Domingo 6º de
Pascua B (viernes
5ª de Pascua)
(Hch 10, 25-26.34-35.44-48, 1Jn 4, 7-10, Jn 15, 9-17)
Queridos
hermanos:
La
palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios que está a la raíz de todo,
dando consistencia a todas las cosas. Como hemos escuchado en la primera
lectura, el amor de Dios alcanza a todos y quiere que todos lo conozcan y
puedan recibirlo. En primer lugar lo revela a través de su Hijo hecho hombre,
entregándolo en la cruz para el perdón de los pecados, y Cristo mismo, se
entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del Padre que está en
él.
Cristo, hace suya la iniciativa del
Padre, porque está en sintonía total de voluntad y de amor con él: lo que el
Padre quiere, lo quiere igualmente el Hijo. Su entrega, es la del Padre
realizada en el Hijo, para que su amor esté en nosotros, a quienes llama a ser
sus discípulos, para que nosotros lo testifiquemos ante el mundo. En este amor
hemos sido introducidos por su gracia y en él somos invitados a permanecer,
adhiriéndonos a sus mandamientos, que se unifican en el amor mutuo.
El Señor desea para nosotros la plenitud
de nuestro gozo dándonos el suyo, que proviene de su permanecer en el amor del
Padre por el hecho de cumplir sus mandamientos. Su gozo estará en nosotros si
también nosotros cumplimos sus mandamientos, que en realidad se reducen a uno
solo: “Que os améis los unos a los otros
como yo os he amado.” Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha
realizado el Hijo por amor a su Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del
Hijo es el Espíritu Santo, cuyo fruto en nosotros es el amor mutuo y también el
gozo. Para este fruto y misión eligió a sus discípulos, y nos ha elegido a
nosotros, como a la familia de Cornelio, y ha hecho descender sobre nosotros su
Espíritu. Ahora podemos llamarnos y ser realmente sus amigos si cumpliendo sus
mandamientos permanecemos en su amor.
Como al niño se le manda comer y
estudiar, a nosotros el Señor nos manda amar; lo que está detrás de este
mandato es el amor y no el despotismo o la arbitrariedad del autoritarismo. Se
nos invita a amar, no sólo con nuestro afecto, sino sobre todo, con nuestra
entrega, que puede llegar a ser extrema, como la de Cristo. Amar, en efecto,
dar la vida, es un negarse a sí mismo; es un morir cotidiano a nosotros mismos
en bien de alguien. El amor de Cristo nos apremia; es solícito del bien del
otro, siendo Dios el sumo Bien que se nos ha dado en su Hijo. Su voluntad se
identifica con nuestro bien, y se hace mandamiento en el amor cristiano.
Dándonos el Espíritu Santo, y su gozo, su
amor en nosotros se hace pleno y testifica el amor del Padre y del Hijo. La
consecuencia es pues, el mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los
otros” sin reservaros la vida que yo mismo os he dado. Para este fruto
hemos sido elegidos y destinados: “No me
habéis elegido vosotros a mí, sino que
yo os he elegido.” El amor entre los hermanos es signo para el mundo del
amor que Dios derrama sobre él, llamándolo a la fe; es apremiante para la vida
del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros. Este amor debe ser como
el de Cristo por nosotros, que le ha llevado hasta el don de la vida, no como
un ejemplo a imitar, sino como un don a compartir. Este amor va acompañado de
la amistad de Cristo, de la total confianza en Dios, y de su gozo, que no se
diluye en medio de los sufrimientos del amar, de modo que recibamos del Padre
cuanto necesitemos, y que permanezca después de la muerte para la vida eterna
que se nos da en la Eucaristía.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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