ENTROPÍA CÓSMICA


Entropía cósmica[1]



          Según los cosmólogos, después de aquella explosión inaudita de energía que produjo el tiempo el espacio y la materia, comenzando así el viaje sideral del universo, unos trece mil setecientos millones de años antes de que naciéramos, dispersándose y enfriándose ininterrumpidamente, alcanzará el límite de su degradación energética, -anunciadora de lo precario de su esplendor- y una vez haya perdido todo su potencial en acto, y las estrellas apagándose, hayan dado paso a sus gigantes rojos, nebulosas planetarias, enanas blancas y negras, y hasta las últimas partículas de luz y los mismos agujeros negros se hayan convertido en radiación, las tinieblas se adueñarán de nuevo del gélido y profundo abismo, disolviéndose entonces, así mismo, la flecha del tiempo.

          El exuberante cosmos habrá dado de nuevo paso al estéril, estable e inamovible caos, y la anomalía temporal de la materia, en la que se engendró la vida, habrá sido completamente inútil, sin posibilidad alguna de ser recordada, hasta el punto de poder quedar reducida a la duda absoluta de haber existido. Quizá nosotros mismos, nos encontramos envueltos en la mayor alucinación global jamás soñada, del existir, según aquel orden calderoniano de pensamiento, por el que la vida es ilusamente sueño, y los sueños, ilusamente, sueños son, sin posibilidad alguna de un despertar, más que al no ser.

          Contrariamente a esta aparente paradoja, no podemos olvidar la existencia, de un instante trascendental de inflexión, ineludible, en el que la irrupción del espíritu, encontrando la materia viviente y fecundándola de albedrío, entendimiento y voluntad, la capacitó para su encuentro personal con su Creador. De él recibió la revelación de su diseño amoroso, por el que la creatura una vez raptada del colapso cósmico y rescatada del drama histórico de su libertad, sea conducida al seno de su eterna predestinación bienaventurada, dando sentido así, a tanta magnificencia y esplendor de lo creado, en cuyo fruto perdurable y glorioso, ha querido involucrarse a perpetuidad el Verbo divino, su creador.  

              Nuestro pretendido orden racional con el que concatenamos ideas, pensamientos, juicios y acciones, en la construcción de un mundo “civilizado” a nuestro antojo, con calidad de vida y estado de bienestar, no deja de ser, en realidad, sino el intento de un cierto desorden perturbador del orden natural, finalizado a conducir hacia la nada lo que de ella procede, por medio de la “entropía cósmica.” Mientras tanto, olvidamos el orden sobrenatural de nuestra edificación en el amor, que procedente de Dios, tiende a alcanzarlo eternamente.
          
          Nuestro universo espacio-temporal, providencial anomalía[2] de la materia, no es por tanto “la respuesta”, sino el vehículo predestinado por la fecundidad difusiva del Bien supremo que llamamos Dios, y Amor, para llevar muchos hijos a la gloria (cf. Hb 2, 10).

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[1]  Degradación progresiva del universo por pérdida de energía.
[2] Asimetría física inexplicable de la bariogénesis, que dio lugar a la aparición de la materia.

Jesucristo Rey del universo B


Domingo 34º B, Cristo Rey

(Dn 7, 13-14; Ap 1, 5-8; Jn 18, 33-37)


Queridos hermanos :

Dios no ha querido permanecer alejado del pueblo que ha creado, formado y bendecido, sino que ha querido ser su sabiduría, su guía y su defensa; ha querido ser su rey. Por su parte el pueblo en tiempos de Samuel ha querido asimilarse a los pueblos vecinos y ha pedido un rey. Dios ha dicho entonces a Samuel: “«Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos. El pueblo irá comprendiendo a lo largo de su historia, los inconvenientes de seguir los impulsos libertarios, ilustrados, y cosmopolitas, de su corazón, cambiando el yugo del Señor por el de los hombres.
Para hacer volver a sí el corazón de su pueblo, Dios, según la palabra dada al profeta Ezequiel, tendrá que darles en Cristo “un corazón nuevo y un espíritu nuevo.” La predicación de Cristo comenzará, pues, diciendo: “Convertios porque el Reino de Dios ha llegado.” Dios, en Cristo, quiere que el corazón del hombre vuelva a Él para su bien, sacándolo de la seducción del reino “autónomo, emancipado, progresista, de este mundo y del yugo de su príncipe el diablo. “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.  Pero la predicación de Cristo no sólo no ha sido escuchada, sino que a la pregunta de Pilato «¿A vuestro rey voy a crucificar?» Replicarán los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el César.»
Cuando Cristo fue anunciado como rey por los magos de oriente, fue perseguido por Herodes; cuando fue aclamado rey por los niños de Jerusalén, fue reprendido por los sacerdotes, y cuando fue presentado como rey por Pilato fue coronado de espinas y crucificado, y con él fue rechazada la realeza de su testimonio de la Verdad del amor de Dios. El amor de Cristo visible en sus obras, da testimonio de Cristo; de que el amor del Padre es verdad en él: “Las obras que hago dan testimonio de mi” (Jn 10, 25). Sólo su victoria sobre la muerte testificará la veracidad de su testimonio: ¡Dios es amor!, y la falsedad de la insinuación del diablo (Ge 3, 4-5). Nosotros somos llamados a testificar la realeza de Cristo con nuestro amor más que con palabras. “No amemos de palabra ni de boca sino con obras y según la verdad. En esto conocemos que somos de la verdad (1Jn 3, 19).” Los mártires han testificado a Cristo gritando: ¡Viva Cristo rey!”, pero más aún amando y perdonando a sus asesinos como Cristo mismo.
Cristo quiere que su Reino sea acogido por la fe y no por el interés, y así: “Sabiendo Jesús que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo.” Quiere que reconozcamos su testimonio como Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel»; quiere que entremos en su Reino, como el ladrón crucificado con él: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino; que los hombres sean colocados a la derecha por el Rey para que escuchen la gloriosa sentencia: “Venid benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.


Proclamemos juntos nuestra fe.
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Domingo 33 del TO B


Domingo 33º  B (cf. Dgo. 1º de Adviento C)
(Dn 12, 1-3; Hb 10, 11-14.18; Mc 13, 24-32).

Queridos hermanos:

Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.
Ante el nacimiento de cielos nuevos y tierra nueva, la apariencia de este mundo terminará, se desvanecerán las seguridades mundanas, y la angustia se apoderará de los que se apoyan en él. “Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!” (1Co 15, 19). En cambio, la esperanza de los creyentes se fortalecerá y se acrecentará su gozo ante la cercanía del cumplimiento de la promesa. ¡Viene el Señor!
El plan de Dios llegará a su fin y aparecerá un pueblo santificado que tomará posesión del Reino de Dios. La purificación final será angustiosa pero cargada de esperanza, como los dolores del alumbramiento. Que se alegren los oprimidos por la injusticia, los atribulados por el dolor y todos los que aman al Señor, porque vendrá para hacer justicia y los llevará con él para siempre y ya no habrá más luto, ni llanto, ni dolor, y se colmarán las ansias de su corazón.
Sabemos que hay distintas venidas del Señor, y todas tienen su preparación y su anuncio con señales, pero lo importante es que: ¡Viene el Señor! Para el discernimiento de las señales precursoras se necesita la vigilancia del amor, que se abre a la misión del testimonio de la misericordia y alcanza la salvación. El fuego del Espíritu, en efecto, impulsa a los fieles, que no permanecen inactivos aguardando la venida del Señor, sino en su seguimiento, que se caracteriza en ellos por el testimonio de Jesús, (Ap 12, 17) enseñando a todos la luz de la justicia, que los hará brillar como astros por toda la eternidad (Dn 12, 3).
Cada generación está llamada a enfrentar este acontecimiento en la medida que le corresponde; “pero cuando El Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? Velad y orad para que no caigáis en tentación.
          Cristo se entregó para vencer al diablo, que será sometido definitivamente en su advenimiento, “cuando todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies”, como dice la Carta a los Hebreos; entonces “sus elegidos”, los justos, serán reunidos junto a él para siempre. Es cierto que Cristo vino a llamar a los pecadores (cf. Mt 9, 13), porque sólo los justos serán “elegidos” como dice san Pablo: “Muchos son los llamados y pocos los elegidos”. ¡No os engañéis! Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios. Y tales fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1Co 6, 9-11); a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 30).
          Este, es pues, un tiempo de espera para la conversión de los pecadores, y tiempo de oración para “sus elegidos, que están clamando a él día y noche” como en la parábola de la viuda importuna (Lc 18, 1-8). Tiempo de misericordia y de paciencia de Dios, “año de gracia del Señor” que, quiere que todos los hombres se salven, y también de paciencia, en la esperanza de la promesa, para los justos, a los que se “hará justicia pronto”, cuando venga el Señor.
          Este final es en realidad el comienzo de la vida dichosa, ante la cual todo es preparatorio e insignificante, porque pasará la figura de este mundo: “en un instante, en un pestañear de ojos”.
          Que la Eucaristía que ahora nos congrega en torno a la entrega de Cristo, nos una y nos disponga para acogerlo en el don total de su Parusía.

          Proclamemos juntos nuestra fe.
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DOMUND B


Domingo mundial de la propagación de la fe B
(Is 60, 1-6; Hb 4, 14-16; Mc 10, 35-45


Queridos hermanos:


Contemplamos hoy la misión universal con la que la Iglesia se une a la de Cristo para hacernos presente el amor del Padre, porque: “Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo, para que el mundo se salve por él.”
Esta misión salvadora que Cristo ha proclamado con las palabras de su predicación y con los hechos de su entrega, nos ha obtenido el perdón de los pecados y nos ha suscitado la fe que nos justifica y nos alcanza el Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra.
Esta misión, Cristo la entregó a sus discípulos para que alcanzara a todos los hombres de generación en generación: “Como el Padre me envió yo también os envío”; “Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación”. La creación, como dice san Pablo “gime hasta el presente y sufre dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios”, que proclaman la victoria de Cristo, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna y llegue al conocimiento de la verdad del amor de Dios.
A través del anuncio del Evangelio, Jesucristo ha puesto un cimiento nuevo, sobre el que edificar el verdadero templo, en el que se ofrezca a Dios un culto espiritual que brota de la fe; por ella el Espíritu Santo, derrama en el corazón del creyente el amor de Dios que lo salva y lo lanza a la salvación del mundo entero como hijo de Dios. En efecto, la predicación del Evangelio de Cristo suscita la fe y obtiene el don del Espíritu Santo.
Es urgente por tanto la predicación creída en el corazón y confesada con la boca para alcanzar la salvación como dice san Pablo. Pero¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Id pues, y anunciad el Evangelio a toda la creación.”
                    No hay, por tanto, belleza comparable a aquella de los mensajeros del Evangelio, que traen la regeneración de todas las cosas en Cristo: La enfermedad, la muerte, la descomunión entre los hombres y todas las consecuencias del pecado, se desvanecen ante el anuncio. Irrumpe la gracia y el Reino de Dios se propaga. Cristo en sus discípulos se dispersa por toda creación suscitando la fe.
Este es el envío que la Iglesia ha recibido de Cristo y que se perpetúa hasta la Parusía. Esto es lo que hacemos hoy presente en la Eucaristía y a lo que nos unimos comiendo el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo: “Pues cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga.
          Proclamemos juntos nuestra fe.
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El cristiano frente a la injusticia


El cristiano frente a la injusticia
(Actitudes cristianas frente a la ofensa, la injusticia o la violencia sufridas.)

         
          Siendo cierto que los avances de la sociedad en torno al tema de la justicia son innegables, sobre todo si miramos etapas anteriores de la historia, y que el cristianismo ha tenido una parte decisiva en este progreso que ha permeado la vida y la legislación de occidente, en este momento concreto en el que la verdad cede su puesto al consenso, alienando la dignidad de la razón, la equidad ante la tolerancia y la incongruencia se traviste de pluralidad, dando carta de ciudadanía a la subversión de los valores, se hace acuciante la necesidad de la proclamación del Evangelio, mediante la vivencia de aquellos valores eternos, que durante mil años permearon, salaron e iluminaron aquel primer paganismo, transformándolo, sin dejarse asimilar por su aparente hegemonía.

          Digamos como premisa, que una cosa es ser cristiano, “luz de las gentes y sacramento de salvación“,  y otra muy distinta buscar el cumplimiento de una pía religiosidad, con una casuística inacabable y siempre insuficiente, por la cual alcanzar una auto justificación frente a las legítimas reivindicaciones naturales, que nos permiten compaginar los criterios del mundo con nuestra piedad, viviendo ajenos a la transformación ontológica que realiza la gracia divina, por la fe, en el corazón del creyente, al ser derramado en él, el amor de Dios, por obra del Espíritu Santo, que lo constituye en “sal de la tierra y luz del mundo”.

          La moral cristiana actual, no solamente debe contribuir a mantener vivo e incontaminado, el depósito de la fe recibido, y participado en un ámbito de “cristiandad”, sino a testificar frente a un mundo que ha perdido el oriente, “el esplendor de la Verdad”, como encarnación del amor de Dios en un pueblo, que gratuitamente ha sido injertado en la naturaleza divina por el don del Espíritu Santo de Nuestro Señor Jesucristo. Sólo así puede comprenderse, que no se trata sólo de una exigencia personal, sino, sobre todo, de un don para esta humanidad, sometida a la influencia maligna de los poderes de este mundo, aquello de:

                    No resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda.
          Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, rogad por los que os persigan y os difamen, bendecid a los que os maldigan. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que te robe lo que es tuyo, no se lo reclames.
          Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; para que seáis hijos de vuestro Padre celestial; entonces seréis hijos del Altísimo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos; él es bueno con los ingratos y los perversos. Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial. (cf. Mt 5, 39-45 y Lc 6, 27-35).
  
          Al llamado “joven rico” que acude a Cristo en busca de salvación, preguntándole: “¿qué debo hacer?” el Señor lo sitúa frente a la moral de los mandamientos: no seas injusto; sólo para “seguirle” en su “misión” salvadora, le ofrecerá la gracia de recibir el ciento por uno, por renunciar a lo que en “justicia” tiene derecho. Así podemos responder a quienes busquen, con todo derecho, en el proceloso mar de esta vida: “nadar y guardar la ropa”.

          Ser cristiano en esta generación, no consiste, por tanto, en exigir unas “justas reclamaciones”, o en reivindicar unos “derechos desde todo punto de vista inalienables”, sino en mostrar sobre la tierra la vida celeste a la que todos somos llamados; mostrarla viva, y operante ya en un pueblo, que ha sido alcanzado gratuitamente por la misericordia divina que se ha encarnado en Jesucristo.

          No se trata, por tanto, de una sublime y exigente doctrina a conquistar, sino de un don, de una gracia “gratis data”, propia de la esencia misma del ser cristiano. San Pablo mismo la da por supuesta entre fieles: “Es un fallo vuestro que haya pleitos entre vosotros. ¿Por qué no preferís soportar la injusticia? ¿Por qué no os dejáis más bien despojar? (cf.1Co 6, 7).

          Frente a un mundo cada día más alejado del glorioso destino para el que ha sido creado, experimentable como prenda, en esta tierra, por la comunión entre los hombres, el Señor llama la atención de sus discípulos, a quienes él mismo se ha entregado: “Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20).

El perdón cristiano de las ofensas es siempre una restitución a la misericordia divina, de su amor gratuito recibido en Cristo. La vida cristiana tiene como esencia la misión de evangelizar, sobre todo con el testimonio de un amor que trasciende toda relación mundana: “Mirad como se aman”. El escándalo del desamor o de la falta de perdón, por el contrario destruye la misión y por tanto a la Iglesia; es siempre un tropiezo a la fe y a los signos que la suscitan. La negativa a perdonar, escandaliza como el pecado mismo. Es un contra signo: “Mirad, como no se aman”. Por eso es tan fuerte la sentencia contra el que escandaliza, porque mata la vida en el “pequeño” que comienza a creer, destruyendo las débiles raíces de su fe.

La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides.

          “Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, conscientes de que el Señor os dará la herencia en recompensa. El Amo a quien servís es Cristo (Col 3, 23-25).  Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

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Actitudes cristianas ante el emigrante


ACTITUDES CRISTIANAS ANTE EL EMIGRANTE[1]



           Esta es una “brevísima” reflexión, necesaria en estos tiempos en los que debido a la efervescencia social, la inmemorial trashumancia de la raza humana en busca de subsistencia y nuevos horizontes de supervivencia, alcanza caracteres trágicos, en pos de un estado de bienestar que se presenta inalcanzable para inmensas regiones deprimidas del planeta, provocando una crisis de inestabilidad en las zonas más privilegiadas del globo, en las que la abundancia de un desarrollo totalmente insólito en la historia, se siente amenazada, provocando reacciones de auto defensa que despiertan mecanismos ancestrales, supuestamente superados por una “civilización” secular, proclive, en realidad, al descarte y la marginación, frente a la acogida solidaria de una pretendida fraternidad.

          Ante la perplejidad actual de los gobernantes de los estados involucrados, responsables y diputados para dar respuesta a la situación, nos planteamos cual deba ser la actitud y la respuesta personales del cristiano, cuya fe obra por la caridad. Cada cristiano, con el espíritu de Jesucristo que lo hace tal en medio del mundo, se relaciona con sus semejantes en el amor, reconociendo su dignidad personal, asistiéndolos en sus necesidades y usando con todos de misericordia, en el ámbito de la justicia y de la convivencia.

          La Iglesia católica, ”madre y maestra,” como encarnación actual de la caridad cristiana en medio de la sociedad, ilumina a los fieles en su fidelidad al Evangelio, que hace florecer en ella, carismas de acogida y asistencia que la acompañen en su testimonio evangelizador, contribuyendo con su doctrina y con su acción al bien común de las sociedades en que vive, saneando sus estructuras, inspirando sus leyes, y salando con sus criterios de justicia, honestidad y responsabilidad, la entera vida social. La Iglesia puede proponer sus criterios y también oponer sus objeciones ante aquellas decisiones que manifiestamente contradigan o se opongan a la fraternidad humana con menoscabo de la dignidad de la persona que la moral evangélica proclama.

          Inmigración, y asilo, son fenómenos muy antiguos, que en estos últimos tiempos experimentan una tal masificación que pueden desembocar en actitudes de xenofobia, ante el endurecimiento y la radicalización de las posturas de los países afectados por la invasión descontrolada de inmigrantes, en busca de refugio y subsistencia. El bien común debe regularse superando el egoísmo de la rentabilidad a toda costa, en menoscabo de la dignidad de las personas. Se requiere racionalidad, justicia y eficacia, sin olvidar que hablamos de personas humanas cuya dignidad no procede de lo que saben o lo que tienen, sino de lo que son.

          Históricamente, la Iglesia Católica ha mantenido siempre un gran interés por la inmigración y el cómo la acción política afecta a quienes emigran en busca de una vida mejor. Basándose en las enseñanzas de la Escritura y en su propia experiencia, las enseñanzas de su Doctrina Social, hacen a la Iglesia Católica levantar su voz en favor de aquéllos que son marginados en su desarraigo, y cuyos derechos inalienables, dados por Dios no son respetados.

          Los emigrantes y refugiados, junto a los huérfanos y las viudas, han gozado siempre en la Escritura, de una particular protección por parte de Dios. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, encontramos ejemplos sobre la situación de los inmigrantes y los refugiados que huyen de la opresión y la violencia. El Éxodo hebreo de la esclavitud a la libertad, nos describe la experiencia de un pueblo que vivió 400 años en país extranjero y 40 en el desierto. También la Sagrada Familia, ha conocido la vida del refugiado, durante la persecución de Herodes. El mismo Jesús afirma de sí mismo, "no tener donde reclinar la cabeza," y en sus enviados, “sus pequeños hermanos”, perpetuará también la precariedad del destierro y el asilo: "Tuve hambre, y me distéis de comer, tuve sed y me distéis de beber, estuve enfermo y me visitasteis, fui forastero y me acogisteis". La Iglesia tiene, por tanto, también la responsabilidad de hacer brillar el mensaje cristiano en esta cuestión, ayudando a construir puentes, de modo que se pueda crear un sistema de inmigración que sea justo y sirva al bien común, considerando las legítimas preocupaciones en orden a la seguridad de cada nación.

El Magisterio de la Iglesia, y Los Papas

          León XIII, con su encíclica Rerum Novarum de 1891, es el primero en tratar el tema social de las condiciones laborales, mencionando que “toda persona tiene derecho a trabajar para vivir dignamente y sostener a su familia”.

          Pio XII, posteriormente, reafirma que “los emigrantes tienen derecho a una vida digna y a emigrar para conseguirla”.

          Juan XXIII puntualiza en su encíclica, Pacem in Terris, que el derecho a la emigración no es absoluto, y se aplica sólo, “cuando hay razones justas para emigrar”, como ocurre actualmente, que hay pobreza global, guerras, crimen, y persecuciones, y las personas se ven obligadas a abandonar sus casas motivadas por la necesidad de sobrevivir y sostener a sus familias.
          Las naciones tienen la obligación de garantizar el bien común universal, y por lo tanto, deben responder a los flujos migratorios de la mejor manera posible. Las naciones poderosas y ricas tienen una obligación aun mayor de buscar el bien común universal de acuerdo a las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia.

          Juan Pablo II dijo que el principio de la dignidad humana debe aplicarse a la inmigración en base a dos criterios:
          1.- Todo ser humano tiene derecho a buscar condiciones dignas de vida para sí y para sus seres queridos, incluso mediante la emigración.
          2.- Toda nación soberana tiene derecho a garantizar la seguridad de sus fronteras y regular el flujo migratorio.
          Hablar del derecho a la emigración, lleva implícito el derecho primario a no emigrar, desarrollando su actividad laboral en la propia patria sin el desarraigo familiar y social que supone.
          
           Francisco en 2016 dijo: ¿Cómo no ver el rostro del Señor en los millones de prófugos, refugiados y desplazados que huyen desesperados del horror de la guerra, de las persecuciones y de las dictaduras?

           La Iglesia reconoce el derecho a que las naciones soberanas protejan y cuiden sus fronteras para asegurar el bien común de sus ciudadanos. En general, los inmigrantes y los refugiados son algunos de los más pobres y vulnerables entre nosotros. Por esta razón, la Iglesia enseña que los gobiernos a todos los niveles deben hacer todo lo que puedan para asegurar que sean respetados y mantenidos su dignidad y bienestar. Con todo, ningún país está obligado a aceptar a todas las personas que quieren emigrar a él, en especial si la seguridad y el bien común de sus ciudadanos están en riesgo. Por último, un país debe regular sus fronteras con justicia y misericordia. Es decir, que este principio debe aplicarse con absoluta igualdad respetando la dignidad de todos. Aceptar inmigrantes y refugiados resulta esencial para la vida de cualquier nación justa, y una responsabilidad que se debe ejercer con prudencia y sabiduría.

          El Concilio Vaticano II, ha considerado los grandes movimientos de personas, como un signo de nuestro tiempo (Gaudium et Spes, 4-6), y es una de las preocupaciones que han ayudado a ampliar y a profundizar la Doctrina Social de la Iglesia. 

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[1] (Artículos consultados: Justice for Immigrants: The Catholic Campaign for Immigration Reform; Oficina de Asuntos para Inmigrantes y de Educación sobre Migración; Father Cal Christiansen. ¿Qué enseña la Iglesia acerca de la inmigración?; Mons. Jorge de los Santos;  CEU Ediciones. Migración y Doctrina Social de la Iglesia; Lucandrea Massaro)


Monseñor Romero a los altares


Mons. Romero a los altares.

         
          El Excmo. y Rvdmo. Mons. Óscar Arnulfo Romero Galdámez, será, Dios mediante, el primer Arzobispo mártir, y el primer santo de El Salvador.

          Como decimos frecuentemente ante situaciones que nos superan: “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia”; nunca esta expresión es más acertada, que cuando, como ahora, se sitúa a la Iglesia, frente a la decisión que debe tomar, ante la vida, la muerte y la obra, de un hombre, al que la Providencia situó en el ojo del huracán, en un país convulsionado por la violencia, la injusticia y la represión, y del cual, debe proclamar sus virtudes heroicas y certificar su condición gloriosa atestiguada por sus obras de vida eterna. En una palabra, para que la Iglesia canonice su santidad; la vida divina en él, después de su muerte.

          Los testimonios de quienes lo conocieron para tal reconocimiento, debían ser estudiados, contrastados y valorados exhaustivamente, así como las inevitables contradicciones, generalmente también numerosas, que envuelven el acontecer de toda una vida, como nos muestra con frecuencia la historia de los santos: “Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos! Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán”, había anunciado ya el Señor. La Escritura nos hace levantar la mirada al recuerdo del profeta Elías, y a su llamémosle “reencarnación” (con su espíritu y poder) en Juan Bautista, figuras ambas del Justo perseguido, del que toman actualidad los innumerables “mártires cristianos”, de relevo en relevo, cuyo testigo pasó también a las manos de nuestro santo, mártir, Óscar Romero, por la gracia de Cristo.

          No ha sido de otra manera en el caso del ahora proclamado mártir: Mons. Óscar Romero, que fue Arzobispo de San Salvador, y cuya entrega al Amor de Dios ha debido enfrentar la contradicción propia de los elegidos, que renunciando a su propio cuidado, se inmolan, por amor a las ovejas que le han sido confiadas. Esto, en medio de una situación de violencia irreconciliable, entre un estado de brutal represión por parte de la “Junta revolucionaria de gobierno”, y una militancia guerrillera y marxista, ideológica y justiciera, con pretensiones redentoras, impulsada por el odio, que bajo la pretensión de liberarlo, sumergía al pueblo en una espiral de terror que lo engullía en su vórtice mortal.

          El drama del Arzobispo Romero, combatiendo sin más armas que el amor cristiano en favor del débil y oprimido, sin descalificar ni desesperar nunca de la salvación de nadie, y sin inclinarse ante la lógica diabólica de la aniquilación de toda alteridad, condujo al Arzobispo al rechazo tanto de propios, como de extraños, en un difícil discernimiento de las propuestas del mismo magisterio eclesial, ante el que no faltaron interpretaciones arbitrarias y perniciosas, buscando capitalizar la pobreza en beneficio propio, con ideologías espurias. La doctrina de “Medellín”, ciertamente puntera en cuanto a la pastoral eclesial de aquellos años, se vio envuelta en propuestas surgidas de universidades europeas que aplicaban a la realidad un análisis, de corte marxista, claramente antievangélico, que aumentando la fractura social realimentaban la represión, en espera de una síntesis de ruptura, que se iba extendiendo por toda Latinoamérica como reguero de pólvora, y que de hecho, desembocó en El Salvador en guerra civil.

          De forma providencial, Mons. Romero, no se dejó nunca deslumbrar por esa peligrosa falacia doctrinal, que andando los años fue claramente estigmatizada por el Magisterio, pero su incansable fustigamiento de la injusticia que terminó con su vida, hizo así, que fuera tomado como adalid, por aquellos con quienes nunca compartió bandera ni actuación. Esta pretendida identificación, falsa, y unilateral con Mons. Romero, salpicó la pureza de las cristalinas aguas de la caridad del santo, empañando su transparente diafanidad, incluso en ámbitos eclesiales por algún tiempo, pero la luz se fue abriendo camino a través de la Congregación para la Doctrina de la fe, que estudió su predicación; más tarde a través del papa Benedicto, y por último de S.S. Francisco, providencialmente, cercano conocedor de su colega salvadoreño.

          Así hablaba a sus paisanos:

          Es necesario renunciar a “la violencia de la espada, la del odio”, y vivir “la violencia del amor, la que dejó Cristo clavado en una cruz, la que se hace cada uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles entre nosotros”.

          Así habló finalmente a quienes detentaban el poder, en esta homilía que se ha denominado “de fuego”, el día 23 de marzo de 1980, en la que se ofrecía a sí mismo en holocausto, y que supuso el comienzo de un nuevo “día” para la nación.

          Quisiera hacer un llamamiento, de manera especial a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión.

          Sólo la propia inmolación a ejemplo de Cristo, dejándose fagocitar por el Dragón infernal, hizo posible su eliminación.

          Gracias sean dadas a Dios, que a través de la gracia de su Hijo, suscita siempre profetas, santos y testigos de su amor, para venir en ayuda de los hombres a través de su Iglesia, a través de su Espíritu de fortaleza y santidad. Gracias por Mons. Romero. Gracias por San Óscar Arnulfo Romero Galdámez, obispo y mártir.              
                                                                      
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Domingo 25 del TO B


 Domingo 25 del TO B (martes 7)
(Sb 2,12.17-20; St 3,16-4,3; Mc 9, 30-37)

Queridos hermanos:

Las Escrituras como contenido de la Revelación del amor Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan del Espíritu Santo que las unifique en el corazón del creyente, proveyendo los criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados presentes y futuros. En efecto, el discernimiento fruto del amor que está a la raíz de todo, sólo el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la comprensión de las Escrituras.
A la venida del Mesías sobre las nubes del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba Israel, y también los discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor”, que Israel no sabe discernir separadamente a su manifestación gloriosa y sobre todo a su encarnación del Siervo de Yahvé anunciado por Isaías, de cuya vida el libro de la Sabiduría, en la primera lectura, hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio, vemos a Cristo  instruyendo a sus discípulos en este discernimiento que será el fruto de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el Señor nos abre las Escrituras, haciéndonos crecer en el conocimiento que es la experiencia de su amor.
La causa de la falta de discernimiento del pueblo, sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, lo atribuirá Jesús, a la ignorancia de los judíos, sobre de aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. Se trata de una falta de sintonía con el corazón de las Escrituras que es el amor, como se lee en la oración colecta, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último, mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.
Nietzsche, se sintió en el deber de combatir ferozmente el cristianismo, reo, en su opinión, de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia, a las que en su obra Así hablaba Zaratustra, opone la «voluntad de poder» encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse, oponiéndose a los valores evangélicos.
Nosotros necesitamos hoy que esta palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, como para hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la libertad, para que sea amor en el servicio de los hermanos.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 19 del TO B


Domingo 19 del TO B (ver miércoles 3ª s. de Pascua)
(1R 19, 4-8; Ef 4, 30-5, 2; Jn 6, 41-52)


Queridos hermanos:

Hoy la Palabra se nos presenta como un pan en el desierto con el que se nutre durante cuarenta días Elías, como en otro tiempo Moisés, como lo fue durante cuarenta años el pueblo en el desierto y también Cristo.
No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Todo pan nutre la vida del hombre por un tiempo y después perece; Dios les dio el maná a los israelitas durante cuarenta años, y murieron unos en el desierto y otros en la tierra prometida. Dios dio a Abraham la promesa y la ley cuatrocientos años después a Israel, pero siguieron muriendo sin ver su pleno cumplimiento. Sólo en Cristo se anuncia un pan que no perece y un alimento que sacia: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Yo soy el pan de vida; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera;  es mi carne por la vida del mundo.» Lo ha dicho san Pablo en la segunda lectura: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.» Cristo ha recibido una carne para entregarse por el mundo: “Me has dado un cuerpo para hacer tu voluntad” (cf. Hb 10, 5-7) Comer la carne de Cristo es entrar en comunión con su cuerpo, con su entrega, y por tanto alimentarse con la voluntad de Dios.
La carne de Cristo, la entrega de Cristo, el donarse de Cristo, es pues, el alimento de la vida definitiva que ansía el corazón humano y que el mundo necesita, porque tanto el que lo da y el que lo acepta, reciben vida. Pero hemos escuchado a Cristo que dice: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae;»  El Padre atrae hacia Cristo, pero lo hace con lazos de amor, y no de constricción, a los cuales debe responder el albedrío de nuestro amor. Nuestro corazón debe querer ser atraído hacia Cristo, tener en él nuestra delicia, y el Padre que ve los deseos de nuestro corazón, nos lo concederá como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y el te dará lo que pide tu corazón” (Sal 36,4).
El poeta Virgilio decía: «Cada cual es atraído por su placer» (Virgilio, Egl., 2). Nosotros hoy, diríamos por su amor, por aquello que ama. Por eso dice Cristo: permaneced en mi amor; y la carta a los efesios nos exhorta: “Vivid en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.”  Vivid en la entrega con la que Cristo se entregó.
Hoy somos invitados en la Eucaristía a entrar en comunión con la carne de Cristo que se entrega por la vida del mundo y en la que recibimos vida eterna.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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Domingo 17 del TO B


Domingo 17 del TO B

(2R 4, 42-44; Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15)

Queridos hermanos:

El Evangelio de hoy, está en el trasfondo pascual de la Eucaristía. El alimento que trae “el profeta” para saciar al hombre, partiendo de la pobreza humana, sobre la que es pronunciada una palabra del Señor que la hace fruto inagotable de evangelización, primero para Israel y después para las naciones.

          Estos son los signos que quisiéramos ver a nuestros pastores y a nuestros gobernantes. A Cristo, quisieron hacerlo rey, pero él no los hizo para solucionar el problema del hambre, sino como signo de su misión mesiánica de saciar profundamente el corazón del hombre.

No son los 20 panes de Eliseo ni los 5 de Cristo los que sacian, sino la palabra pronunciada sobre ellos; Cristo mismo con su Pascua, a la que somos invitados por la fe y el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo, un solo cuerpo de Cristo en la Eucaristía.

Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre generación tras generación en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.

La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo, que como Alianza eterna, nos alcanza y nos une en sí mismo al Padre. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta y la esperanza en la vocación a la que hemos sido convocados como dice la segunda lectura. La Eucaristía injerta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu.

¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia, para ser capaces de dar de comer a esta generación el pan bajado del cielo que es Cristo?

Proclamemos juntos nuestra fe.
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Salmo 1


SALMO 1

Los dos caminos.

Feliz el hombre que no sigue el consejo de los malvados
ni anda mezclado con los pecadores
ni en el grupo de los necios toma asiento,
sino que se recrea en el camino del Señor,
susurrando su enseñanza día y noche.
Será como un árbol plantado junto a las acequias,
da su fruto en sazón, su fronda no se agosta.
Todo cuanto emprende prospera:
pero no será así con los malvados.
Serán como tamo impulsado por el viento.
No se sostendrán los malvados en el juicio,
ni los pecadores en la reunión de los justos.
Pues el Señor conoce el camino de los justos,
pero el camino de los malvados se extravía.


          Al igual que un libro suele comenzar con una introducción que busque centrar el resto del contenido, podría considerarse este salmo, como preámbulo del Salterio, invitando al pueblo a disponerse, para emprender el camino vital de la piedad, mediante una meditación íntima y constante como la oración, de las enseñanzas divinas que fecunden profundamente las sequedades del corazón. Como dijo Orígenes: “¿Qué mejor comienzo del Salterio que esta profecía y alabanza del hombre perfecto en su relación con el Señor?” También Hipólito lo alaba diciendo: “Magnífico salmo para empezar el Salterio: expresando la esperanza de la felicidad, la amenaza del juicio, y la promesa de la incorporación al misterio de Dios”.          [1]                  

          El hombre formado en la enseñanza del Señor, encuentra ante sí un camino llano y suave, capaz de conducir su vida a la meta anhelada del alma, dando sentido a su existencia, aun en medio de una vida no exenta de acontecimientos contrarios e incluso sufrimientos notables, que no contradicen su auténtica realización humana. No sólo podemos referirnos al respecto a nuestro Señor Jesucristo, el Siervo sufriente y a su Madre Dolorosa traspasada por la espada del dolor según le fue profetizado; también podemos considerar la vida de grandes hombres y mujeres; de santos y vidas ejemplares a quienes no ha faltado la contradicción, sin que podamos dejar, por eso, de considerarlos “felices” y eternamente dichosos. La pretensión de una vida pletórica de  bienestar, abandonando el camino y el yugo del Señor, sólo conduce al precipicio. “Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran.” “Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida.”

          Enfrentando a malvados, pecadores, y necios, con los justos, de los que forma parte el hombre considerado “feliz”, el salmista parece referirse más que a la relación entre fieles y paganos, a la existente con facciones al interno de la comunidad, que se han apartado de la justicia de la ley, tratando de hacerles entrar en sí mismos para que vuelvan a la cordura, anatematizando su desvarío.
No se trata de descalificar la debilidad humana de la que ni siquiera están exentos los “justos”, y a los que sus faltas no excluyen de la inmensa misericordia divina, se trata conmover a quienes se instalan en la perfidia de la maldad. Como dice la Escritura: La maldad es necedad, y la necedad locura. Mientras la justicia desborda vitalidad para vencer las pruebas, y produce fruto constante por su unión con el Señor, la impiedad hace al hombre inconsistente.

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[1]  Citado por Alonso Schokel Luis, “Salmos”, Verbo Divino, 1992.