleva en sí esta Palabra, abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. Creerla, es entrar en comunión con Dios, en su amistad, y recibir su Espíritu de vida eterna. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). Rechazando a Juan, aquellos saduceos, escribas y fariseos, frustraron el plan de Dios sobre ellos, (Lc 7, 30) porque, de hecho, es a Dios a quien rechazaron en su enviado. Resistirse a aceptar su testimonio, es frustrar la voluntad salvadora de Dios, que gratuitamente se ofrece a quienes por el pecado, estaban bajo su ira (Jn 3, 36).  

Ahora, reconciliados con Dios, en Cristo, nos unimos a él en la eucaristía, agradeciéndole el don de la fe.

 

Que así sea.

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Miércoles 3º de Adviento

 Miércoles 3º de Adviento 

Is 45, 6-8.18.21-25; Lc 7, 19-23 

Queridos hermanos: 

Cristo define su misión como el anuncio de la Buena Noticia y la proclamación del “año de gracia” del Señor. Viene a encarnar lo más profundo de la esencia divina; las entrañas de su misericordia. Juan, en cambio, debe preparar su acogida llamando a la conversión y a la penitencia con la severidad de la ley, y comprendiendo que su vida y su misión están llegando a su fin, se asegura de que sus discípulos acudan a Cristo, y escuchando de su boca la Buena Nueva del Reino, y contemplando sus obras, reconozcan al Enviado del Señor, se adhieran a él y sean incorporados a la comunidad del Mesías.

 Cristo les invita a discernir si sus obras responden con las expectativas mesiánicas de las Escrituras, que no son sólo una justicia humana, el juicio y la venganza de los opresores que el pueblo espera, sino también el “año de gracia del Señor” y el tiempo de la misericordia.

También nosotros nos formamos proyecciones sobre Dios, en virtud de nuestra concepción de cosas que nos sobrepasan, y    pretendemos que Dios responda a nuestras expectativas ajustándose a nuestros conceptos. En consecuencia, Dios nos sorprende siempre y nos llama a convertirnos a él y a seguir sus caminos que aventajan a los nuestros como el cielo a la tierra, aunque a veces no nos gusten. En ocasiones pensamos que le seguimos, y en realidad, lo que seguimos son nuestras propias ideas y proyecciones, y no estamos dispuestos a abrir nuestra mentalidad al Señor. Jesús dirá: “Dichoso el que no se escandalice de mí.”

Feuerbach tenía parte de razón al hablar de un dios proyección humana, que compartían muchos de sus contemporáneos, y que manifestaba su total desconocimiento del Dios revelado en Jesucristo, aferrable sólo por el testimonio de la fe.

Sólo en la cruz de Cristo brillará la justicia de Dios sobre el pecado, su juicio de misericordia sobre los pecadores, y su victoria sobre el Enemigo, que se nos entrega en el sacramento de nuestra fe, comunicándonos vida eterna. 

Que así sea

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Martes 3º de Adviento

 Martes 3ª de Adviento 

(Sof 3, 1-2. 9-13; Mt 21, 28-32) 

Queridos hermanos: 

Todos somos pecadores, y la justicia remite siempre a la misericordia que brilla en la cruz de Cristo, siendo justo quien la acoge y pecador quien la rechaza.

Es sorprendente la insistencia del Señor en llamarnos a conversión, y seguir contando con nosotros, mientras nosotros descalificamos inmediatamente a quienes nos desprecian. El Señor insiste porque su amor es desinteresado y no se deja vencer por nuestros pecados. Lo que nosotros llamamos amor, en el fondo es un trueque que debe darnos beneficios, y no vence el mal, por lo que tiene poco de amor.

Siempre, ante la misericordia del Señor se dan estas dos posturas de la parábola: Quien se convierte y quien la rechaza. Se trata en el fondo de la óptica del corazón; de la luz depositada en él, o del cristal con el que se miran las cosas y que sólo Dios conoce y puede juzgar. Cuando esta luz es el amor, refleja sólo amor. En caso contrario todo es exigencia y cumplimiento vacío.

Ahí está nuestra dificultad para convertirnos al Señor: nuestro desamor. Nuestro corazón debe ser sanado de la perversión que lo ha herido y lo mantiene sujeto al diablo, que negando falsamente el amor de Dios en nosotros, nos convierte en víctimas con “derecho” al odio, la venganza y la auto justificación.

Esta es la dificultad del hijo segundo, a quien el padre llama “hijo” y que responde diciendo “Señor”, en lugar de padre. A una relación de amor, responde como a una imposición, como a una exigencia, porque no ama. El que ama, si peca se convierte; el que no ama, ni siquiera ve sus pecados. Se considera justo, y desde su pretendida justicia juzga. Pensemos en el hermano mayor (Lc 15, 11ss) o en el fariseo (Lc 18, 9).

La primera respuesta del corazón que ama, es por tanto acoger la llamada a la conversión, que nos propone escuchar la voz de la persona amada. En el Evangelio esta misión la encarna Juan el Bautista y por eso hemos escuchado lo que dice Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos: “vino Juan y no le creísteis, cosa que hicieron los publicanos y las prostitutas”.

San Jerónimo dice que para algunos, estos dos hijos son: los gentiles y los judíos, que han dicho: “haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex 24,3), pero para otros se trata de los pecadores y los “justos”. Los primeros se arrepienten y los segundos se niegan a convertirse. Lo cierto es que Dios llama a unos y otros, porque su amor no excluye a nadie y busca el bien de todos.

Los pecadores o los gentiles, son los que habiendo dicho un no a Dios, como el primer hijo de la parábola, se han convertido, mientras los judíos, o los “justos”, en su ilusoria justicia, no han obedecido la voz del Señor. Dice San Lucas (7, 30) que rechazando a Juan, “han frustrado el plan de Dios sobre ellos”.

Nosotros somos de estos gentiles y pecadores, pero somos llamados a amar mediante la conversión a Cristo, para una misión en la viña, que necesita de un trabajo paciente antes de la recolección, misión a la que somos invitados por gracia.

 Ahora somos llamados a unirnos a él de corazón en la Eucaristía, en la que nos dice: “Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña”. 

Que así sea.

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Domingo 3º de Adviento A Gaudete

 Domingo 3º de Adviento A Gaudete 

(Is 35, 1-6.10; St 5, 7-10; Mt 11, 2-11) 

 Queridos hermanos: 

La cercanía del Señor que trae la salvación, llena el “adviento” de la esperanza, el gozo y la alegría, de los que habla la primera lectura, en la paciencia en el sufrimiento, osadía de la esperanza, por la venida del Salvador. Se acerca el prometido y el deseado de las gentes que trae la vida en sus palabras, y al que hay que escuchar para vivir. “Quien no lo escuche será exterminado del pueblo” (cf. Dt 18, 19 y Hch 3, 23). Cristo dirá: “dichoso el que no se escandalice de mí.”

Los profetas nos previenen que también su venida será oscuridad y tinieblas, (Jl 2, 2; So 1, 15) y purificación de la paja por el fuego. Esperanza para ciegos y cojos, para publicanos y pecadores, pero para los que creen ver: ceguera y oscuridad.

Juan que envió a Andrés y a Felipe a Cristo, diciéndoles: ”He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, después de haber visto al Espíritu Santo posarse sobre él, ahora le envía a otros dos de sus discípulos, sabiendo que su tiempo y su misión han terminado, para que escuchen de su boca al Señor y lo sigan, como dice san Jerónimo: “No pregunta, pues, como si no lo supiera, sino de la manera con que preguntaba Jesús: "En dónde está Lázaro" (Jn 11), para que le indicaran el lugar del sepulcro, a fin de prepararlos a la fe y a que vieran la resurrección de un muerto; así Juan, en el momento en que había de perecer en manos de Herodes, envía a sus discípulos a Cristo, con el objeto de que, teniendo ocasión de ver los milagros y las virtudes de Cristo, creyesen en El y aprendiesen por las preguntas que le hiciesen.”

No duda Juan de que Cristo sea “el que viene”, que según las Escrituras es el Dios que viene vengador del que habla Isaías (Is 35, 4), que purificará el trigo y quemará la paja (Mt 3, 12), para bautizar en el Espíritu Santo (Mt 3, 11), pero el ardor de su ansia por la manifestación de Cristo, le consume con impaciencia: ¿Acaso no ha llegado, por fin, el tiempo de la justicia de Dios y de su venganza sobre los enemigos? No hay que olvidar que Juan ha recibido para su misión “el espíritu y el poder de Elías” como dice el Evangelio.

Cristo le tranquiliza y parece decirle: ¡Todo a su tiempo! El tiempo de la justicia, del juicio y de la venganza de nuestro Dios que anunció Isaías (Is 61,2), se cumplirá ciertamente, aunque no según las expectativas del pueblo, sino según la infinita sabiduría divina y su insuperable misericordia, asumiéndolos en mi cuerpo en la cruz. Pero antes, debo llevar a cumplimiento el “Año de gracia del Señor”, en el que los ciegos verán, los cojos andarán, los leprosos quedarán limpios, los muertos resucitarán, y los pobres serán evangelizados.

Juan no debe olvidar que hay “un tiempo” de misericordia y de paciencia, como decía Santiago, antes de “la hora” de la justicia y del juicio, que además es tiempo propicio de salvación para los oprimidos por el mal; tiempo de liberación del pecado y de la muerte y de deshacer la mentira del diablo, testificando la Verdad del amor de Dios.

 Después de Juan Bautista, el Reino sembrado en Cristo, se desarrolla con su resurrección, a través de la fe en él, y por ella se recibe una justicia mayor que la de todos los justos, desde Abel hasta Juan, porque sólo por la fe en Cristo se nos aplican los méritos de Cristo, superiores a los de todos los justos juntos. Sólo por la fe se recibe el Don de Dios que es su Espíritu, y la filiación divina que nos introduce en el Reino de Dios; la vida divina se hace vida nuestra y su amor es derramado en nuestro corazón. Así nuestra virtud se hace mayor que la de los escribas y fariseos, de forma que el menor en el Reino sea mayor que Juan, hasta alcanzarnos la perfección con que Dios ama haciendo salir su sol sobre buenos y malos y enviando la lluvia también sobre los pecadores: Vosotros, pues: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen, bendecid a los que os calumnian, y seréis hijos de vuestro Padre celestial.” 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 2º de Adviento A

 Domingo 2º de Adviento.  A 

(Is 11, 1-10; Rm 15, 4-9; Mt 3, 1-12)  

Queridos hermanos: 

          La tensión de espera en este Adviento, centra hoy nuestra atención en el Señor, que viene, en continuidad con las antiguas promesas hechas a David, y movido por el Espíritu del Señor; y viene para implantar el “paraíso mesiánico” anunciado por Isaías, al que son llamadas todas las naciones. Para eso, es necesario reparar el desorden que reina tanto en sencillos, como en violentos y malvados, haciendo justicia.

          Para poder aspirar a este paraíso, es necesario acoger a este “juez justo” y misericordioso, que viene precedido de su mensajero, portador de la gracia de la conversión, mediante la cual franqueamos la entrada del Señor en nuestro corazón, eliminando los obstáculos que le presentan nuestra libertad y nuestros pecados. Sólo así, podremos ser sumergidos, bautizados en su Espíritu, y empapados en el fuego de su Amor, como nos anuncia Juan Bautista, el Precursor del Señor.

          La profecía de Isaías sitúa esta palabra, en el contexto de que Dios quiere consolar a su pueblo, porque ya ha pagado por sus pecados (Is 40, 1ss). La consolación le vendrá por la acogida de la gracia de la conversión, que le llegará mediante el anuncio del “mensajero” del Señor, que viene delante del Salvador preparando su camino. Después vendrá el Señor a perdonar el pecado, y a bautizar en el fuego del Espíritu.

          Dios proclama su Palabra de vida, a oídos de quien ha elegido para llevarla a cumplimiento, y escucharla es ya recibir la misión y el poder de que se realice. Los evangelistas, identifican a este mensajero con Juan el Bautista, que prepara el camino de Cristo invitando a la conversión, mediante la confesión de los pecados, la penitencia, y el bautismo de agua en el Jordán.

          El camino del Señor debe prepararse en el desierto, por el cual, como en un nuevo Éxodo, Dios va a pasar para conducir a su pueblo de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. El desierto será siempre para Israel una referencia insustituible y la añoranza de su primer amor. Ha sido en el desierto donde Israel ha visto realizado, que los caminos de Dios han sido sus caminos, cuando Dios caminaba en medio de ellos. Él era su luz, su protección y su guía. Él, era su pastor. 

          El camino del Señor queda preparado en aquel que acoge a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, sometiéndose a su bautismo. La gracia que lleva en sí esta llamada, le abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). Para Lucas, esta es la causa de que tantos fariseos, sacerdotes y legistas no pudieran acoger a Cristo: “al no aceptar el bautismo de él (Juan el Bautista), frustraron el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7, 30) mientras hasta los publicanos y las prostitutas creyeron en él.

          Es por tanto el Señor, quien como el buen samaritano, ansía venir al encuentro del hombre, que se ha separado de él por el pecado: Ha dejado Jerusalén, lugar de su presencia, y se ha encaminado a Jericó, figura del mundo, cayendo en manos de salteadores, que después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Los profetas serán los encargados de anunciar con insistencia estos ardientes deseos de la voluntad amorosa de Dios. Juan, será el designado para precederle con el espíritu y el poder de Elías a preparar su camino, y Cristo, el elegido para encarnar la venida del Señor; el Emmanuel.

          Dios es espíritu, y aun a través de Jesucristo, el encuentro del hombre con Dios, ha de realizarse en su espíritu, y por tanto en su libertad. Los obstáculos que encontrará el Señor en su camino al corazón del hombre serán por tanto espirituales. Ningún obstáculo puede oponerse al Señor sino el espíritu del hombre, al cual dotó Dios de albedrío, para que pudiera amar: Los “montes” de la soberbia y el orgullo, levantan el yo del hombre, impidiéndole el acceso al Señor, que viene manso y humilde de corazón. Estos montes del orgullo deberán ser demolidos, y rellenados estos “valles”: abismos de la hipocresía y simas insaciables de las pasiones.  Carencias socavadas en el espíritu del hombre que se ha separado de Dios por el pecado.

          Sólo el Señor mediante la fe, puede arrancar estos montes y plantarlos en el mar de la muerte, para anonadar su poder, y convertir el corazón del hombre, en un vergel en el que florezca la justicia, camino llano para el Señor.

          Hoy somos llamados a acoger al mensajero del Señor por el que nos llega la llamada a la conversión y el anuncio de su venida, dando frutos por su gracia, de perdón y de comunión fraterna. Dejemos que él queme nuestra paja, limpie nuestro trigo y purifique nuestro oro con el fuego de su Espíritu.

Por tanto: “¡Preparad el camino al Señor!”   “Y todos verán la salvación de Dios”.

 

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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