Domingo 26º del TO A

Domingo 26º del TO A 

Ez 18, 25-28; Flp 2, 1-11; Mt 21, 28-32

 Queridos hermanos:

           Como veíamos el domingo pasado, la sintonía con Dios no es algo externo sino algo que debe tocar el corazón: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto (Is 29, 13). San Efrén comentando este Evangelio, hace notar esta falta de sintonía con el padre, del hijo segundo, a quien el padre ha llamado “hijo” pero él le ha respondido diciendo “Señor”. A una relación de amor por parte del padre, el hijo responde con una dependencia servil.

          Así pues, Dios busca siempre el corazón. Pero el corazón es mente y es voluntad, potencias que mueven la persona. Por eso dice la Escritura que hay que amar con todo el corazón. No basta con sentir amor o con comprender que debemos amar, el amor debe tocar también la voluntad. Amar es por tanto el resultado de dos operaciones: una toca a la mente que siente y la otra a la voluntad que actúa. Se trata como dice Jesús, de “poner en práctica y de hacer su voluntad” San Pablo en la epístola distingue entre sentir y amar, y propone el amor concretamente: Nada hagáis por ambición, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás como superiores a uno mismo, sin buscar el propio interés sino el de los demás”. La Escritura está llena de sentencias como esta: “Amar, es cumplir la Ley entera” dice el Señor: “el que cumple mis mandamientos, ese es el que me ama; y también: vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”; ¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que digo?

          La primera respuesta del corazón, es decir, del amor a Dios, es por tanto acoger la llamada a la conversión que nos propone, como dice la primera lectura: el que recapacita y se convierte, vivirá. En el Evangelio esta misión la encarna Juan el Bautista y por eso hemos escuchado lo que dice Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos: “vino Juan y no le creísteis, cosa que hicieron los publicanos y las prostitutas”.

          San Jerónimo comentando este paso, dice que para algunos, estos dos hijos son: los gentiles y los judíos que han dicho: “haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex 24,3), pero para otros se trata de los pecadores y los justos. Los primeros se arrepienten y los segundos se niegan a convertirse

          Los pecadores son los que han dicho un no a Dios como el primer hijo de la parábola, pero se han convertido, mientras los judíos no han escuchado la voz del Señor. Dice San Lucas (7, 30) que rechazando a Juan, “han frustrado el plan de Dios sobre ellos”.

          Nosotros somos pecadores, y somos llamados a amar mediante la conversión, a Cristo; pero también somos el segundo hijo, por las gracias que hemos recibido, sobre todo la Iglesia, y también somos llamados a unirnos a él de corazón en la Eucaristía, en la que nos dice: “Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña”.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

(Dn 7, 9-10.13-14; Ap 12, 7-12; Jn 1, 47-51)

Queridos hermanos :

          Celebramos hoy a los principales arcángeles que conocemos por la Escritura. A través de ellos se nos anuncia: “Miguel”, el poder de Dios; “Gabriel”, su fortaleza; y “Rafael”, su medicina. Todos ellos servidores de Dios en función nuestra; enviados a ayudarnos en nuestras necesidades y en nuestra fe, y por lo tanto testigos del amor de Dios para con nosotros. Las realidades celestes serían imposibles de conocer para nosotros si Dios no las revelara, como en el caso de los ángeles. La tradición menciona también a: Uriel (fuego de Dios), Jofiel (belleza de Dios), Raziel (guardián de los secretos), Baraquiel (bendiciones de Dios), y otros.

          La primera lectura presenta a los ángeles como servidores de Dios en grandísimo número. En la segunda lectura se nos presenta el combate entre ellos cuando fueron probados. Miguel al frente de los que permanecieron fieles, mientras los que se rebelaron contra Dios y que llamamos demonios, fueron vencidos y apartados de Dios. En el Evangelio vemos a los ángeles sirviendo a Cristo, por quien se abren los cielos, quedando en él, unidos a la tierra; comenzando a realizarse el Reino de Dios. Cristo ha visto a Israel, bajo las hojas de la higuera que cubrieron la miseria de Adán y Eva después del pecado; Cristo conoce la radical desnudez del hombre que sólo Dios ve, como dice san Agustín en su tratado sobre Juan (7).  

          El sueño profético de Jacob y todas las ansias humanas de alcanzar el cielo, como en Babel, se hacen realidad en Cristo, “Dios con nosotros”. En él, Dios, realiza lo que es imposible al hombre que se ha separado de Él por el pecado. Mientras Jacob, que llegará a ser Israel, vio en sueños la piedra sobre la que se abrió el cielo. Un hijo suyo: Natanael, ha visto la verdadera piedra sobre la que el cielo se abrirá definitivamente. Por el Espíritu, los hombres descubren la unión de Cristo con el cielo y son enviados (ángeles) a proclamarlo a los hombres y a toda la creación. Lo mismo que los ángeles, instrumentos de la caridad de Dios, los hombres somos llamados a esta misión en este mundo y a serlo mucho más plenamente, por toda la eternidad, en los cielos.

          Por los nombres que los ángeles reciben de la Escritura, podemos clasificarlos en tres coros: adoradores, combatientes y mensajeros, según la clasificación tradicional de nueve coros: Serafines, querubines y tronos; dominaciones, virtudes y potestades; principados, arcángeles y ángeles.

          Nosotros hoy los hacemos presentes acogiendo la gracia que a través de ellos se nos ofrece y elevamos a Dios nuestra bendición y nuestra Acción de gracias, por el amor que nos muestra, y que nos salva.

          Que así sea.

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Domingo 25º del TO A

Domingo 25º del TO A

Is 55, 6-9; Flp 1, 20-24.27; Mt 20, 1-16

Queridos hermanos:

Como dice la primera lectura, los caminos del Señor aventajan a los nuestros como el cielo a la tierra, y es por eso que el Señor, generación tras generación, sale a nuestro encuentro a través de sus discípulos, y también hora tras hora, para llamar obreros a su viña. En efecto, la vida del hombre sobre la tierra es como una jornada de trabajo, a la que se promete la paga de su Espíritu, que derramando en su corazón el amor de Dios, como dice san Pablo (Rm 5, 5), hace que los caminos del Señor sean los nuestros, capacitándonos para amar como Cristo nos ha amado, porque el fruto de nuestro trabajo es el amor con el que nos damos al mundo, evangelizándolo con nuestras obras.

Este don gratuito de su amor, requiere nuestra libre aceptación, y puede ser rechazado, como lo fue Cristo por aquellos trabajadores de la primera hora, en los que los judíos deben verse reflejados. También nosotros, cuantos hemos sido llamados después, en espera del día del cumplimiento de las promesas, al final de los tiempos o al final de nuestra propia vida, debemos responder a la llamada. Es evidente, por tanto, que la paga es la misma para todos: Vida eterna.

Para San Gregorio Magno, nosotros somos los llamados a la hora undécima. Israel fue llamado antes a través de enviados y profetas, pero lo fue, a sintonizar interiormente con el Señor y no sólo a un culto externo y vacío. No en la materialidad de la letra, sino en la verdad del espíritu. Este será el tema constante y central en la predicación del Señor a los judíos: “Misericordia quiero y no sacrificios; yo quiero amor; conocimiento de Dios más que holocaustos”.

Hay obreros de la primera hora en la viña, que no están en sintonía con el Señor, contaminados de avaricia, envidia y juicios, como aquellos que salieron de Egipto, que vieron abrirse el mar, comieron el maná, pero no entraron en la Tierra. En el Evangelio, con frecuencia, hay diferencias, entre llamados y elegidos. Cierto que no fueron contratados los que no se encontraban en el lugar de contratación, siendo así que estaban desempleados. Por eso dice San Juan Crisóstomo que Dios llama a todos a la primera hora. Vivían fuera de su realidad, en la que Dios los buscaba desde la primera hora y eso mismo les privó de afrontar las penalidades del día, al amparo y seguridad de la Viña, pero esto, algunos no lo supieron valorar y agradecer.

El Señor es bueno; nos llama a trabajar en su viña y provee a nuestras necesidades por encima de sus intereses, aunque nuestros merecimientos no estén a la altura. Eso es amar: hacer del bien del otro nuestro único interés y la intención profunda de nuestros actos. La justicia de Dios no olvida la caridad; es justo y misericordioso, mientras la justicia del hombre está contaminada por la envidia y la avaricia. Llamó a Israel en la justicia y a los gentiles en la misericordia. Dios provee a las necesidades del corazón recto, pero no complace las ansias del codicioso. Ciertamente los caminos de Dios distan mucho de los nuestros, hasta que encontramos a Cristo.

San Pablo no duda en privarse del sumo Bien de estar con el Señor, por el bien de los hermanos, porque ha encontrado a Cristo. Sólo en Cristo, nuestros caminos pueden coincidir con los de Dios, que se ha manifestado amor, y nos conducen al encuentro con los hermanos. En la Eucaristía, que es el culmen de la relación con Dios, nuestro yo, se disuelve en un “nosotros” y podemos llamar a Dios: Padre “nuestro”.

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Lunes 24º del TO

Lunes 24º del TO

Lc 7, 1-10

Queridos hermanos:

          Esta palabra, a través de la fe del centurión, nos presenta la llamada universal a la salvación, mediante el don gratuito de la fe, que trasciende los límites de Israel, en busca de quienes se abren a la gracia. El mismo Jesús se admira de la fe de los paganos que contrasta con la incredulidad de su pueblo y que le hace exclamar: “Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.”

          Jesús escucha las súplicas de los ancianos agradecidos por la caridad del centurión, y va en busca de la fe de cuantos le siguen y le han escuchado y que ahora caminan con él al encuentro de la fe del centurión, como dice Eusebio de Cesarea ( Catena aurea en español 9701). Por eso no se resiste a la petición de aquel hombre yendo en su busca, en lugar de curar a aquel enfermo desde lejos con su palabra. Se pone en marcha con la gente, excitando así sus expectativas para ayudarles a creer.

El centurión no se acercó físicamente a Jesús en sus dos intervenciones del Evangelio, pero como dice San Agustín, es la fe la que acerca verdaderamente al Señor, lo toca como en el caso de la hemorroísa, y obtiene de él sus prodigiosos dones.

La fe del centurión va acompañada de su caridad, que lo precede, y de su humildad ante el Señor, que lo acompaña, tratándose en su caso de un hombre con poder de mando, y por eso el Señor no duda en alabarlo para enseñanza de quienes le seguían entonces, y de cuantos lo haríamos después. Además se admira, como en otros pasajes, se goza y exulta, al contemplar la magnanimidad que su Padre muestra con los hombres a quienes concede su gracia y el gran don de la fe.

          El siervo enfermo que se ha ganado con sus servicios la estima de su amo, recibe por su medio la curación, y sobre todo el testimonio de la fe que le alcanzará la salvación. También podría tratarse del caso contrario: que hubiese sido la fe del buen siervo, la que hubiera suscitado la fe de su amo, y en consecuencia su caridad, que ahora le obtenían del Señor su propia curación. No hay que maravillarse de los insondables caminos de la gracia y la bondad divinas: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”.

          También nosotros somos hoy iluminados por la fe del centurión que nos llama, y somos convocados de oriente y occidente a la mesa del Señor, con los patriarcas, por medio de la fe de los hijos que se nos ofrece con el Evangelio y nos mueve a la caridad.

          Que así sea.

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Domingo 24º del TO A

Domingo 24º del TO A

Eclo 27, 30-28,7; Rm 14, 7-9; Mt 18, 21-35

Queridos hermanos:

           Esta palabra nos dice que, si cuando nos encontremos en el juicio somos acusados, no tendremos excusa de nuestra falta de misericordia, después de haber sido tan misericordiosamente tratados por Dios. El perdón cristiano es siempre una restitución a la misericordia divina, de su amor gratuito recibido en Cristo.

          Basta una mirada rápida al Antiguo Testamento, para contemplar la obra de Dios, cuando se acerca al corazón del hombre y usa con él de misericordia.  La misericordia de Dios con el pecador, crece en una progresión de plenitud, que supera siempre la de su maldad, pero sólo con la irrupción del Reino de Dios, en Cristo, el corazón del hombre será inundado por el torrente de la misericordia divina que se muestra infinita, mediante la efusión del Espíritu Santo: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).

Dice Jesús en el Evangelio: “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento, le perdonarás” (Lc 17, 3-4). La primera característica del perdón entre cristianos es que implica el arrepentimiento, porque a la ofensa, ya ha precedido en ambos la misericordia y el perdón de Dios. La misericordia recibida obliga en justicia sea al arrepentimiento que a responder con misericordia.  

La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides.

Cuando alguien se presenta diciendo: perdón, es Dios mismo a través de su gracia quien se presenta en quien se humilla, porque ha sido él quien le ha concedido la gracia de arrepentirse. Cómo rechazar la gracia de conversión que Dios mismo concedió a tu hermano, sin rechazar tanto en ti como en el otro a quien se la concedió. Cómo negar el perdón “siete” veces al día, si otras tantas peca el justo, y necesita él mismo, la misericordia cotidiana de Dios.

Hemos escuchado lo que dice el Evangelio al siervo sin entrañas: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18, 35). Si perdonas las ofensas, no sólo acoges a Dios en tu misericordia, sino que actúas como Dios; realizas las obras de Dios; Dios mismo actúa en ti; das testimonio de su presencia en ti, porque la misericordia es de Dios, y el que es perdonado, recibe el amor de Dios y es evangelizado. Esa es además la voluntad expresa de Dios: “Misericordia quiero” (Mt 9, 13; 12, 7; Os 6,6). El perdón gratuito de Dios es amor y engendra amor. Perdonando, justifica al pecador, lo regenera y lo salva destruyendo la muerte y el mal en él.

Además el perdón de las ofensas es también universal, y no se limita a los hermanos, sino que alcanza a todos, incluso a los enemigos. Negarles el perdón, es apartarse de la filiación divina, y de la misericordia de Dios que nos la adquirió: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial” (Mt 5, 24-25) “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15).

Así pues, Padre, tú “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

           Proclamemos juntos nuestra fe.                     

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Domingo 23º del TO A

 Domingo 23º del TO A

Ez 55, 7-9; Rm 13, 8-10; Mt 18, 15-20

 Queridos hermanos:

      Dice Jesús en el Evangelio: “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento, le perdonarás” (Lc 17, 3-4).

El pecado necesita reprensión, porque la misericordia urge a suscitar el arrepentimiento que implica perdón. La misericordia divina, como muestra la primera lectura, mantiene en suspenso la justicia, mientras actúa la gracia que busca el perdón, porque la justicia nace del amor y concluye en el amor; el Amor se hace paciencia, porque ansía el bien, incluso cuando recurre al castigo como corrección y en definitiva salvación del pecador, que ha sido solicitado por el mal.

Como sucede también con los demás dones de la bondad y la gratuidad de la liberalidad divina, el hombre, con la gracia, debe responder acogiendo o rechazando la iniciativa misericordiosa de Dios, y como dice la Escritura, elegir entre los “dos caminos”: “Mira, yo pongo hoy delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal (Dt 30, 15).

La primera característica del perdón entre cristianos es que implica el arrepentimiento, porque a la ofensa, ya ha precedido en ambos la misericordia y el perdón de Dios. La misericordia recibida obliga en justicia, sea al arrepentimiento que a responder con misericordia. Mateo lo resalta fuertemente: “Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano” (Mt 18, 15-17). Él mismo se ha separado del seno de la misericordia excluyéndose del tesoro común que es la “comunión de los santos”.

No se trata solamente de la reconciliación personal ante la ofensa, sino de la restauración de la “misión sacramental de salvación” de la comunidad ante el mundo: “Yo, el Señor, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes; para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra” (cf. Is 42, 6 y 49, 6).

La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22): Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides, y que san Pablo nos recuerda en la segunda lectura.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 22º del TO A

 Domingo 22º del TO A

(Jer 20, 7-9; Rm 12, 1-2; Mt 16, 21-27)

 Queridos hermanos:

           Jeremías nos presenta su cruz y su instintivo deseo de alejarse de ella, que viene contrarrestado por un fuego interior. También Cristo arde en deseos de encender un fuego sobre la tierra que procede de la cruz que debe asumir. Fuego por fuego; el fuego de la cruz preparado para Cristo y asumido por él para librar al hombre de aquel otro “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41), en el que se precipita quien no acoge su oferta de gracia y de misericordia.

          Hemos escuchado en el Evangelio que el hombre debe padecer, morir y resucitar. El Señor diciéndolo de sí mismo lo dice también de nosotros, cuya naturaleza humana ha querido compartir.

          Hemos escuchado también a san Pablo: “No os acomodéis a este mundo y así podréis discernir la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (cf. Rm 12, 1-2).

        Toda vida humana tiene en este mundo esa precariedad, en la que no faltan sufrimientos y muerte, y que nos enseña a no poner en ella nuestras esperanzas y nuestros desvelos, porque nuestra existencia está destinada a la Resurrección y la vida eterna. No hemos nacido para sufrir y morir, sino para resucitar después de la muerte a la vida plena y definitiva. Cristo nos invita a esa vida mediante la fe en él, pero dado que esa vida es amor, no puede alcanzarse sin la  negación de nosotros mismos en este mundo, para lo cual nos entrega su Espíritu Santo. Seguir a Cristo no es dedicarle algunas horas los miércoles, los sábados o los domingos, sino poner toda nuestra vida: lo que somos y lo que tenemos; nuestras ansias y proyectos en función suya, gozándonos en su voluntad.

          También hemos escuchado otra palabra que Cristo atribuye a Satanás, aunque la pronuncie Pedro, y que en nuestra vida puede pronunciarla cualquiera que se nos acerque: tu vecino, tu madre e incluso nosotros mismos bajo la sugestión de Satanás. Esta palabra dice: ¡No te ha de suceder eso! ¿Por qué tienes que sufrir? ¿Por qué tiene que morir tu hijo o tu madre…? ¡Tienes que ser feliz! ¡Tu felicidad es esta vida!

          Hoy, el Señor nos enseña a responder: ¡Apártate Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios!, que nos ha creado para algo más que esta vida. Tenemos que aprender a relativizar todo lo de esta vida, y estar dispuestos incluso a perderla por los demás. Sólo quien cree firmemente en Dios y en sus promesas de vida eterna puede darse a los demás perdiendo su tiempo, su dinero y hasta la propia vida, ofreciéndola “como hostia viva”, como dice la segunda lectura. Sólo quien ha conocido el amor de Dios y ha sido poseído por él, puede amar.

          Que la Eucaristía venga en nuestra ayuda para que busquemos las cosas de arriba donde está Cristo que se entrega por amor.

                   Proclamemos juntos nuestra fe.

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