Domingo 26º del TO A

Domingo 26º del TO A 

Ez 18, 25-28; Flp 2, 1-11; Mt 21, 28-32

 Queridos hermanos:

           Como veíamos el domingo pasado, la sintonía con Dios no es algo externo sino algo que debe tocar el corazón: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto (Is 29, 13). San Efrén comentando este Evangelio, hace notar esta falta de sintonía con el padre, del hijo segundo, a quien el padre ha llamado “hijo” pero él le ha respondido diciendo “Señor”. A una relación de amor por parte del padre, el hijo responde con una dependencia servil.

          Así pues, Dios busca siempre el corazón. Pero el corazón es mente y es voluntad, potencias que mueven la persona. Por eso dice la Escritura que hay que amar con todo el corazón. No basta con sentir amor o con comprender que debemos amar, el amor debe tocar también la voluntad. Amar es por tanto el resultado de dos operaciones: una toca a la mente que siente y la otra a la voluntad que actúa. Se trata como dice Jesús, de “poner en práctica y de hacer su voluntad” San Pablo en la epístola distingue entre sentir y amar, y propone el amor concretamente: Nada hagáis por ambición, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás como superiores a uno mismo, sin buscar el propio interés sino el de los demás”. La Escritura está llena de sentencias como esta: “Amar, es cumplir la Ley entera” dice el Señor: “el que cumple mis mandamientos, ese es el que me ama; y también: vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”; ¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que digo?

          La primera respuesta del corazón, es decir, del amor a Dios, es por tanto acoger la llamada a la conversión que nos propone, como dice la primera lectura: el que recapacita y se convierte, vivirá. En el Evangelio esta misión la encarna Juan el Bautista y por eso hemos escuchado lo que dice Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos: “vino Juan y no le creísteis, cosa que hicieron los publicanos y las prostitutas”.

          San Jerónimo comentando este paso, dice que para algunos, estos dos hijos son: los gentiles y los judíos que han dicho: “haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex 24,3), pero para otros se trata de los pecadores y los justos. Los primeros se arrepienten y los segundos se niegan a convertirse

          Los pecadores son los que han dicho un no a Dios como el primer hijo de la parábola, pero se han convertido, mientras los judíos no han escuchado la voz del Señor. Dice San Lucas (7, 30) que rechazando a Juan, “han frustrado el plan de Dios sobre ellos”.

          Nosotros somos pecadores, y somos llamados a amar mediante la conversión, a Cristo; pero también somos el segundo hijo, por las gracias que hemos recibido, sobre todo la Iglesia, y también somos llamados a unirnos a él de corazón en la Eucaristía, en la que nos dice: “Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña”.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

(Dn 7, 9-10.13-14; Ap 12, 7-12; Jn 1, 47-51)

Queridos hermanos :

          Celebramos hoy a los principales arcángeles que conocemos por la Escritura. A través de ellos se nos anuncia: “Miguel”, el poder de Dios; “Gabriel”, su fortaleza; y “Rafael”, su medicina. Todos ellos servidores de Dios en función nuestra; enviados a ayudarnos en nuestras necesidades y en nuestra fe, y por lo tanto testigos del amor de Dios para con nosotros. Las realidades celestes serían imposibles de conocer para nosotros si Dios no las revelara, como en el caso de los ángeles. La tradición menciona también a: Uriel (fuego de Dios), Jofiel (belleza de Dios), Raziel (guardián de los secretos), Baraquiel (bendiciones de Dios), y otros.

          La primera lectura presenta a los ángeles como servidores de Dios en grandísimo número. En la segunda lectura se nos presenta el combate entre ellos cuando fueron probados. Miguel al frente de los que permanecieron fieles, mientras los que se rebelaron contra Dios y que llamamos demonios, fueron vencidos y apartados de Dios. En el Evangelio vemos a los ángeles sirviendo a Cristo, por quien se abren los cielos, quedando en él, unidos a la tierra; comenzando a realizarse el Reino de Dios. Cristo ha visto a Israel, bajo las hojas de la higuera que cubrieron la miseria de Adán y Eva después del pecado; Cristo conoce la radical desnudez del hombre que sólo Dios ve, como dice san Agustín en su tratado sobre Juan (7).  

          El sueño profético de Jacob y todas las ansias humanas de alcanzar el cielo, como en Babel, se hacen realidad en Cristo, “Dios con nosotros”. En él, Dios, realiza lo que es imposible al hombre que se ha separado de Él por el pecado. Mientras Jacob, que llegará a ser Israel, vio en sueños la piedra sobre la que se abrió el cielo. Un hijo suyo: Natanael, ha visto la verdadera piedra sobre la que el cielo se abrirá definitivamente. Por el Espíritu, los hombres descubren la unión de Cristo con el cielo y son enviados (ángeles) a proclamarlo a los hombres y a toda la creación. Lo mismo que los ángeles, instrumentos de la caridad de Dios, los hombres somos llamados a esta misión en este mundo y a serlo mucho más plenamente, por toda la eternidad, en los cielos.

          Por los nombres que los ángeles reciben de la Escritura, podemos clasificarlos en tres coros: adoradores, combatientes y mensajeros, según la clasificación tradicional de nueve coros: Serafines, querubines y tronos; dominaciones, virtudes y potestades; principados, arcángeles y ángeles.

          Nosotros hoy los hacemos presentes acogiendo la gracia que a través de ellos se nos ofrece y elevamos a Dios nuestra bendición y nuestra Acción de gracias, por el amor que nos muestra, y que nos salva.

          Que así sea.

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Domingo 25º del TO A

Domingo 25º del TO A

Is 55, 6-9; Flp 1, 20-24.27; Mt 20, 1-16

Queridos hermanos:

Como dice la primera lectura, los caminos del Señor aventajan a los nuestros como el cielo a la tierra, y es por eso que el Señor, generación tras generación, sale a nuestro encuentro a través de sus discípulos, y también hora tras hora, para llamar obreros a su viña. En efecto, la vida del hombre sobre la tierra es como una jornada de trabajo, a la que se promete la paga de su Espíritu, que derramando en su corazón el amor de Dios, como dice san Pablo (Rm 5, 5), hace que los caminos del Señor sean los nuestros, capacitándonos para amar como Cristo nos ha amado, porque el fruto de nuestro trabajo es el amor con el que nos damos al mundo, evangelizándolo con nuestras obras.

Este don gratuito de su amor, requiere nuestra libre aceptación, y puede ser rechazado, como lo fue Cristo por aquellos trabajadores de la primera hora, en los que los judíos deben verse reflejados. También nosotros, cuantos hemos sido llamados después, en espera del día del cumplimiento de las promesas, al final de los tiempos o al final de nuestra propia vida, debemos responder a la llamada. Es evidente, por tanto, que la paga es la misma para todos: Vida eterna.

Para San Gregorio Magno, nosotros somos los llamados a la hora undécima. Israel fue llamado antes a través de enviados y profetas, pero lo fue, a sintonizar interiormente con el Señor y no sólo a un culto externo y vacío. No en la materialidad de la letra, sino en la verdad del espíritu. Este será el tema constante y central en la predicación del Señor a los judíos: “Misericordia quiero y no sacrificios; yo quiero amor; conocimiento de Dios más que holocaustos”.

Hay obreros de la primera hora en la viña, que no están en sintonía con el Señor, contaminados de avaricia, envidia y juicios, como aquellos que salieron de Egipto, que vieron abrirse el mar, comieron el maná, pero no entraron en la Tierra. En el Evangelio, con frecuencia, hay diferencias, entre llamados y elegidos. Cierto que no fueron contratados los que no se encontraban en el lugar de contratación, siendo así que estaban desempleados. Por eso dice San Juan Crisóstomo que Dios llama a todos a la primera hora. Vivían fuera de su realidad, en la que Dios los buscaba desde la primera hora y eso mismo les privó de afrontar las penalidades del día, al amparo y seguridad de la Viña, pero esto, algunos no lo supieron valorar y agradecer.

El Señor es bueno; nos llama a trabajar en su viña y provee a nuestras necesidades por encima de sus intereses, aunque nuestros merecimientos no estén a la altura. Eso es amar: hacer del bien del otro nuestro único interés y la intención profunda de nuestros actos. La justicia de Dios no olvida la caridad; es justo y misericordioso, mientras la justicia del hombre está contaminada por la envidia y la avaricia. Llamó a Israel en la justicia y a los gentiles en la misericordia. Dios provee a las necesidades del corazón recto, pero no complace las ansias del codicioso. Ciertamente los caminos de Dios distan mucho de los nuestros, hasta que encontramos a Cristo.

San Pablo no duda en privarse del sumo Bien de estar con el Señor, por el bien de los hermanos, porque ha encontrado a Cristo. Sólo en Cristo, nuestros caminos pueden coincidir con los de Dios, que se ha manifestado amor, y nos conducen al encuentro con los hermanos. En la Eucaristía, que es el culmen de la relación con Dios, nuestro yo, se disuelve en un “nosotros” y podemos llamar a Dios: Padre “nuestro”.

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 24º del TO (san Pío de Pietrelcina)

Sábado 24º del TO (cf. Mi 3; Mi 16)

Lc 8, 4-15

Queridos hermanos:

La palabra nos presenta el combate entre la fuerza del Evangelio y la seducción que el mal le opone para fructificar, en el campo de batalla que es la realidad de nuestra tierra llena de impedimentos: El camino hace presente la dureza del corazón pisoteado por los ídolos. Las piedras, son los obstáculos del ambiente que presentan el mundo y la seducción de la carne, y las riquezas, son los espinos. En definitiva, nuestra naturaleza caída, ofrece resistencia a la acción sobrenatural de la gracia y necesita su ayuda; un constante cuidado y atención, como si del cultivo de un campo se tratara, para que nuestra tierra acoja la Palabra con un corazón bueno y recto como dice san Lucas (8, 15). Dios es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a él y dejarnos limpiar y trabajar por su voluntad amorosa.

Para eso, la Palabra, como la semilla, debe caer en la tierra y hacerse una con ella, dando un fruto que el hombre puede recibir según su capacidad, preparación, y  libertad, ya que el fruto para el que ha sido destinada es el amor. Unido a su creador en un destino eterno de vida, el hombre hace que la Palabra no vuelva vacía al que la envió, sino después de fructificar, dejándose limpiar y trabajar por la voluntad amorosa de Dios, que es el agricultor. Velad, esforzaos, perseverad, permanecer, haceos violencia, son palabras que nos recuerdan la necesidad del combate, cuya figura es el trabajo necesario para obtener una buena cosecha.

No olvidemos que en este enfrentamiento inevitable debe guiarnos la esperanza cierta, que procede de que es el Señor quien toma la iniciativa y quien permanece a nuestro lado hasta el fin, garantizando el fruto, ya sea del treinta, del sesenta o del ciento. Como dice el Evangelio y comenta san Juan Crisóstomo: “Salió el sembrador a sembrar”. El sembrador “sale”, haciéndose accesible a nuestra percepción, y sale para darnos la “comprensión” de los misterios del Reino, entrando en la intimidad con él, subiendo a su barca a reparo de las olas de la muerte como dice san Hilario.

          Además, sale con la semilla de su cuerpo, y la siembra derramando su sangre sobre nuestra tierra: a veces dura, a veces con cardos y espinas o con piedras, porque llama a muchos para recoger mucho fruto. También nosotros somos llamados generación tras generación, a que nuestra sangre, como la de Cristo, sea sembrada, porque como dijo Tertuliano: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados: la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologético, 50, 13).  Con la persecución hacemos presente al Señor que nos acompaña siempre con su cruz, levantada y gloriosa desde la cuna hasta el sepulcro.

           Que así sea.

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Miércoles 24º del TO

Miércoles 24º del TO

Lc 7, 31-35

Queridos hermanos:

          Indiferencia, apatía, desdén, tibieza, cinismo, y nihilismo, son reflejos de la muerte espiritual, cercanos a la necedad, y contrarios al espíritu, que es vida, prontitud, buen ánimo y alegría. Todo ello en medio del combate, primeramente contra la debilidad e impotencia de la carne y también contra la fuerza del mal, aliados con el poder de Dios. La inmadurez en la vida, sólo puede producir en nosotros la aniquilación. Dice san Pablo: Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. La vida adulta participa de ambas realidades, de las que el inmaduro se sustrae por su carencia de amor, viviendo la vida a un nivel instintivo y sentimental, a pesar de haber sido profundamente amados por Dios.

Dios nos ama y nos ha creado para que vivamos en su amor colmándonos con sus bienes y dándonos sus mandatos para nuestra felicidad, pero al apartarnos de él, nos han sobrevenido todos los males que nos aquejan.

Cristo ha venido a rescatarnos de la maldición de nuestro extravío manifestándonos su amor, pero tenemos el peligro de la indiferencia, sea para acoger la llamada a la conversión, sea para entrar en el gozo de la misericordia, como aquella generación incrédula y perversa que se contentaba con la seguridad de su pretendida justicia por pertenecer a la raza de Abrahán, cobijando su impiedad a la sombra del templo, pero sin penetrar en él con todo su corazón.  

El Señor se duele de nuestro desdén, semejante al de aquella generación inmadura, caprichosa e insoportable, incapaz de escuchar para alegrarse por la bondad de Dios ni de entristecerse por sus pecados, prefiriendo la mediocridad egoísta de una vida carnal, al gozo y a los combates del espíritu. Necesitamos discernir que fuera del camino del Señor sólo alcanzaremos la nada y las tinieblas perdurables. Dejando de lado a Dios, nos aferramos a la mediocridad de la carne, considerando despreciable su infinita grandeza y su bondad.

En lo tocante a la fe, al amor y a la esperanza y por tanto a la salvación, no hay nada más nefasto que la apatía y la tibieza: “Ojalá fueras frio o caliente, pero como eres tibio, voy a vomitarte de mi boca.”

¿Qué más he podido hacer por ti que no haya hecho? «Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he molestado? Respóndeme. Pues yo te saqué del país de Egipto, te rescaté de la esclavitud (Mi 6,3). Eso nos dirá el Señor y quedaremos avergonzados por nuestra necedad y perversión.

Acojamos, pues, su gracia, porque es tiempo de misericordia. Busquemos su rostro, porque es grande en perdonar a quienes de todo corazón se vuelven a él.

Que así sea.

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Lunes 24º del TO

Lunes 24º del TO

Lc 7, 1-10

Queridos hermanos:

          Esta palabra, a través de la fe del centurión, nos presenta la llamada universal a la salvación, mediante el don gratuito de la fe, que trasciende los límites de Israel, en busca de quienes se abren a la gracia. El mismo Jesús se admira de la fe de los paganos que contrasta con la incredulidad de su pueblo y que le hace exclamar: “Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.”

          Jesús escucha las súplicas de los ancianos agradecidos por la caridad del centurión, y va en busca de la fe de cuantos le siguen y le han escuchado y que ahora caminan con él al encuentro de la fe del centurión, como dice Eusebio de Cesarea ( Catena aurea en español 9701). Por eso no se resiste a la petición de aquel hombre yendo en su busca, en lugar de curar a aquel enfermo desde lejos con su palabra. Se pone en marcha con la gente, excitando así sus expectativas para ayudarles a creer.

El centurión no se acercó físicamente a Jesús en sus dos intervenciones del Evangelio, pero como dice San Agustín, es la fe la que acerca verdaderamente al Señor, lo toca como en el caso de la hemorroísa, y obtiene de él sus prodigiosos dones.

La fe del centurión va acompañada de su caridad, que lo precede, y de su humildad ante el Señor, que lo acompaña, tratándose en su caso de un hombre con poder de mando, y por eso el Señor no duda en alabarlo para enseñanza de quienes le seguían entonces, y de cuantos lo haríamos después. Además se admira, como en otros pasajes, se goza y exulta, al contemplar la magnanimidad que su Padre muestra con los hombres a quienes concede su gracia y el gran don de la fe.

          El siervo enfermo que se ha ganado con sus servicios la estima de su amo, recibe por su medio la curación, y sobre todo el testimonio de la fe que le alcanzará la salvación. También podría tratarse del caso contrario: que hubiese sido la fe del buen siervo, la que hubiera suscitado la fe de su amo, y en consecuencia su caridad, que ahora le obtenían del Señor su propia curación. No hay que maravillarse de los insondables caminos de la gracia y la bondad divinas: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”.

          También nosotros somos hoy iluminados por la fe del centurión que nos llama, y somos convocados de oriente y occidente a la mesa del Señor, con los patriarcas, por medio de la fe de los hijos que se nos ofrece con el Evangelio y nos mueve a la caridad.

          Que así sea.

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Domingo 24º del TO A

Domingo 24º del TO A

Eclo 27, 30-28,7; Rm 14, 7-9; Mt 18, 21-35

Queridos hermanos:

           Esta palabra nos dice que, si cuando nos encontremos en el juicio somos acusados, no tendremos excusa de nuestra falta de misericordia, después de haber sido tan misericordiosamente tratados por Dios. El perdón cristiano es siempre una restitución a la misericordia divina, de su amor gratuito recibido en Cristo.

          Basta una mirada rápida al Antiguo Testamento, para contemplar la obra de Dios, cuando se acerca al corazón del hombre y usa con él de misericordia.  La misericordia de Dios con el pecador, crece en una progresión de plenitud, que supera siempre la de su maldad, pero sólo con la irrupción del Reino de Dios, en Cristo, el corazón del hombre será inundado por el torrente de la misericordia divina que se muestra infinita, mediante la efusión del Espíritu Santo: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).

Dice Jesús en el Evangelio: “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento, le perdonarás” (Lc 17, 3-4). La primera característica del perdón entre cristianos es que implica el arrepentimiento, porque a la ofensa, ya ha precedido en ambos la misericordia y el perdón de Dios. La misericordia recibida obliga en justicia sea al arrepentimiento que a responder con misericordia.  

La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides.

Cuando alguien se presenta diciendo: perdón, es Dios mismo a través de su gracia quien se presenta en quien se humilla, porque ha sido él quien le ha concedido la gracia de arrepentirse. Cómo rechazar la gracia de conversión que Dios mismo concedió a tu hermano, sin rechazar tanto en ti como en el otro a quien se la concedió. Cómo negar el perdón “siete” veces al día, si otras tantas peca el justo, y necesita él mismo, la misericordia cotidiana de Dios.

Hemos escuchado lo que dice el Evangelio al siervo sin entrañas: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18, 35). Si perdonas las ofensas, no sólo acoges a Dios en tu misericordia, sino que actúas como Dios; realizas las obras de Dios; Dios mismo actúa en ti; das testimonio de su presencia en ti, porque la misericordia es de Dios, y el que es perdonado, recibe el amor de Dios y es evangelizado. Esa es además la voluntad expresa de Dios: “Misericordia quiero” (Mt 9, 13; 12, 7; Os 6,6). El perdón gratuito de Dios es amor y engendra amor. Perdonando, justifica al pecador, lo regenera y lo salva destruyendo la muerte y el mal en él.

Además el perdón de las ofensas es también universal, y no se limita a los hermanos, sino que alcanza a todos, incluso a los enemigos. Negarles el perdón, es apartarse de la filiación divina, y de la misericordia de Dios que nos la adquirió: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial” (Mt 5, 24-25) “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15).

Así pues, Padre, tú “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

           Proclamemos juntos nuestra fe.                     

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Sábado 23º del TO

Sábado 23º del TO

Lc 6, 43-49

Queridos hermanos:

             Hoy la palabra nos pone delante de las consecuencias que debe asumir todo hombre según haya conducido su vida. Dios no ha dejado al hombre en la precariedad de encontrar la sabiduría necesaria que le ilumine y le capacite frente a sus limitaciones, sino que le ha revelado el camino de la sabiduría que conduce a la bienaventuranza del Reino de Dios. La Escritura habla de dos caminos opuestos de vida y de muerte ante los cuales el hombre debe optar. El hombre puede hacer de su vida una bendición o una maldición, según siga o no los caminos que le presenta el Señor; según crea, escuche su voz y obedezca a su palabra. A este adherirse a los caminos Dios, siguiéndolos, responde lo que llamamos fe, que no consiste sólo en creer que Dios exista, y que lo que dice sea la verdad.

            El Señor nos llama a una vida eterna y por eso necesitamos poner unos cimientos sólidos sobre los que edificar, apoyados sobre la roca firme que es Cristo, la voluntad salvadora del Padre. Así resistirá los embates de las contrariedades. Isaías habla de una ciudad que es fuerte, porque la habita un pueblo justo que observa la lealtad (cf. Is 26, 1-6). Dice el Evangelio que en el Reino entrará un pueblo que pone en práctica las palabras del Señor, y no, unos oyentes olvidadizos. No los que dicen Señor, Señor, sino los que hacen la voluntad de Dios que siempre es amor.

            Para entrar en su Reino es necesaria la justificación que se obtiene por la fe en Cristo, mediante la cual se entra al régimen de la gracia. Dios, en efecto, no sólo ha mostrado el camino, sino que lo ha hecho accesible, tendiendo un puente, sobre el abismo abierto por el pecado. Por la fe, reconocemos a Cristo como el Señor que nos libra de la iniquidad de nuestras obras muertas, para obrar según su voluntad en la justicia. No son las obras de la ley sino las de la justicia que procede de la fe, las que nos abrirán las puertas del Reino.

            Así por la obediencia de la fe alcanzamos la salvación. La fe sin la obediencia está vacía y arriesga a que nuestros afanes terminen en el más estrepitoso fracaso.  La obediencia a Dios consiste en escuchar a quien nos quiere bien y ha puesto en juego la vida de su Hijo en favor nuestro. La obediencia es el amor, que da contenido a nuestra respuesta al amor, con el que Dios nos justifica borrando nuestros pecados. Amor, con amor se paga como se suele decir.

            El corazón debe pues, estar sólidamente adherido al Señor mediante las acciones de nuestra voluntad y no sólo por vanas especulaciones de nuestra mente, por las palabras, por los sentimientos o los deseos.

            Con frecuencia nuestro corazón está lleno de sí mismo: de nuestros miedos y nuestra desconfianza, que se plasma en la incredulidad y con dificultad se abre a la voluntad de Dios que es siempre amor y fortaleza para quienes en él se refugian. Por eso la incidencia de la palabra en nosotros es débil, al no encontrar resonancia en el abismo de nuestro corazón.

            Las obras de justicia con las que respondemos a la voluntad amorosa de Dios; son las piedras sillares que sostienen la casa del justo, para que se mantenga en pie eternamente. Sólo en sus acciones, se muestra la verdad de la persona, como decía Juan Pablo II en “Persona y acción” y el resto son intenciones, fantasías e ilusiones, como decía santa Teresa. “Hechos son amores”, como dice la sabiduría popular.

            La Eucaristía viene en ayuda de nuestra debilidad como alimento sólido en medio de la travesía del desierto de nuestra vida; como alianza frente al enemigo y como refugio en medio de las inclemencias de la vida.

           Que así sea.

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Nuestra Señora de los Dolores

Nuestra Señora de los Dolores

Hb 5, 7-9 ó 1Co 12, 12-14.27-31; Jn 19, 25-27 ó Lc 2, 33-35.

Queridos hermanos:

          Contemplamos a María, madre dolorosa, esposa fiel y virgen fecunda, privilegiada ya en su concepción y constantemente unida al dolor, del Amor, Verbo, que se hizo carne mortal en ella, tomando de ella lo que tiene de nosotros, excluido el pecado, que no halló en ella, porque fue redimida ya en su concepción. Tomó cuanto quería salvar en nosotros, ofreciéndose puro al Padre en el altar de la cruz, purificándonos a nosotros y haciéndonos hijos con su Espíritu, hermanos suyos, y a María, madre nuestra y privilegio nuestro.

          María, corredentora en cuanto a su unión constante al sufrimiento del único Redentor, aceptó sobre sí, la espada que atravesó su alma, para que fuéramos nosotros preservados, mientras su hijo era entregado. Como le había profetizado Simeón, su dolor maternal la asociaba al martirio del Hijo, sin necesidad de compartir sus clavos, aunque sí su lanza, que aunque sólo alcanzó el cuerpo de su hijo, alcanzó, no obstante, su alma de madre, como canta san Bernardo; y por eso la podemos llamar reina madre de los mártires, siendo madre de su Rey. Su corazón maternal rebosando serenidad y mansedumbre, refleja el de su manso y humilde hijo, que desde la cruz sólo suplicó para sus verdugos, perdón, mostrando piedad.

          No hay dolor más fecundo ni amor más grande que, el que ella quiso aceptar de quien lo asumió plenamente, haciéndose así mediadora de la gracia, con la que nosotros fuimos salvados y constituidos en sus hijos al pie de la Cruz. Por eso, si hacemos presente a María la madre dolorosa, es para suplicar de su piedad, que nos alcance su fortaleza en el amor a Cristo y su sometimiento a la voluntad del Padre que nos dio a su Hijo.

          Concluyamos, pues, con san Bernardo, resumiendo nuestra breve contemplación de María, la Madre Dolorosa:

           “Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial.”

           Que así sea.

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Domingo 23º del TO A

 Domingo 23º del TO A

Ez 55, 7-9; Rm 13, 8-10; Mt 18, 15-20

 Queridos hermanos:

      Dice Jesús en el Evangelio: “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento, le perdonarás” (Lc 17, 3-4).

El pecado necesita reprensión, porque la misericordia urge a suscitar el arrepentimiento que implica perdón. La misericordia divina, como muestra la primera lectura, mantiene en suspenso la justicia, mientras actúa la gracia que busca el perdón, porque la justicia nace del amor y concluye en el amor; el Amor se hace paciencia, porque ansía el bien, incluso cuando recurre al castigo como corrección y en definitiva salvación del pecador, que ha sido solicitado por el mal.

Como sucede también con los demás dones de la bondad y la gratuidad de la liberalidad divina, el hombre, con la gracia, debe responder acogiendo o rechazando la iniciativa misericordiosa de Dios, y como dice la Escritura, elegir entre los “dos caminos”: “Mira, yo pongo hoy delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal (Dt 30, 15).

La primera característica del perdón entre cristianos es que implica el arrepentimiento, porque a la ofensa, ya ha precedido en ambos la misericordia y el perdón de Dios. La misericordia recibida obliga en justicia, sea al arrepentimiento que a responder con misericordia. Mateo lo resalta fuertemente: “Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano” (Mt 18, 15-17). Él mismo se ha separado del seno de la misericordia excluyéndose del tesoro común que es la “comunión de los santos”.

No se trata solamente de la reconciliación personal ante la ofensa, sino de la restauración de la “misión sacramental de salvación” de la comunidad ante el mundo: “Yo, el Señor, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes; para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra” (cf. Is 42, 6 y 49, 6).

La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22): Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides, y que san Pablo nos recuerda en la segunda lectura.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 22º del TO

 Sábado 22º del TO 

Lc 6, 1-5

 Queridos hermanos:

         Entre los preceptos de la ley, algunos son de gran importancia como el descanso sabático, pero el corazón de todos ellos es el amor, porque proceden de Dios que es amor, y busca la edificación del hombre en el amor y la contemplación de la gratuidad y la bondad divina, despegándolo del interés. Para discernir en casos de conflicto respecto a la ley, es necesario que esté presente en el corazón el espíritu de la ley que es el amor. Dios es amor, y la ley es amor al hombre. El discernimiento acerca de los preceptos de la ley sólo es posible cuando el amor madura en el corazón. Sólo así es posible juzgar rectamente. Las gafas para ver al otro a través de los hechos, sin distorsión, es el amor: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios” Experiencia del amor que es Dios. A los judíos faltos de discernimiento, Jesús dirá: “Id, pues, a aprender que significa aquello de Misericordia quiero, que no sacrificios.”

El discernimiento capaz de distinguir y valorar lo importante frente a lo accesorio; distinguir entre la letra y el espíritu de la ley, progresa con el amor: la ciencia infla mientras la caridad edifica (cf. 1Co 8, 1). Pero la caridad es derramada en el corazón por el Espíritu, en aquellos que creen, acogiendo en su vida la voluntad de Dios. Detrás del discernimiento está aquello de “ama y haz lo que quieras”, y aquello de: Yo quiero amor, conocimiento de Dios: de su poder, pero sobre todo de su misericordia. Quien tiene amor tiene discernimiento, es sabio, mientras en el falto de amor no faltará necedad.

La misericordia de Cristo hace que el paralítico arrastre su camilla en sábado; le permite tocar al leproso. Las curaciones en general mueven los corazones a la bendición y glorificación de Dios, y ese si es el espíritu del sábado: poner el corazón en el cielo, para que después le siga el espíritu y por último también el cuerpo.

Esta palabra, a través de un problema de discernimiento, nos habla del corazón de la ley que es el amor, con el que Dios ha querido relacionarse con el hombre, dando vida y sentido a su existencia, por encima de sus ocupaciones y sus relaciones con sus semejantes. 

  El sábado, liberando al hombre de la maldición que pesa sobre el trabajo, siempre en búsqueda del sustento, le concede un anticipo de la vida celeste, en la que Dios será nuestro único sustento eterno; nuestra riqueza aquí en la tierra, y nuestra meta celeste.

 Que así sea.

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Natividad de la Bienaventurada Virgen María

Natividad de la Bienaventurada Virgen María

Mi 5, 1-4ª; ó Rm 8, 28-30; Mt 1, 1-16.18-23

 Queridos hermanos:

           Gran misterio el de esta festividad, en la que el Hijo de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, ha preparado para él, el seno de la Virgen María, haciendo nacer entre nosotros inmaculada, la que lo fue desde su concepción. La salvación se hace luminosa en la conmemoración de su nacimiento; disipadas las tinieblas y las sombras de la muerte, brilla la luz de Dios en Nazaret. El Señor se desposa con su pueblo, que será la humanidad entera, que él asumirá en el cuerpo inmaculado de María.  

          El gozo del amor tendrá que pasar por la angustia mortal de una espada atravesando el alma de la madre, como preludio del triunfo definitivo del “Dios con nosotros”, hijo de María, el llamado “Hijo de David”, Jesús, que salvará a su pueblo de sus pecados. Dios, rey, salvador y redentor, de María, un niño nos nacerá, el Hijo, se nos dará. El hombre verá a Dios, trayendo la vida nueva, para establecer el Reino en su dignidad de hijo de Dios, e introducir al hombre en la vida eterna, liberando a la humanidad de la vieja esclavitud del pecado y de la muerte.

          La Natividad de María, está pues, unida inseparablemente al misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo; misterio de la salvación humana. No es sólo un gozoso recuerdo del anuncio de Cristo que trae la paz y la fraternidad entre los hombres; la Iglesia ve esta fiesta en relación estrecha con la futura Pascua de Jesús. Lo contempla recostado en un pesebre dando gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres, a quienes Dios ama.

          Celebrar la Natividad de María, significa expresar la nueva realidad de asemejarse al Hijo de Dios, de abrirse a la acción de la gracia, de buscar las cosas de arriba, y de crecer en el amor fraterno. Alabamos a Dios, porque en estos tiempos, que son los últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo, asumiendo las fatigas de la vida nueva preanunciada en María.  

          Si Cristo, engendrado por el Espíritu Santo, concebido en el seno de María por la acogida de la palabra del Señor, fue dado a luz, naciendo de la Virgen y realizando su obra de salvación, también nosotros podemos concebir a Cristo, engendrado en nosotros por el Espíritu Santo, mediante la fe, y gestarlo en la fidelidad, de forma que nazca de nosotros, haciéndose visible a través de las obras de su amor, derramado por el Espíritu Santo en el corazón de todo el que cree.

        Glorifiquemos por tanto al Señor, que en María, nos anuncia su propia venida salvadora. Su corazón preservado del pecado, nos anuncia el nuestro purificado por el perdón. “Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 50).

          Que así sea.

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Domingo 22º del TO A

 Domingo 22º del TO A

(Jer 20, 7-9; Rm 12, 1-2; Mt 16, 21-27)

 Queridos hermanos:

           Jeremías nos presenta su cruz y su instintivo deseo de alejarse de ella, que viene contrarrestado por un fuego interior. También Cristo arde en deseos de encender un fuego sobre la tierra que procede de la cruz que debe asumir. Fuego por fuego; el fuego de la cruz preparado para Cristo y asumido por él para librar al hombre de aquel otro “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41), en el que se precipita quien no acoge su oferta de gracia y de misericordia.

          Hemos escuchado en el Evangelio que el hombre debe padecer, morir y resucitar. El Señor diciéndolo de sí mismo lo dice también de nosotros, cuya naturaleza humana ha querido compartir.

          Hemos escuchado también a san Pablo: “No os acomodéis a este mundo y así podréis discernir la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (cf. Rm 12, 1-2).

        Toda vida humana tiene en este mundo esa precariedad, en la que no faltan sufrimientos y muerte, y que nos enseña a no poner en ella nuestras esperanzas y nuestros desvelos, porque nuestra existencia está destinada a la Resurrección y la vida eterna. No hemos nacido para sufrir y morir, sino para resucitar después de la muerte a la vida plena y definitiva. Cristo nos invita a esa vida mediante la fe en él, pero dado que esa vida es amor, no puede alcanzarse sin la  negación de nosotros mismos en este mundo, para lo cual nos entrega su Espíritu Santo. Seguir a Cristo no es dedicarle algunas horas los miércoles, los sábados o los domingos, sino poner toda nuestra vida: lo que somos y lo que tenemos; nuestras ansias y proyectos en función suya, gozándonos en su voluntad.

          También hemos escuchado otra palabra que Cristo atribuye a Satanás, aunque la pronuncie Pedro, y que en nuestra vida puede pronunciarla cualquiera que se nos acerque: tu vecino, tu madre e incluso nosotros mismos bajo la sugestión de Satanás. Esta palabra dice: ¡No te ha de suceder eso! ¿Por qué tienes que sufrir? ¿Por qué tiene que morir tu hijo o tu madre…? ¡Tienes que ser feliz! ¡Tu felicidad es esta vida!

          Hoy, el Señor nos enseña a responder: ¡Apártate Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios!, que nos ha creado para algo más que esta vida. Tenemos que aprender a relativizar todo lo de esta vida, y estar dispuestos incluso a perderla por los demás. Sólo quien cree firmemente en Dios y en sus promesas de vida eterna puede darse a los demás perdiendo su tiempo, su dinero y hasta la propia vida, ofreciéndola “como hostia viva”, como dice la segunda lectura. Sólo quien ha conocido el amor de Dios y ha sido poseído por él, puede amar.

          Que la Eucaristía venga en nuestra ayuda para que busquemos las cosas de arriba donde está Cristo que se entrega por amor.

                   Proclamemos juntos nuestra fe.

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