Domingo
4º de Pascua A
(Hch
2, 14.36-41; 1P 2, 20-25; Jn 10, 1-10
Queridos
hermanos:
Ante la dispersión provocada por el
pecado, que destruye la comunión del hombre con Dios y con los demás hombres,
Dios que es amor, comienza por mediación de su Hijo, la construcción de un
nuevo “redil” en el que sean reunidos de nuevo en el Paraíso del amor, del que
fueron expulsados. Dios mismo los buscará, los conducirá y los apacentará.
Hoy la palabra nos invita a reflexionar
en la centralidad absoluta de Cristo en la historia, y a darnos cuenta de que
sólo cuando esta centralidad de Cristo se realice en nuestra vida, quedará
resuelta nuestra problemática personal. A hacer esto posible, va encaminada su
obra redentora, en la que hoy se nos presenta como pastor y puerta, para
guiarnos e introducirnos a la Iglesia, ámbito de la comunión entre todos los
hombres, y con el Padre, que se alcanza mediante la fe en él.
Esta fe, adquiere expresiones distintas,
según las distintas definiciones con las que se revela a sí mismo iluminándonos,
como las siete lámparas del candelabro que está ante la presencia de Dios (Ap
1, 12s): Yo soy el pan de la vida; la luz verdadera; el camino,
la verdad y la vida; la resurrección; la vid verdadera; la puerta
y el buen pastor. Creer en Cristo, Pan, será: Comer la carne del Hijo del hombre; creer
en Cristo, Luz, será: Ver al Hijo;
creer en Cristo, Camino, Verdad, y Vida, será: Ir a Cristo; creer en Cristo Resurrección, será: Entrar con él en la muerte; creer en
Cristo, Vid, será: Beber su sangre;
creer en Cristo, Puerta, será: Entrar por
él, y creer en Cristo, Buen Pastor, será: Conocer su voz, escucharla, y seguirle, como hemos escuchado en el
Evangelio. El fruto de esta fe será siempre el mismo: Vida, y Vida eterna.
Dios ha abierto una puerta para que los
hombres puedan salir de la cárcel de la muerte, a la vida, y esta puerta es
Cristo, cuya llave tiene forma de cruz, de humillación, y de pasión. Como dice
San Pedro: “No hay otro nombre dado a los hombres en el que podamos ser
salvos.” El Verbo mismo, ha entrado por la puerta de nuestra carne que el
Padre le ha presentado, y aunque su carne pudiese preferir otra distinta, de
éxito, y de aceptación para salvar al mundo, ha tomado la cruz, en lugar de
haber nacido de estirpe real o de casta sacerdotal. Cristo entró por la puerta
de la voluntad del Padre. Fue fiel a la imagen del Cristo que el Padre había
modelado, y así se ha hecho puerta para nosotros.
Cuantos han pretendido traer salvación
antes y después de Cristo anunciándose a sí mismos, eran ladrones y bandidos.
No así los profetas, que no han dado testimonio de sí mismos sino de Cristo,
como Juan Bautista.
Todo este discurso gira en torno al amor
que procede del Padre y que entrega a su Hijo, y de Cristo que le obedece y lo
hace visible en su cuerpo que se entrega. Este amor se manifiesta después en la
comunión de las ovejas y en su testimonio ante el mundo. La ausencia de este
amor en forma de cruz, es lo que desenmascara al falso pastor que, sólo busca
destruir al rebaño con sus propuestas halagüeñas para evitar la cruz, y que son
falsas.
Cristo, para introducir a las ovejas en
el redil de la vida, entra en la muerte por la puerta del Amor crucificado, y
se constituye a sí mismo en puerta abierta; después llama a las ovejas con su
palabra, las saca de la dispersión de la muerte, y las conduce en comunión a
los pastos de la vida.
Para salir de la muerte hay que conocer
y escuchar la voz del pastor, seguirle, y entrar por Cristo; por la puerta de
la fe, a través del bautismo y mediante la conversión. Cada oveja recibe así el
Espíritu Santo, su vida, y su nombre en Cristo. La muerte no tiene ya poder
sobre ellas y pueden entrar y salir por la puerta de la cruz (cf. 1P 2, 20) sin
que las dañe la muerte. Pueden creer y amar, siguiendo las huellas de Cristo, y
ser apacentadas en los pastos abundantes de la vida eterna, en un rebaño a
salvo del lobo.
En esta eucaristía, el Señor nos
apacienta con su palabra y nos da su cuerpo y sangre como alimento de vida
eterna.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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