Al César
lo que es del César
El
cristianismo y la Iglesia, no son algo cuyo origen se pierda en la oscuridad de
los tiempos, sino algo cuyo nacimiento es meridianamente conocido y asazmente
comprobado históricamente. Surgió en el entorno judío y bajo la hegemonía del
Imperio Romano, gestándose trágicamente, y propagándose entre las persecuciones
de la intransigencia y la tiranía, que contribuyeron con su obstinación a la
consolidación y al desarrollo de la nueva fe que pretendían sofocar. El
afianzamiento de la Iglesia, coincidía simultáneamente en el tiempo, con la
corrupción, el debilitamiento y la disolución progresiva del Imperio, en medio
de una inmoralidad generalizada, a la que la invasión bárbara asestó el golpe
de gracia.
La
Iglesia con su libertad de culto en acto, concedida por los emperadores,
conquistó de forma providencial su estatus de religión oficial, que la llevó a
su primer confrontamiento con el poder secular, del que difícilmente podría, en
adelante, liberarse a lo largo de la historia, entre instrumentalizaciones,
enfrentamientos y connivencias. Con todo, evitó ser asimilada a consecuencia de
la cristianización del Imperio, evitando así la sacralización del poder civil,
como señala G. Weigel, proveyendo a la civilización occidental de los
anticuerpos necesarios para exorcizar cualquier tipo de totalitarismo.”[1]
“Al
César lo que es del César”, pero siendo el César también de Dios, la confusión
entre “lo del César” y “lo de Dios”, fue inevitable en detrimento de la
libertad, y al confrontarse “potestad y autoridad”, se resintió la unidad. Las
“dos espadas” no permanecerían siempre cruzadas, ni inmaculadas en la
consolidación del Reino de Dios, exceptuando los mil años de reinado
profetizados en el Apocalipsis (20, 1-6).
El
grano de mostaza fermentando la sociedad occidental, la constituyó en
“Cristiandad”, alcanzando para el individuo y la humanidad entera, cotas
insuperables de valor y dignidad, por la encarnación y redención del Verbo de
Dios en Jesucristo su Hijo, que aportó el cristianismo a una sociedad presa en
el eterno retorno de un destino fatal, que debía afrontar estoicamente.
A
este valor y a esta dignidad renuncia ahora esta generación, viéndolos
desvanecerse con la apostasía de la fe cristiana que los hizo posibles, y el
retorno al paganismo y la barbarie se hace inevitable a quien retorna a su
propio vómito. Fatalmente vienen a cumplirse las palabras del Evangelio que
profetizan el final de quien deja vacía su casa, arreglada y en orden, cuando
el espíritu inmundo ha sido expulsado del cielo de su corazón (cf. Mt 12,
43-45). No se trata esta vez de una lamentable, pero gloriosa, derrota ante el
enemigo sempiterno, sino de una vergonzosa claudicación, en la que tras la
seducción de un materialismo hedonista, se opta por la cobardía del suicidio
demográfico.
Cómo
sorprendernos, pues, de lo que contemplamos aterrados en esta generación
malvada, adúltera y perversa (eso sí, “democrática, tolerante, pluralista e
ilustrada”), a la que somos enviados a salvar, derramando incansablemente sobre
ella, la sangre de Cristo que corre por nuestras venas, mientras se alían
contra el Ungido del Señor, Herodes y Pilatos, con los poderes del Príncipe de
este mundo.
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