Jueves 21º del TO

 Jueves 21º del TO

Mt 24, 42-51

 Queridos hermanos:

        Dios en su infinita bondad ha querido compartir su “hacienda” con nosotros llamándonos a una existencia finalizada a la comunión de amor con él, y dotándonos de los medios necesarios para alcanzarla. Todos estos medios incluida la existencia misma, están, por tanto, en función del amor, que nos franquea la entrada al Amor, en lo que conocemos como Bienaventuranza, cielo, vida eterna, Reino de Dios, y Casa del Padre.

Hoy la palabra nos habla de otro motivo de vigilancia distinto del que veíamos ayer, para acoger al Señor cuando viene de la boda y poder entrar con él al banquete del amor. Hoy se trata de estar preparados para el día de su “visita” inesperada, en la que viene a pedir cuentas de nuestra administración de sus dones. Viene como ladrón,  para quienes hacen de los dones del Señor algo propio, y en consecuencia no quieren, ni esperan, ni desean su venida. Viene a reclamar el tesoro que le pertenece y nos fue encomendado acrecentar, y para retribuir a cada uno según haya realizado su servicio.  Nosotros, como dice el Evangelio, no somos sino administradores a prueba, a quienes el Señor quiere poner al frente de toda su hacienda, dándonos su Espíritu para siempre, si es que hemos sido fieles y solícitos en llevar a cabo aquello que se nos encomendó: ¡Servir!

Nuestra fidelidad y solicitud consistirá en que no nos hayamos enseñoreado de aquello que se nos encomendó, y en que hayamos servido, no sólo al Señor con pureza y sobriedad, sino también a nuestros hermanos, con el mismo amor con el que hemos sido amados y le debemos a Dios.

Si bien esta vigilancia es necesaria para cuantos se disponen a servir al Señor, tanto más lo es, para quienes son llamados a ser administradores de los bienes de su casa, fieles y prudentes, al cuidado de otros siervos y siervas. Dichosos quienes se mantienen en esta fidelidad y prudencia en el servir constantemente al Señor, porque ellos se nutrirán de lo sabroso de su casa y serán abrevados en el torrente de sus delicias, mientras a los infieles se les pedirá cuentas de su encomienda y se les pagará de acuerdo a sus obras.

En espera de esta venida del Señor, se nos concede ahora, según nuestra disposición, el poder ser alimentados con vida eterna, prenda de nuestra herencia en Cristo Jesús, que se entregó por nosotros.

Que así sea.

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Lunes 21º del TO

Lunes 21º del TO

Mt 23, 13-22

Queridos hermanos:

Poniendo como ejemplo a los escribas y fariseos de su tiempo, que de hecho eran el espejo en el que se miraba la gente del pueblo, por su pretendida religiosidad y aparente santidad, el Señor, como buen pastor, da las claves de discernimiento a sus discípulos y a cuantos le escuchan, para que sepan distinguir los auténticos guías de los falsos, que “dicen y no hacen”; guías ciegos, y necios hipócritas (La palabra: upokritai significa en su sentido literal: «Cómicos». Herodes había multiplicado los teatros en las ciudades de Judea, anunciándose las representaciones escénicas al ruido de trompetas recorriendo todas las calles. Los Fariseos ricos, al ir a la sinagoga, distribuían públicamente sus limosnas en las calles por que atravesaban. Nuestro Señor compara esta ostentación con el brillo ruidoso de las representaciones teatrales).

          La diatriba va contra ellos, “pastores” y sirve de advertencia a las ovejas, porque tanto la “falsa doctrina”, como dice el Evangelio de Mateo, como la “levadura” de la que habla el Evangelio de Lucas, arrastran con el ejemplo y corrompen.

          Esta es la consecuencia de un corazón pervertido por la incredulidad y la idolatría, que amando “el mundo”: el dinero, la fama, el poder y el afecto de las creaturas, se aparta de Dios y pierde el discernimiento de la verdad y la vida, sumergiéndolo en las tinieblas y la muerte y esclavizándolo al mentiroso desde el principio y padre de la mentira, que es el diablo.   

Como dice san Juan Climaco: Ocurre entre las pasiones y los vicios, que unos son mas públicos y desvergonzados (como es la gula y la lujuria) y otros mas secretos y disimulados (pero mucho peores que estos) como lo es la hipocresía; aunque parecen una cosa, tienen otra encubierta; porque su color de virtud y de celo encubren su veneno.

El hipócrita instrumentaliza la religión ilusamente en provecho propio, mediante la falsedad, mientras Cristo ha venido a testificar con sus obras, y con su vida, la Verdad del amor de Dios en contra de la mentira diabólica. El que vive en la verdad apoya su vida en Cristo, que lo hace libre.

Sabemos que hemos sido valorados en el alto precio de la sangre de Cristo. Que este amor expulse de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad. Estamos en la mente y en el corazón de aquel, cuyo amor es tan grande como su poder.  

Este pasaje del Evangelio de Lucas tiene de fondo el juicio, y nos habla del fermento de la corrupción que es la hipocresía, radicalmente unida a la necedad y la impiedad, frente a la verdad, que tiene por compañeras a la sabiduría y a la bondad del corazón amante y fiel. Lo que se opone a la hipocresía no es la sinceridad, que consiste en no ocultar su desprecio por la Ley y por Dios, sino la conversión a la Verdad del amor divino que es Cristo. La conversión del hipócrita consistirá en ser lo que aparenta, y no en aparecer como lo que tristemente es. Dios es Verdad, y en ella vive quien lo conoce. A Dios no es posible engañarle, y si pasa por alto nuestras falsedades terrenas y temporales en esta vida, es sólo por su misericordia y paciencia que son eternas, en espera de nuestra conversión, mientras llega el tiempo de la justicia y de la verdad en que deberemos rendir cuentas, para recibir de Dios según cuanto hayamos merecido con su gracia.

La falsedad, viene a sintonizar con la vaciedad y negatividad de las expresiones carentes de entidad como el frío, las tinieblas o el mismo mal, contrastantes en su constante dialéctica con atributos divinos como el amor, la luz, el bien o la verdad. ¿Qué es la hipocresía sino la falsedad de la simulación que se refugia en las tinieblas, hija, como es, del mentiroso desde el principio y padre de la mentira?

La hipocresía como búsqueda de la apariencia, corrompe, porque son los ejemplos y no las palabras los que arrastran. El hipócrita oculta su realidad, consciente como es de su asumida maldad, y sin preocuparse en enmendarla, la disimula sin importarle neciamente lo que Dios conoce, en busca solamente de lo que los hombres puedan apreciar. Es ciertamente un necio que no valora el bien que debería iluminar su existencia proveyéndolo del sentido de la vida, tratando vanamente de encontrarlo en la estima de la gente. Vive en la carne, de la que cosechará únicamente corrupción para sí y para cuantos lo sigan. Por eso el Señor previene primeramente a sus discípulos y también a sus oyentes, del peligro al que se exponen quienes escuchan a los hipócritas. Maldad y necedad se alían sorprendentemente en el hipócrita, inconsciente en extremo de su tremenda gravedad.

San Mateo, al hablar de la hipocresía, tiene de fondo la persecución. Cuando habla de la levadura, lo hace refiriéndose a la doctrina de los fariseos y saduceos; guías ciegos que guían a ciegos, cuya doctrina hay que cribar de sus malas acciones que corrompen sus palabras. Las palabras convencen, pero los ejemplos arrastran: “observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta”. Marcos añade además la levadura de la corrupción de Herodes, comparándola con la de los escribas y fariseos.

Los fariseos del Evangelio aparentan piedad con sus actos pero no son píos de corazón, sino operadores de iniquidad, que buscan la estima de los hombres, su propia gloria, su interés y no la gloria de Dios. Ciegos que guían a ciegos dirá Jesús. 

La levadura es figura de la corrupción y como ella se propaga rápidamente. La hipocresía instrumentaliza la religión en provecho propio mediante la falsedad, mientras Cristo ha venido a testificar con sus obras, y con su vida, la Verdad del amor de Dios en contra de la mentira diabólica. El que vive en la verdad apoya su vida en Cristo, que lo hace libre; el que vive en la hipocresía es un esclavo del diablo, homicida desde el principio y padre de la mentira, que lo engaña y tiraniza.

Jesús habla de una suerte fatal para los hipócritas, que serán separados de él, no por su apariencia sino por sus obras. Él ha venido a traer Espíritu y fuego. También la gehenna es un lugar de fuego, pero no del fuego purificador que cura y cumplida su dolorosa misión pasa, sino de un fuego que quema pero no se apaga, ni puede purificar la llaga incurable de la libre condenación.

El temor de Dios es un fruto de la fe. “¡Temed a ése!” Temed a aquel que quemará la paja con el fuego que no se apaga. No hay que temer, en cambio, por esta vida, sino por la otra. Sabemos que hemos sido valorados en el alto precio de la sangre de Cristo. Que este amor expulse de nosotros el temor que quiere apartarnos del amor. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino; de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados.

 Que así sea.

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Domingo 21º del TO A

Domingo 21º del TO A

(Is 22, 19-23; Rm 11, 33-36; Mt 16, 13-20)

Queridos hermanos:

           Ante decisiones tan importantes como la que hoy nos muestra el Evangelio, Cristo se sumerge en la oración y elige momentos significativos, como las principales fiestas judías, cuya plena significación y contenido ha aguardado durante siglos la revelación de Cristo, que ha venido, en efecto, a dar cumplimiento a la Ley, a los Profetas, y a las promesas, llevando a su plenitud toda la Revelación.

          El evangelista, consciente de la centralidad de este acontecimiento, se esmera en situarlo exactamente. Para eso, comienza el capítulo 17 del Evangelio según san Mateo, mostrándonos la Transfiguración en el contexto de la fiesta de las tiendas, situada inmediatamente después de la confesión de Pedro y entrega del primado, que tiene lugar seis días antes, y por tanto en el Yom Kippur. La importancia de esta relación podemos constatarla deteniéndonos a analizar el contenido de esta fiesta en su celebración judía, en la que el sumo sacerdote pronunciaba el nombre de Dios solemnemente.

          Cristo se reúne con los apóstoles en Cesarea de Filipo, territorio de paganos, precisamente en el día de la Expiación como hemos visto antes, y les pregunta: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?, es decir el Mesías, y después: ¿y vosotros quién decís que soy yo?, Dios inspira a Pedro la respuesta y dice: “Tú eres el Cristo” (el Mesías), “el Hijo de Dios vivo”. Con esta confesión de la divinidad de Cristo, el Mesías, aparece sobre la tierra una realidad nueva, una fe fundamento de un pueblo nuevo de “verdaderos adoradores” que Cristo llama “mi Iglesia”. Y Cristo ve en esta elección del Padre sobre Pedro, la designación de quien en ese nuevo pueblo tendrá la función concreta que acaba de ejercer inconscientemente. Pedro testifica a Cristo con la boca, en esta ciudad del Cesar, en Palestina, como después lo testificará con la vida en la ciudad del Cesar, en Roma, que se convertirá en la sede de Pedro y de sus sucesores. Las atribuciones del Sumo Sacerdote Simón hijo de Onías (Eclo 50,1), del mayordomo del palacio de David: Eliaquín (Is 22, 20-22) y del Sumo sacerdote del Templo: Caifás*, son concedidas a Pedro y sus sucesores por elección divina y designación de Cristo, en la fundación de la Iglesia, cuyo fundamento es la fe en: “Cristo, Hijo de Dios vivo”.

          O sea que esta designación de Pedro, parte de la “decisión insondable de Dios” como dice la segunda lectura; elección divina que lo impulsa a proclamar el nombre de Dios, que sólo era lícito proclamar al Sumo Sacerdote, y que revela el mesianismo y la filiación divina de Cristo, fundamento de una nueva fe, que será el cimiento de la comunidad mesiánica, escatológica, que comienza a existir.

          Jesús se ha llevado a sus apóstoles a tierra de paganos, para poner en evidencia la independencia de la Iglesia frente al Israel de la carne, y su universalidad, abierta a todos los pueblos y cimentada sobre la confesión de Pedro. Esta Iglesia derribará las puertas del Hades, de la muerte consecuencia del pecado, del Infierno, porque a ella se entregan en la persona de Pedro, las llaves del Reino; el poder de atar y desatar, de perdonar los pecados. Ya no es necesaria la expiación en el Templo de Jerusalén. La Iglesia puede aplicar en cualquier lugar la expiación de los pecados que, Cristo, ha realizado en el santuario de su propio cuerpo, y que Dios ha aceptado resucitándolo de la muerte.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 20º del TO

Sábado 20º  del TO

Mt 23, 1-12

 Queridos hermanos:

           El Evangelio nos enseña hoy a buscar nuestra gloria en Cristo y no en nosotros mismos. Dios es Amor, quiere la felicidad del hombre, y lo llama a la comunión con él, que es la vida, sacándolo de su propia complacencia y abriéndolo a la fe y al amor.

          El problema de escribas y fariseos es que cerrados a la fe, prefieren ser amados, antes que amar; prefieren la estima de los hombres a la comunión con Dios. Por eso les dirá Jesús: “Como podéis creer vosotros que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios”. Sin la fe, el amor no puede estar en su corazón y la Ley desposeída del amor se convierte en una carga insoportable para sí mismos, y en una exigencia para los demás. Su culto es perverso y vano, porque no busca la complacencia de Dios sino la suya propia, y el verdadero culto a Dios es el amor: “¡Misericordia quiero; yo quiero amor!”.

          Esta palabra viene en nuestra ayuda para movernos a buscar al Señor, negándonos a nosotros mismos mediante la penitencia, y abriéndonos a los demás mediante la misericordia. Necesitamos abajar nuestro yo, para abrirnos al tú del amor, y en éste, encontrarnos ante el Yo de Dios.

          En Cristo, Dios va a glorificar su nombre como nunca antes manifestando su amor, salvando a todos los hombres de la muerte, entregándolo por nuestros pecados y resucitándolo para nuestra justificación. “Ahora va a ser glorificado el Hijo del hombre y Dios va a ser glorificado en él. ¡Padre, glorifica tu nombre!” y dijo Dios: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré.” La gloria de Dios es su entrega, y su complacencia, la entrega del Hijo por nosotros.

          Creer en Jesucristo da gloria a Dios, porque por la fe, el hombre fructifica en el amor: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos.” La semejanza de los discípulos con el Padre, y el Hijo, es el amor, y el amor lo glorifica. 

          Un fruto de amor da gloria a Dios, porque el amor es de Dios; es él quien lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado. El que no cree, no tiene el amor de Dios en su corazón y está condenado a buscar su propia gloria, porque no es posible vivir sin amor; pide la vida a las cosas y a las personas, se sirve de ellas pero no las ama, y nada ni nadie puede dar vida, sino sólo Dios. El que no cree, no ama y no da gloria a Dios.

          Si por la Eucaristía nos unimos a Cristo en este sacramento de su amor al Padre, lo glorificamos juntamente con él, haciéndonos uno con su entrega amorosa a su voluntad.

           Que así sea.

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Viernes 20º del TO

Viernes 20º del TO  

Mt 22, 34-40

Queridos hermanos:

Dios es amor y lo es también el camino que ha revelado. El hombre está llamado a conocerlo, amarlo, servirlo y gozarlo, y sólo el amor nos encamina, nos acerca y nos introduce en él; ser cristiano, no es solamente no pecar, sino amar, y no hay amor más grande que dar la vida, ni mayor realización de nuestro ser en este mundo. Todo en la creación se realiza dándose; ha sido hecho para inmolarse y mientras no lo hace queda frustrada y sin sentido su existencia, porque tendemos por naturaleza a asimilarnos a Cristo haciéndonos un espíritu con él, en la glorificación de nuestra carne.

Toda la Ley y los profetas penden del amor, que desde el Deuteronomio ha mostrado al pueblo el camino de la vida hacia Dios, como desde el Levítico, el de la perfección humana, en el amar al prójimo como a sí mismo (Lv 19, 18). El Señor, une al precepto del amor a Dios, el del amor al prójimo, porque como dice san Juan: “Quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” El amor a Dios y al prójimo se corresponden y se implican el uno al otro; no pueden darse por separado con exclusividad.

          El Levítico partiendo de esta realidad, nos muestra al prójimo, como el camino para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley y los profetas, que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino.

Cristo ha superado en el amor con el que él nos ha amado, la ley y los profetas (Jn 13, 34), y amplía nuestra capacidad de amar, infinitamente, derramando en nuestros corazones el amor de Dios por obra del Espíritu Santo. Él, nos amó primero. A eso ha venido Cristo: A librarnos del yugo de las pasiones y darnos el Espíritu Santo, para que podamos amar con todo el corazón (mente y voluntad), con toda la vida, y con todas las fuerzas. En efecto, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, a un amor nuevo dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Redención; de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del hombre.

Cristo nos ha amado con un amor que perdona el pecado y salva, y este amor que antes de Cristo sólo podía ser para el hombre objeto de deseo, ahora se hace realidad por la fe en él. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de Cristo: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor cristiano, no es otro ni diferente del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano, en Cristo, es por tanto signo y testimonio del amor de Dios en este mundo; testimonio al que somos llamados por la fe en Cristo.

          Se leía en el oráculo de Delfos: ”conócete a ti mismo” y con toda razón, porque sólo quien se conoce puede darse en plenitud. No obstante, para conocerse hay primero que encontrarse. Es necesario que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el Paraíso: “¿Dónde estás?”. El hombre que está escondido a sí mismo por el miedo, consecuencia del pecado, porque de Dios es imposible esconderse, debe encontrarse, como dice san Agustín en sus “Confesiones”: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar” (libro 5, cap. II) . Con su pregunta, Dios le invita por tanto, a encontrarse; a reconocerse lejos del amor y a convertirse, pues como dice san Juan: “el amor pleno expulsa el temor; no hay temor en el amor” (1Jn 4,18). Además, para darse, hay que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo de las pasiones o de los demonios.

          A Dios se le debe amar con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios, especifica “con qué” se debe amar, mientras que el del amor al prójimo indica el “cómo”, de qué manera. El amor a Dios debe ser holístico, implicar la totalidad del ser y del tener; sin admitir división ni parcialidad, porque el Señor es Uno, y con nadie se puede compartir idolátricamente el amor que le es debido al único Dios. En cambio el amor al prójimo, siendo un sujeto plural, especifica la forma del amor, unificándola en el amor de sí mismo. Un amor con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad, y prioridad, con que nos nace amarnos a nosotros mismos. El amor a sí mismo no necesita ser enseñado; es inmediato y espontáneo y mueve la totalidad de nuestra capacidad de amar, en provecho propio. Ya decía san Agustín que no hay nadie que no ame. El problema está en cuál sea el objeto y la calidad de ese amor. El objeto carnal de nuestro amor somos nosotros mismos; el objeto espiritual, es el amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos; y el objeto sobrenatural, cristiano, es el amor a los enemigos.

“Si la luz de Dios está en nuestras manos, nuestra luz estará en las manos de Dios. Si Dios está en nuestra boca, todo nos sabrá a Dios. Si nos reconocemos hijos bajo la mirada del Padre, todos nos convertimos en hermanos.

 

Que así sea.

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Bienaventurada Virgen María Reina (martes 20º del TO)

Bienaventurada Virgen María Reina

Is 9, 1-6; Lc 1, 26-38

          Pío XII en 1955 instituyó la fiesta de María Reina que, según la última reforma litúrgica, celebramos el 22 de agosto como complemento de la solemnidad de la Asunción con la que está unida, como sugiere la Lumen Gentium: "Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59).

          La mujer vestida del sol es el símbolo arquetípico de la Iglesia indestructible, de la Iglesia eterna. Ella soporta siempre sufrimientos y persecuciones; pero no es nunca abatida. Y al final alcanza la victoria como Esposa del Cordero. Es una figura celeste, "vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas" (Ap 12,1). El adorno de esta Mujer del Apocalipsis es el que ya describiera Isaías: "Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria del Señor alborea sobre ti... Ya no será el sol tu lumbrera de día, ni te alumbrará el resplandor de la luna, sino que el Señor será tu eterna lumbrera y tu Dios será tu esplendor. Tu sol no se pondrá jamás ni menguará tu luna, porque el Señor será tu eterna luz" (Is 60,1.19-21). Por eso, al final, como Jerusalén celestial, "desciende del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su Esposo... La Ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, tenía la gloria de Dios" (Ap 21,2.10-11). "El trono de Dios y del Cordero estará en la Ciudad y los siervos de Dios le darán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá noche ni tendrán necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos" (Ap 22,3-5).

          Por ello en este tiempo de combate, la Mujer esplendente, "hermosa como la luna, resplandeciente como el sol", es también " terrible como escuadrones en orden de combate" (Ct 6,10). Este sorprendente juego de imágenes, que expresa tanto el esplendor de la Mujer como su victorioso poder, muestra a la Mujer Sión y también a María. En María alcanzan su cumplimiento todas las promesas hechas a la Hija de Sión, que anticipa en su persona lo que será realidad para el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. En la liturgia se ha cantado a María con esta antífona: "Alégrate, Virgen María, porque tú sola venciste a todas las herejías en el mundo entero". La resonancia de los dogmas sobre la Virgen, vistos e integrados en el misterio de Cristo y de la Iglesia, asegura la solidez de la fe y fortalece en la lucha contra todas las herejías. En este sentido, María es "terrible, como escuadrones en orden de combate". Con la fe en todo lo que en María se nos ha revelado, la Iglesia está segura de la victoria final sobre las fuerzas del mal.

          María es el icono escatológico de la Iglesia, el signo de lo que toda la Iglesia llegará a ser. En la Lumen Gentium leemos: "La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el siglo futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (2Pe 3,10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo" (LG 68). Contemplando a María asunta al cielo, la Iglesia marcha hacia la Parusía, hacia la gloria donde la ha precedido su primer miembro. La Iglesia sabe que, acogiendo al Espíritu como María, se cumplirá en ella todo lo que se le ha prometido, y que en ella no ha hecho más que iniciarse, y contempla ya realizado en María, la Esposa de las bodas eternas. Y mientras peregrinamos por este mundo, María nos acompaña en el camino de la fe con corazón materno. Como dice el III prefacio del Misal: "desde su asunción a los cielos, María acompaña con amor materno a la Iglesia peregrina y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida.

          En la gloria, María cumple la misión para la que toda criatura ha sido creada. María en el cielo es "alabanza de la gloria" de Cristo (Ef 1,14). María alaba, glorifica a Dios, cumpliendo el salmo: "Alaba a tu Dios Sión" (Sal 147,12). María es la hija de Sión, de la Sión que glorifica a Dios. Alabando a Dios, se alegra, goza y exulta plenamente en Dios.

          Que así sea.

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Domingo 20º del TO A

Domingo 20º del TO A  

(Is 56, 1.6-7; Rm 11, 13-15.29-32; Mt 15, 21-28)

Queridos hermanos:

Aparece la fe como protagonista de esta palabra, pero la fe de los gentiles, que contrasta con la incredulidad de los “hijos”, que rechazan el “pan” tirándolo al suelo, donde lo comen los “perritos”. Las profecías de la llamada universal a todos los hombres al conocimiento de Dios, se cumplen con la llegada de Cristo. Él, es la casa que Dios se ha construido en el corazón del hombre “para todos los pueblos”.

Para san Pablo, el endurecimiento de Israel no es sino un paso intermedio por el cual los gentiles tendrán acceso al Santuario de Dios por la fe en Cristo. Es la fe lo que les sienta a la mesa y les hace partícipes del “pan de los hijos”: “Os digo que los sentaré a mi mesa y yendo de uno al otro les serviré.” “Por eso os digo que vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, mientras vosotros os quedaréis fuera”. En el camino de búsqueda de las ovejas perdidas, Cristo se apiada de los “perritos”.

La fe no hace acepción de personas, naciones ni lenguas, y aunque ha sido enviado “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, hoy Cristo va a la región de Tiro y Sidón para encontrar la fe de una mujer, como lo hace también en Sicar para encontrarnos en la samaritana y plantar la semilla del Reino allende las fronteras de Israel. En efecto, san Agustín ve en ella a la gentilidad llamada a ser la Iglesia, esposa de Cristo.

          Las sobras de los niños sacian a los “perritos” que las saben apreciar, hasta hacer de ellos “hijos”. La fe de la madre obtiene para la hija que ni siquiera conoce a Cristo, la garantía de la curación, como testimonio de la salvación en Cristo, que conduce al conocimiento de Dios.

          Nos es desconocida la llamada con la que Dios ha motivado a la mujer a la súplica y ha propiciado su encuentro con Cristo y su consecuente profesión de fe que expulsa al diablo. La iniciación cristiana de la niña seguirá el proceso inverso al de la madre, como suele suceder con los hijos de padres cristianos: De la curación gratuita deberá pasar a la acogida del testimonio de la madre. La gratuidad del amor de Dios tiene sus propios caminos, pero todos concurren en la salvación de quien los acoge.

          Si hoy nosotros estamos sentados a la mesa del Reino y comemos del Pan que nos sacia y da la Vida Eterna, es por acoger el don gratuito de la fe de nuestra madre la Iglesia, que nos hace hijos, y como en el caso de la samaritana y de la sirofenicia, también nosotros somos invitados a proclamar nuestra fe en Cristo a quienes el Señor ponga junto a nosotros.

            Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 19º del TO

Jueves 19º del TO

Mt 18, 21-19, 1

Queridos hermanos:

           Cuando nos encontremos en el juicio y seamos acusados por nuestra falta de misericordia, no tendremos excusa, después de haber sido tan misericordiosamente tratados por Dios, porque el perdón cristiano es siempre una restitución a la misericordia divina, de su amor gratuito recibido en Cristo.

          Basta una mirada rápida al Antiguo Testamento, para contemplar la obra de Dios, cuando se acerca al corazón del hombre y usa con él de misericordia. Leemos en efecto en el Génesis: “Caín será vengado siete veces, mas Lamek lo será setenta y siete” (Ge 4, 23-24). La misericordia de Dios con el pecador, crece en una progresión de plenitud, que supera siempre la de su maldad, pero sólo con la irrupción del Reino de Dios en Cristo, el corazón del hombre será inundado por el torrente de la misericordia divina que se muestra infinita, mediante la efusión del Espíritu Santo: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).

          Dice Jesús en el Evangelio: “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento, le perdonarás” (Lc 17, 3-4). La primera característica del perdón entre hermanos implica el arrepentimiento, porque a la ofensa, ya ha precedido en ambos la misericordia y el perdón de Dios. La misericordia recibida obliga en justicia sea al arrepentimiento que a responder misericordiosamente. Mateo lo resalta fuertemente (Mt 18, 15-17). Él mismo se ha separado del seno de la misericordia que es la comunión de los fieles.

          La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides. ¿Para qué si no, te ha sido dado el Espíritu?

          Cuando alguien se presenta diciendo: perdón, es Dios mismo a través de su gracia quien se presenta en quien se humilla, porque ha sido él quien le ha concedido la gracia de arrepentirse. Cómo rechazar la gracia de conversión que Dios mismo concedió a tu hermano, sin rechazar tanto en ti como en el otro a quien se la concedió. Cómo negar el perdón “siete” veces al día, si otras tantas peca el justo, y necesita él mismo, la misericordia cotidiana de Dios. Hemos escuchado lo que dice el Evangelio al siervo sin entrañas. Pues: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18, 35), pues Dios a ti te ha perdonado mucho más. Si perdonas las ofensas, no sólo acoges a Dios en tu misericordia, sino que actúas como Dios; realizas las obras de Dios; Dios mismo actúa en ti; das testimonio de su presencia en ti, porque la misericordia es de Dios, y el que es perdonado, recibe el amor de Dios y es evangelizado. Esa es además la voluntad expresa de Dios: “Misericordia quiero” (Mt 9, 13; 12, 7; Os 6,6). El perdón gratuito de Dios es amor y engendra amor. Perdonando, justifica al otro, lo regenera y lo salva destruyendo la muerte y el mal en él.

          Además el perdón de las ofensas es también universal, y no se limita a los hermanos, sino que alcanza a todos, incluso a los enemigos. El amor y el perdón a los enemigos, no requiere de su arrepentimiento previo, pues su corazón no ha sido alcanzado aún por la gracia de la misericordia. Hay que amarlos aun en su obstinación contra nosotros. Negarles el perdón, es apartarse de la filiación divina, y de la misericordia de Dios que nos la adquirió: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial” (Mt 5, 24-25) “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15).

          Así pues, Padre, tú “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

          Así sea.

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La Asunción en Éfeso

 LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA EN ÉFESO

           En el siglo pasado, el Señor reveló a la beata: Ana Catalina Emmerik, muchos episodios de la vida de Cristo y de la vida de la Virgen María, que están recogidos en algunos libros. El Señor le mostró el lugar donde estaba la casa en la que la Virgen María pasó los últimos nueve años de su vida, pero nadie la creía, hasta que unos arqueólogos investigaron el asunto y, efectivamente, encontraron las ruinas donde estaba la casa de la Virgen María en Éfeso, con signos muy evidentes.

          Después de la Ascensión de Jesús al cielo, la Virgen María vivió en Jerusalén durante un tiempo, y cada día hacía el recorrido de la Pasión de Cristo, el Vía Crucis, recordando los sufrimientos de su Hijo por amor nuestro. Cuando la dispersión de los cristianos tras la muerte de Esteban, san Juan, a quien el Señor confió el cuidado de su Madre, la llevó a una casa de su propiedad en Éfeso, y allí vivió, sus últimos nueve años en este mundo, en una colina bellísima llamada de los Ruiseñores, donde hacía un recorrido hasta la cima, señalando con piedras las estaciones del Vía Crucis, y pasaba los días con una gran nostalgia del cielo, deseando unirse al Hijo que había llevado en su seno, y que había sufrido y muerto por nosotros. Deseaba irse al cielo, pero aceptaba la voluntad del Padre, que en sus últimos años, le confiaba la misión de sostener a los apóstoles. San Juan la visitaba frecuentemente y también los otros apóstoles que le contaban cómo iba la evangelización, con sus dificultades, y ella les consolaba y animaba. Todo esto está recogido en una narración de san Juan Damasceno, del año 700.

          Ante esta tradición, uno se puede preguntar: ¿Por qué entonces está en Jerusalén la Basílica de la Dormición? ¿Dónde se habría dormido realmente en el Señor la Virgen María?

          La explicación está en una historia que cuenta que durante estos nueve años, la Virgen María sufría nostalgia por Jerusalén, y quiso volver allí. En Jerusalén enfermó gravemente, hasta tal punto que los cristianos viendo que estaba muriendo, le prepararon un sepulcro, que está ahora en la Basílica de la Dormición, en Jerusalén. Pero después de un tiempo, la Virgen María recobró las fuerzas y volvió a Éfeso, hasta que el Señor la llamó. Entonces se reunieron los apóstoles y la enterraron en un sepulcro que estaba encima de la colina de los Ruiseñores.

          San Juan Damasceno hace una descripción del funeral de la Virgen María diciendo:

 

          «... no hubo un cristiano que no viniera a llorar junto a su cadáver, como si de la muerte de su propia madre se tratara.

          Su entierro parecía más una procesión pascual que un funeral. Todos cantaban el Aleluya con la más firme esperanza, de que ahora tenían una poderosísima Protectora en el cielo para interceder por cada uno de los discípulos de Jesús.

          En el aire se percibía el olor de suavísimos aromas, y a cada uno le parecía estar escuchando el sonido de una música armoniosa.

          Pero el Apóstol Tomás no había conseguido llegar a tiempo, y cuando llegó, los hermanos ya habían regresado de sepultar a la Santísima Madre del Señor.

          “Entonces Tomás dijo a Pedro, no me puedes negar el gran favor de ir al sepulcro de mi amadísima Madre, para dar un último beso a esas santas manos que tantas veces me bendijeron”.

          Pedro aceptó, y se fueron todos hacia el “Sepulcro”, y cuando ya estaban cerca volvieron a sentir en el ambiente el perfume de suavísimos aromas y un sonido armonioso de música en el aire.

          Abrieron entonces el sepulcro, y en lugar del cuerpo de la Virgen, encontraron solamente una gran cantidad de hermosas flores. Jesucristo había venido, había resucitado a su Madre Santísima y la había llevado al cielo.

                    Esto es lo que llamamos la Asunción de la Virgen.

          ¿Y quién de nosotros, si tuviera el poder del Hijo de Dios, no hubiera hecho lo mismo con su propia Madre?». 

(Esta narración está basada en las revelaciones hechas a la beata Ana Catalina Emmerik, descritas en el libro de DONALD CARROLL: “La casa di Maria”. Editrice Paoline, 2008).

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Lunes 19º del TO

 Lunes 19º del TO

Mt 17, 21-26

 Queridos hermanos:

             Las Escrituras como contenido de la Revelación del amor de Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan del Espíritu Santo que las unifique en el corazón del creyente, proveyendo los criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados presentes y futuros. En efecto, el discernimiento fruto del amor que está a la raíz de todo, sólo el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la comprensión de las Escrituras.

A la venida del Mesías sobre las nubes del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba Israel, y también los discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor”, que Israel no sabe discernir separadamente a su manifestación gloriosa y sobre todo a su encarnación del Siervo de Yahvé anunciado por Isaías, de cuya vida el libro de la Sabiduría, hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio, vemos a Cristo  instruyendo a sus discípulos en este discernimiento que será el fruto de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el Señor nos abre las Escrituras, haciéndonos crecer en el conocimiento que es la experiencia de su amor.

La causa de la falta de discernimiento del pueblo, sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, lo atribuirá Jesús, a la ignorancia de los judíos, sobre aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. Se trata de una falta de sintonía con el corazón de las Escrituras que es el amor, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último, mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.

De la misma manera que Cristo se entrega por los pecadores siendo justo, paga el impuesto en atención a los débiles siendo Hijo, y Rey de reyes. Así también Pablo, por caridad con los débiles se privará de lo que su libertad en Cristo le permitía experimentar.

Los escritos de Nietzsche tal como los conocemos, combaten ferozmente el cristianismo, reo, en su opinión, de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia, a las que en su obra Así hablaba Zaratustra, opone la «voluntad de poder» encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse, en oposición a los valores evangélicos.

Nosotros necesitamos hoy que esta palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, cuanto para hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la libertad, para que sea amor en el servicio de los hermanos.

 Que así sea.                                                                                                                                                                        www.jesusbayarri.com

Domingo 19º del TO A

 Domingo 19º del TO A  

(1R 19, 9. 11-13; Rm 9, 1-5; Mt 14, 22-33)

 Queridos hermanos:

           Hoy la palabra nos presenta el encuentro personal con Dios de Elías y de los apóstoles, en el que debe cimentarse su fe. Este encuentro frecuentemente se realiza en medio de acontecimientos que nos superan y que nos empujan a apoyarnos en Dios, ya que no podemos solucionarlos por nuestras fuerzas ni comprenderlos con nuestra razón. Sea en su señorío sobre la tormenta y el mar de la muerte o en medio de una brisa suave, la vida nos viene del encuentro con Dios, el Yo, ante el que el universo se inclina y ante quien debe doblarse toda rodilla en el cielo y en la tierra. Es el Señor en su amorosa gratuidad quien nos empuja a estas situaciones que nosotros jamás hubiéramos proyectado vivir. Cristo mismo, debe someterse al abandono del Padre, para inclinar ante él su cabeza en la cruz y entregarle su espíritu.

Los discípulos deben aprender que cuando el mal se vuelve contra ellos, Cristo está cerca con el poder de Dios, para guardarlos y llevarlos al puerto deseado y para calmar la violencia del mal, pero sobre todo, para resucitarlos venciendo el poder de la muerte. Buscar al Señor en medio de la noche y de las adversidades de la vida y avivar la conciencia de su presencia, es una experiencia necesaria para el discípulo fiel.

El Señor, no solamente provee en medio de las olas, el viento y la tormenta, sino que es el Señor quien permite toda persecución para fortalecer y purificar a sus discípulos. Elías es empujado al desierto para su encuentro con el Señor; fue el Señor quien endureció el corazón del Faraón para manifestar su gloria en Egipto; fue el Señor quien luchó con Jacob para hacerlo “fuerte con Dios”. ¡Ánimo, que soy yo, no temáis! Esta travesía es figura de la vida cristiana. Contra nuestro deseo hemos sido enfrentados al mar y al viento para poder llegar a la otra orilla con Cristo, como dice Orígenes en su comentario al Evangelio de san Mateo (11, 6-7). Es necesario todo un camino de combate contra el mar y el viento en el nombre de Cristo, confiando en su ayuda.

La fe es necesaria para responder a cuantos acontecimientos nos superan y vienen en contra nuestra: “¿Dónde está vuestra fe? ¿Por qué has dudado? Con esta fe, los discípulos invocarán al Señor seguros de su auxilio y le verán en medio de la persecución y de todos los acontecimientos de la vida: “¡Es el Señor! ¿Hay acaso algún acontecimiento que escape a la voluntad amorosa de Dios? Como dirá san Pablo, para los que aman a Dios todo concurre para su bien. Después de esta experiencia, los discípulos ya no se preguntarán: ¿Quién es este? (Mt 8, 27), ni se atemorizarán ante la presencia de Cristo. Se postrarán ante él.

          Con la fe somos injertados en el pueblo de Dios, en su Alianza y se nos hace partícipes de sus promesas.

          La Eucaristía viene a nosotros como “misterio de nuestra fe”, y nos introduce en la Alianza sellada por la sangre de Cristo y aceptada por nuestro ¡Amén!

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábdo 18º del TO

 Sábado 18º del TO

Mt 17, 14-20

 Queridos hermanos:

         Hoy la palabra es muy existencial y nos pone frente a la fe y a la oración, y en el paralelo de Lucas, además ante el ayuno. Lo que cree la fe, lo alcanza la oración con el ayuno.

Todo es posible para Dios y alcanzable para quien se apoya en él de todo corazón. La fe como don de Dios y la Palabra, lo pueden todo, pero el problema está en descubrir qué hay en nuestro corazón que es impedimento para que nuestra fe progrese, se desarrolle y de fruto, o qué carencia hace infecundas las semillas depositadas en nosotros por Dios. Dice el Señor: ”Yo quiero misericordia; gustad y ved qué bueno es el Señor; nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae.

El Padre nos atrae a Cristo con sus palabras y sus mandamientos, pero si las dejamos pasar sin acogerlas entrañablemente, quedan infecundas, y nosotros ignorantes de la bondad de Dios y sin amor. Además debemos descubrir si el Señor es nuestra delicia, o nuestro corazón sigue deleitándose con las cosas y las personas, pretendiendo compartir nuestro amor a Dios con los ídolos. Reconocemos que el Señor es Dios, pero no es aún nuestro único Señor, y el Señor ha dicho: “No tendrás otros dioses junto a mí”

Si falta la fe, la relación con Dios es perversa y sólo busca instrumentalizar la religión carnalmente, en provecho propio. Es pues, un problema de la actitud profunda de nuestro corazón. Los signos y la predicación de Cristo no alcanzaron el corazón del pueblo, que no estaba en Dios sino en su propia complacencia. Ni amaba, ni servía a Dios. Este es el caso del padre del endemoniado epiléptico, al que Cristo quiere sacar de la incredulidad y llevarlo a la fe que puede salvarlo.

También la fe de los apóstoles es débil e imperfecta y no puede con ciertos demonios. Recordemos que el Señor los ha llamado y los lleva consigo para formarlos, y hacer de ellos verdaderos discípulos. Para eso deberán madurar en su relación con Dios a través de la oración a semejanza del Maestro; deberán profundizar en su abandono a Cristo. Las palabras, las obras y las actitudes de Cristo irán suavizando su rudeza, hasta que el Espíritu Santo al venir sobre ellos las grave a fuego en sus corazones por el amor.

Cristo experimenta su impotencia frente a la incredulidad de los judíos una vez más, y lanza una exclamación que es más un gemido: “¡Generación incrédula!, ¡y perversa!, añadirá Lucas. ¿Hasta cuándo estaré con vosotros y habré de soportaros?”

Nosotros podemos aplicarnos perfectamente esta palabra. Hemos creído, pero nuestro creer debe madurar y perseverar en la prueba hasta la fidelidad; ahora es quizá todavía inoperante, como la de aquellos judíos “que habían creído”, y a los que Jesús llama hijos del diablo (Jn 8, 48). Quizá también nuestro corazón está todavía lleno de nosotros mismos y ajeno al Señor. Nuestra fe, como la de Abrahán, tendrá que recorrer un largo camino de maduración para ser probada y poder dar frutos de vida eterna.

Dios es amor y el amor se queja cuando es desdeñado por un corazón incrédulo, pero no puede forzar su libertad, que hará posible el amor cuando la fe madure, y haga que el hombre se niegue a sí mismo y viva para Dios y para el prójimo.

¡Misericordia quiero, yo quiero amor, conocimiento de Dios! Que la Eucaristía nos vaya introduciendo en el corazón de Cristo, a través de la fe.

             Que así sea.

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Santa Teresa Bta. de la Cruz

 Santa Teresa Bta. de la Cruz

Os 2, 16-17.21-22; Mt 25, 1-13

 Queridos hermanos:

         Hoy la palabra, nos llama a la vigilancia, a estar en vela porque el Señor está cerca, y su llegada a nuestra vida es tan imprevisible como segura. Vendrá el Señor y no tardará.

Como vemos en la parábola de las vírgenes, no se trata tanto de una vigilia física, por cuanto todas las vírgenes se durmieron, sino de la espera previsora de un corazón que ama, como el de la esposa del Cantar de los cantares: “dormía pero mi corazón velaba, (y entonces pude escuchar) la voz de mi amado que llama”. Efectivamente, es el amor, el que hace posible la espera contra toda desesperanza y la esperanza se hace vigilancia. Es el amor, el que en la demora del bien que se ama, sostiene la fe en la promesa.

Dichosos los que esperan con amor, porque se acerca la unión definitiva con el Señor. Él transfigurará nuestros pobres cuerpos, nos unirá a él y estaremos siempre con él.

El objeto de nuestra vigilancia, está personalizado en la Sabiduría, que san Pablo aplica a Cristo, constituido “sabiduría de Dios” para nosotros. Pero, aunque el corazón esté pronto, la carne es débil y es atraída por todo bien inmediato, rechazando todo sufrimiento, y así, se requiere el discernimiento del corazón que da la Sabiduría al que ama.

 La vigilancia implica por tanto una tensión entre la carne y el espíritu, entre lo inmediato y lo definitivo, entre el amor y el olvido, que debe ser regida por el amor previsor, que ilumina el corazón, aviva la esperanza y se sostiene en la sobriedad.

Como decimos en el Adviento: Vigila el que espera, y espera el que ama. El amor es la carta de ciudadanía que abre las puertas del Reino; el único conocimiento del Señor que hace posible el ser reconocidos por Él. En nuestra vida hemos recibido una invitación a bodas y dependerá de lo que la apreciemos, la forma en que nos dispongamos a acogerla, la deseemos y la defendamos con nuestra vida.

Presentando la alianza de amor que significan las bodas, la celebración de hoy está en gran sintonía con la Eucaristía, en la que nuestra relación con el Esposo, la Esposa, y los invitados, nos introduce en la expectativa del banquete, en medio de un clima de alegría, amistad y amor, del que surge espontáneamente la tensión gozosa de la vigilancia.

¡Ven Señor, que pase este mundo y que venga tu gloria! ¡Anatema quien no ame a Cristo!

Que así sea.

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Martes 18º del TO

 Martes 18º del TO

Mt 14, 22-36

 Queridos hermanos:

           Hoy la palabra nos presenta el encuentro personal con Dios de los apóstoles, en el que debe cimentarse su fe. Este encuentro frecuentemente se realiza en medio de acontecimientos que nos superan y que nos empujan a apoyarnos en Dios, no pudiendo solucionarlos por nuestras fuerzas ni comprenderlos con nuestra razón. Sea en su señorío sobre la tormenta y el mar de la muerte o en medio de una brisa suave, la vida nos viene del encuentro con Dios, el Yo, ante el que el universo se inclina y ante quien debe doblarse toda rodilla en el cielo y en la tierra. Es el Señor en su amorosa gratuidad quien nos empuja a estas situaciones que nosotros jamás hubiéramos proyectado vivir. Cristo mismo, debe someterse totalmente al Padre, inclinando ante él su cabeza en la cruz y entregándole su espíritu.

Los discípulos deben aprender que cuando el mal se vuelve contra ellos, Cristo está cerca con el poder de Dios, para guardarlos y llevarlos al puerto deseado y para calmar la violencia del mal, pero sobre todo, para resucitarlos venciendo el poder de la muerte. Buscar al Señor en medio de la noche y de las adversidades de la vida y avivar la conciencia de su presencia, es una experiencia necesaria para el discípulo fiel.

El Señor, no solamente provee en medio de las olas, el viento y la tormenta, sino que es el Señor quien permite toda persecución para fortalecer y purificar a sus discípulos. Elías es empujado al desierto para su encuentro con el Señor; fue el Señor quien endureció el corazón del Faraón para manifestar su gloria en Egipto; fue el Señor quien luchó con Jacob para hacerlo “fuerte con Dios”. ¡Ánimo, que soy yo, no temáis! Esta travesía es figura de la vida cristiana. Contra nuestro deseo hemos sido enfrentados al mar y al viento para poder llegar a la otra orilla con Cristo, como dice Orígenes en su comentario al Evangelio de san Mateo (11, 6-7) . Es necesario todo un camino de combate contra el mar y el viento en el nombre de Cristo, confiando en su ayuda.

La fe es necesaria para responder a cuantos acontecimientos nos superan y vienen en contra nuestra: “¿Dónde está vuestra fe? ¿Por qué has dudado? Con esta fe, los discípulos invocarán al Señor seguros de su auxilio y le verán en medio de la persecución y de todos los acontecimientos de la vida: “¡Es el Señor!” ¿Hay acaso algún acontecimiento que escape a la voluntad amorosa de Dios? Como dirá san Pablo, para los que aman a Dios todo concurre para su bien. Después de esta experiencia, los discípulos ya no se preguntarán: ¿Quién es este?, ni se atemorizarán ante la presencia de Cristo. Se postrarán ante él.

          Con la fe somos injertados en el pueblo de Dios, en su Alianza y se nos hace partícipes de sus promesas.

          La Eucaristía viene a nosotros como “misterio de nuestra fe”, y nos introduce en la Alianza sellada por la sangre de Cristo y aceptada por nuestro ¡Amén!

           Que así sea.

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