Domingo 1º de Cuaresma C

Domingo 1º de Cuaresma C

Dt 26, 4-10; Rm 10, 8-13; Lc 4, 1-13;

Queridos hermanos:

En este comienzo de la Cuaresma, la Palabra nos presenta la profesión de fe en este encaminarnos a la Pascua de nuestra salvación, recordando, más aún, tomando conciencia de cuanto el Señor ha hecho por nosotros, personalmente y como pueblo suyo. Efectivamente, eso es el credo: proclamar el amor, la bondad y la fidelidad de Dios. San Pablo, en la segunda lectura, nos exhorta a este reconocimiento de la obra de Dios, diciendo que creerlo en nuestro corazón nos obtiene la justicia, y confesarlo con la boca nos obtiene la salvación.

La primera lectura nos presenta la profesión de fe del pueblo, que describe la obra de Dios en ellos desde sus orígenes hasta ser constituidos como pueblo y haber recibido sus promesas, pero no menciona cuál ha sido su respuesta a la bondad divina durante el tiempo del desierto, en el que fue incapaz de permanecer fiel a Dios, cosa que ahora se dispone a asumir. Esta será su asignatura pendiente en su relación con Dios, que le hará añorar siempre una segunda oportunidad para borrar su incredulidad: poder retornar al desierto y redimir su desconfianza.

Solo en Cristo se les ofrece el poder adherirse a la fidelidad de Dios, uniéndose a su victoria en las tentaciones del desierto. Él es el don de Dios ofrecido a Israel en primer lugar, para que, acogiendo el bautismo de Juan para perdón de sus pecados y creyendo y adhiriéndose a Cristo por la fe, pudiese heredar su fidelidad a Dios en un renovado Israel.

También nosotros, en el Credo, podemos recordar y proclamar muchos dones del Señor para con nosotros: el don de la vida, la familia y, sobre todo, de la fe. Ahora bendecimos a Dios y le damos gracias, sobre todo por Jesucristo, su Hijo, que nos ha rescatado con su sangre, perdonando nuestros pecados y dándonos su Espíritu, con la promesa de vivir eternamente con él, en el amor.

El Evangelio, en efecto, nos muestra a Jesús conducido al desierto y guiado en él por el Espíritu, en un combate contra el diablo, donde nosotros hemos sido vencidos, y darnos su victoria en la Pascua.

El desierto, lugar bíblico de los desposorios con el Señor, prepara a la consumación pascual de su amor. ¡La Cuaresma ha llegado! ¡La Pascua está cerca! Tiempo de mutua entrega y posesión: “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado”. Es Dios quien nos llama a la unión amorosa con él y nos conduce al desierto como a los profetas y a cuantos va eligiendo, para mostrarnos el Árbol de la Vida, desnudo de sus hojas y sus frutos, y hablarnos al corazón, purificarnos de los ídolos y lavar nuestros pecados. Es esta mirada a la Pascua la que da sentido a la Cuaresma, que comenzamos situándonos ante la profesión de fe, propia de este tiempo eminentemente bautismal.

Nuestra profesión de fe en Cristo centra las maravillas de Dios en la gracia redentora de Cristo, por quien hemos recibido el perdón de los pecados y de quien esperamos la resurrección y la vida eterna. Jesús va a proclamar en el desierto que de Dios viene la vida, que es el único, y que todo lo hace bien, asumiendo en esta fe el combate de las tentaciones en el que Israel había sucumbido en el desierto. Solo después de vencer será emplazado también Jesús a la prueba definitiva en un “tiempo oportuno”, y allí, levantado sobre el candelero de la cruz, atraerá a todos hacia sí, y cuantos lo miren, invocándolo como Señor, quedarán salvados. Como dice la Escritura: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará”.

Todo el combate cuaresmal y la ascesis cristiana en general están en función de revitalizar la acción de nuestro espíritu frente a la insolencia de nuestra carne, de forma que la persona asuma con éxito el combate al que es sometida. Los Evangelios lo resumen en el afrontado por Cristo en el desierto, del que afirma Dostoievski: “En aquellas tres tentaciones está compendiada y descrita toda la historia ulterior de la humanidad, y en ellas se nos muestran las tres imágenes a las cuales se reducen todas las indisolubles contradicciones históricas de la naturaleza humana sobre la tierra: sensualidad, voluntad de poder y orgullo de superar la condición mortal. Los tres impulsos más fuertes de la multitud humana, las tres chispas que encienden continuamente la carne y el espíritu”.

También nosotros, en la Eucaristía, ofrecemos a Dios, unidos a Cristo que se ofrece al Padre por nosotros, lo mejor que hemos recibido de sus manos: la fe y su propio Hijo, para que se digne aceptar en él nuestra vida, ofrecida por los hermanos y por el Evangelio, para la vida del mundo.  

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado después de Ceniza

Sábado después de Ceniza

Is 58, 9-14; Lc 5, 27-32

Queridos hermanos:

El Evangelio nos presenta la vocación de Mateo y nos da el sentido de la misión del Señor: buscar y llamar a los pecadores a que se conviertan para que vivan. La misericordia de Dios se acerca constantemente a los pecadores para buscar su salvación, arrancándolos de la esclavitud de los ídolos y de la enfermedad por la que la muerte del pecado los consume y los empuja al abismo, y para incorporarlos al reino de Dios mediante el anuncio de la Buena Nueva que les trae la salud. El Señor llama a Mateo desde una realidad de pecado concreta, que es el dinero; por eso, tiene una conexión especial con Zaqueo, aunque llamado al gran ministerio del apostolado.

Mientras Cristo se acerca a los pecadores, los fariseos se escandalizan. Si el acercarse Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, esta es la causa del escándalo farisaico. ¿De qué sirve a los fariseos pecar menos si eso no los lleva al amor y la misericordia, en definitiva, a Dios? Ser cristiano es amar y no solo no pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para nosotros o nos excluimos de la salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio? Pensémoslo bien, porque ahora es el día de la salvación.

La palabra nos habla del amor de Dios como misericordia; amor entrañable, maternal, que no solo cura, como hemos escuchado en el evangelio, sino que regenera la vida, que es recreador. No por casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz en que se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia, comprobaremos que todas están en este contexto: “este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida”. También a Nicodemo le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios.»

Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de progreso en el amor, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de partida de este camino es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que, reconociéndonos pecadores, testificamos el amor de Dios en nosotros.

Se trata, por tanto, de un amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los Gálatas, que le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo, por tanto, profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, “sin desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada”, como dice Oseas. Solo un amor persistente, como la lluvia que empapa la tierra, lleva consigo la fecundidad que produce fruto, y que en Abrahán se hace vida más fuerte que la muerte, en la fe y en la esperanza; y pacto eterno de bendición universal.

La Misericordia de Dios se ha encarnado en Jesucristo y ha brotado de las entrañas de la Vida por la acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica, perdona y salva.  

Que así sea.

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Viernes después de Ceniza

Viernes después de Ceniza

(Is 58, 1-9; Mt 9, 14-15)

Queridos hermanos:

En este comienzo de la Cuaresma, el ayuno se sitúa en el contexto de la preparación a la Pascua, como una de las actitudes que favorecen nuestra apertura a la gracia del Señor, haciendo memorial de su salvación, como hacemos constantemente en la eucaristía. Estas fechas adquieren una solemnidad especial, acentuando nuestras ansias de que el Señor regrese y nos lleve con él, consumando así el amor que ha encendido en nuestro corazón, y por el que nos unimos al clamor de los primeros discípulos: ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino! ¡Ven, Señor Jesús! Por eso en el Evangelio, mientras el Señor está con sus discípulos, quedan sin sentido este grito, estas ansias y esta espera, y cuanto nos impulsa a ellos.

Como ocurre con tantas otras realidades, Cristo parece relativizar el ayuno, o mejor, centrarlo en su significado más profundo, muchas veces alejado del que le atribuimos comúnmente, sin hacer un fin de lo que es solo un medio. San Juan Crisóstomo ni siquiera lo menciona como uno de los caminos de la penitencia. Mi famoso profesor de cristología, Jean Galot, afirmaba que Cristo nunca ayunó. El mismo San Pablo dice de aquellos judíos tan preocupados por el ayuno: “su dios es el vientre” (Flp 3, 19).

Si ayunar es un auxilio eficaz contra la fragilidad de la carne, tan sujeta a la concupiscencia y a sus tendencias, no olvidemos que la Iglesia lo proscribe durante el tiempo pascual junto con otras manifestaciones de penitencia. Predomina, claro está, la vivencia pascual, que en los fieles debe ser intensa, con gran cercanía del corazón al amor de Dios, en la presencia del esposo y en su banquete de bodas. ¿Cómo abajarse ante Dios el día de nuestra elevación al Paraíso, el día en que es restaurada nuestra dignidad humana y agraciada con la filiación divina?

Quizá la práctica del ayuno, como ocurre con otras realidades de la piedad o la ascesis, adquiere valor por su relación con el amor, tantas veces sometido a la carne. Comer, o privarse de alimento, de sueño o de otros bienes, puede ser axiológicamente significativo, en la medida en que contribuyan a orientar el “corazón humano” hacia su fin último: “conversio a Deo, aversio ad creaturam”, pero cuando se vive en la posesión no tiene sentido la esperanza ni los medios necesarios para excitarla. Recordemos aquellas palabras del profeta (Is 58, 6-7): “El ayuno que yo quiero es este” … siempre ligado al amor y la justicia.

Isaías llama a la interiorización del culto y de la relación con Dios, que siempre deben implicar el corazón. Dios es Amor, y así quiere que sea nuestra relación con él, y también con los demás: Justicia y Caridad. Sin esto, los ritos quedan vacíos de contenido y sin valor trascendente alguno. Para dar a Dios la prioridad absoluta que le corresponde en nuestra vida, la práctica del ayuno debe hacerse solo en su presencia, como negación de uno mismo que abaje nuestro yo ante el Yo de Dios, y no solo desde el reconocimiento de su señorío, sino sobre todo, desde el agradecimiento de su amor, santidad, misericordia, belleza, verdad y bondad infinitas.

Los discípulos de Juan deben comprender que su ayuno de expectación del Reino y del Mesías se desvanece con la presencia de Cristo. El Reino de Dios ha llegado y ahora es el tiempo de arrebatarlo. La relación esponsal de Dios con su pueblo es asumida por Cristo, y el pueblo debe acoger la invitación a bodas del amado que llama a la puerta. Cuando el esposo está, no es necesario hacerlo presente por el deseo con el ayuno. La fuerza de la novedad del Reino necesita la renovación que trae la conversión.

Por otro lado, los santos son los más esforzados en la ascesis y la penitencia, porque su mayor cercanía a la luz y la santidad de Dios les ilumina con más fuerza su mísera condición y su necesidad de ser fieles a su gracia.

Hoy, la esposa que escucha su voz debe despabilarse y abrir la puerta antes que haya pasado el esposo. Abrir la puerta al amor es: Caminar hacia el otro, saliendo de la propia complacencia; como en la vigilancia, amar debe ser el motivo del verdadero ayuno que lleva a buscar al esposo, posponiendo la satisfacción de la carne; más que privarse de comer, se trata de saciarse de amar, saliendo al encuentro de Cristo. “Misericordia quiero y no sacrificios”, dice el Señor; “yo quiero amor, conocimiento de Dios”.       

Que así sea en nosotros.

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Jueves después de Ceniza

Jueves después de Ceniza 

(Dt 30, 15-20; Lc 9, 22-25)

Queridos hermanos:

Detrás de esta palabra está la invitación al seguimiento de Cristo, al amor, que no puede ser objeto de constricción sino de aceptación libre y responsable, como corresponde a la condición del ser persona humana. El amor es siempre una entrega, que cuando se refiere a Dios implica la fe y no admite términos medios: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Cristo se encamina a la Resurrección pasando por la cruz, como puerta gloriosa de la vida eterna, que implica la negación de sí mismo en el sufrimiento propio del amor. Resistirse al amor es frustrar la propia vida, porque sólo el amor que se une a Cristo en su inmolación por el mundo trasciende esta vida para alcanzar la eternidad divina.

Igual que Adán y Eva, que puestos en el Paraíso tuvieron que elegir entre el camino de la vida y el de la muerte sin remedio, porque habían sido creados para el amor, libres; así el pueblo en el desierto, y también nosotros, creados por amor y para amar.

Elige la vida, decía la primera lectura (Dt 30, 15-20), pero la vida perdurable es Dios, que se nos ha manifestado accesible en Cristo resucitado, y por eso Jesús dice: “el que pierda su vida por mí, la salvará para una vida eterna”. Cristo es el Camino y la Verdad y la Vida, por eso, seguirle a él es elegir la Vida, y dejarlo por guardar la propia vida, es elegir la muerte inherente a la naturaleza humana caída. Al hombre viejo, sus concupiscencias y pecados lo llevan a la muerte. El hombre nuevo se recibe en el seguimiento de Cristo, con lo que tiene de auto negación, de cruz y de auto inmolación, como consecuencia o fruto del Espíritu derramado sobre el discípulo, y es causa de salvación y testimonio de vida eterna. El que sigue a Cristo hasta el fin, perseverando y permaneciendo en su amor, lo alcanza. Querer guardarse a sí mismo, en cambio, es cerrarse a la vida nueva que trae el Evangelio, persistiendo en la muerte por la incredulidad.

Cristo tiene un camino que recorrer en este mundo, que lo lleva al Padre a través de la cruz, entregando su vida no por sí mismo, sino por nuestra salvación, según la voluntad de Dios, para recobrarla gloriosa y llevarnos con él a la vida eterna y a la comunión con Dios. A esta meta y a este camino ha venido Cristo a invitarnos. Él ha venido hasta nosotros tomando sobre sí el yugo de nuestra carne para realizar su misión, y nos llama a uncirnos con él, como semejantes (2Co 6, 14; Dt 22, 10), bajo su yugo suave y su carga ligera, para trabajar juntos en la regeneración de los hombres. También como Él, nosotros hemos recibido una cruz que llevar, de manera que, negándonos a nosotros mismos en la donación de nuestra vida, encontremos una eterna. 

Nosotros somos llamados en este itinerario cuaresmal a la fe y al seguimiento de Cristo, que va delante de nosotros señalándonos el camino y mostrándonos la meta; el camino pasa por la cruz, pero la meta es la resurrección y la vida eterna, como ha dicho la primera lectura. La fe reputa la justicia y engendra obras de vida eterna y de salvación en nosotros: “El que come mi carne tiene vida eterna”. A esa vida nos introduce la Eucaristía, si nuestro amén se hace vida nuestra.

            Que así sea.

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Miércoles de Ceniza

Miércoles de Ceniza

(Jl 2, 12-18; 2Co 5, 20-6,2; Mt 6, 1-6.16-18)

Queridos hermanos:

¡La Cuaresma ha llegado, la Pascua está cerca! En este pórtico de la Cuaresma, como preparación a la Pascua, la liturgia nos invita a mirar al interior de nuestro corazón para prepararlo para el encuentro pascual con el Señor en la humildad, purificándolo de todo apego desordenado a uno mismo y a las criaturas, y disponiéndolo al amor del Señor y a la misericordia. Más importante que las penitencias y que nuestra pureza es la santidad de la Pascua, a la que nos disponemos; lo importante es que nuestro encuentro con el Señor sea profundo y no superficial y vano en el día de nuestra Redención.

Por eso, la preparación tiene el triple camino del que habla el Evangelio: entrar en nuestro interior, ayudados por el ayuno, y así disponer el corazón a la justicia, con la doble dimensión del amor: hacia Dios mediante la oración, y hacia los hermanos mediante la limosna.

La ceniza resume, en un signo, la actitud de humildad, que, reconociendo la propia precariedad, se abre a la misericordia de Dios, acogiendo el Evangelio. Como decía san Juan de Ávila: el pequeño fuego de amor (encendido en nosotros por el Señor), cuidemos que no se apague, cubriéndolo con la ceniza de la humildad para mantenerlo vivo. Echémosle cada día leña de buenas obras para avivarlo, sin perder tiempo.

La palabra de este día nos presenta los caminos de la conversión al amor de Dios y de los hermanos, que comienzan negándonos a nosotros mismos, para vaciarnos de nuestro yo.

Nuestra mirada se abre a la Pascua y nuestra vida se proyecta a la bienaventuranza celeste, consumación de nuestra gozosa esperanza de comunión. Los israelitas en Egipto celebraron el paso del Señor y con él hicieron Pascua de la esclavitud a la libertad; comenzaba para ellos el desasimiento de los ídolos para preparar sus esponsales con el Señor. Su alianza con Dios los constituía en pueblo de su propiedad y estrechaba los lazos que los unían entre sí en una fe común. Cristo realizó su Pascua al Padre a través de la cruz, arrastrando consigo un pueblo sacado de la esclavitud del pecado y unido por la comunión en un solo Espíritu. Nosotros somos llamados a unirnos a Cristo en su pueblo, mientras caminamos a nuestra Pascua definitiva, de Pascua en Pascua.

¡Conviértete y cree en el Evangelio! ¡Polvo eres, y en polvo se convertirá tu cuerpo en espera de la Resurrección!  

             Que así sea.

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Martes 8º del TO

Martes 8º del TO

(Mc 10, 28-31)

Queridos hermanos:

Lo que para el mundo es importante, en el reino de los cielos es añadidura, como dice el Señor: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”. Seguir a Cristo implica siempre una renuncia, un negarse, una persecución por el Reino, en proporción a la llamada y a la misión. Hay que posponerlo todo y, en ocasiones, prescindir de lo que es pasajero por lo definitivo, confiando en la palabra de Dios, que no defrauda, cambiando el uno que somos por el ciento que es Cristo.

Todo cuanto somos y poseemos es don de Dios. Seguir a Cristo supone dejar lo que somos y lo que poseemos, confiando en su providencia y aceptando su voluntad amorosa, por la que fuimos creados, y para lo que somos llamados en función del mundo, de forma que se realice en nosotros lo que Dios quiere para todos, dándonos a su propio Hijo.

El Señor sabe lo que necesitamos también para este mundo, y su generosidad es inigualable. Si provee para nosotros su Espíritu y una vida eterna, ¿cómo no va a proveer todo lo demás? Solo una cosa debemos aceptar como discípulos, y que Él ya ha asumido, como maestro, en grado sumo: la persecución y la cruz de cada día que caracterizan la vida misma y la misión, porque: “Cada día tiene bastante con su propio mal”, hasta que llegue el día aquel en que serán enjugadas para siempre las lágrimas de todos los rostros.

Pedro quiere saber en qué consistirá eso que Jesús llama vida eterna, y habla del “todo” al que han renunciado, sin comprender que su misma renuncia es ya parte del don recibido con la cercanía y la llamada, y que además se recibe la gracia necesaria para llevar adelante la renuncia. El premio es Cristo mismo, a quien su recompensa lo precede. Ahora son libres, con la libertad de los hijos de Dios, que han recibido por la fe, y han sido rescatados de sus esclavitudes; han recibido el perdón de los pecados y han heredado la promesa hecha a Abrahán. El Señor viene presto y trae consigo su salario.

Acojamos a Cristo en la eucaristía, y unámonos a él en un mismo espíritu, que, con su cuerpo y su sangre, nos da vida eterna. 

Que así sea.

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Lunes 8º del TO

Lunes 8ª del TO

Mc 10, 17-27.

Queridos hermanos

Jesús habla del Reino de los Cielos, y los Apóstoles entienden salvación. Ambas realidades, el Reino de los Cielos y la salvación, son experimentables ya aquí mediante el encuentro con Cristo por la fe. “El Reino de los Cielos ha llegado”, y con él la salvación, porque “todo es posible para Dios”. Ahora, encontrarse con Cristo por la fe es encontrarse con Dios.

La pregunta del rico se presta a todo un razonamiento filosófico y teológico, porque tanto en Marcos como en Lucas se habla de “herencia”, lo que implica la muerte del testador. Si, además, lo que se pretende heredar es la vida eterna, podemos deducir que el propietario de la vida eterna debe morir, lo que parece una contradicción, a menos que entremos en un discurso teológico en el que Dios debe morir para que nosotros tengamos vida, que es lo que nos revela el Evangelio a través de la Encarnación y la muerte redentora del Hijo de Dios en Jesucristo. En este caso, tiene sentido hablar de herencia sin correspondencia alguna con las acciones del heredero, que debe tan solo aceptar el don recibido gratuitamente.

Jesús no quiere entrar en razonamientos, y su respuesta inmediata a la pregunta del “rico” es decirle: ¿Por qué me preguntas lo que la Escritura afirma con tanta claridad?: “Escucha, Israel: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y vivirás”. Jesús le habla de los mandamientos, porque toda la Ley y los profetas, y, por tanto, los mandamientos, penden de este amor. Una cosa le falta a quien pretende haber cumplido los mandamientos del amor al prójimo: amar a Dios sobre todas las cosas. El que ama así, los cumple, y es de ese amor del que proviene la salvación. Pero el que pretende compartir su amor a Dios con el que tiene a sus bienes deprecia a Dios y se “ama” más a sí mismo, equivocada y carnalmente. Por eso los apóstoles dudan de la posibilidad de salvarse, y Jesús mismo les confirma que ese amor no es posible a los hombres con sus solas fuerzas. Solo el conocimiento (amor) trinitario de Dios: Padre, Espíritu y Verdad, lo puede dar, entendiendo por conocimiento la experiencia de su vida divina, de su amor, de su espíritu y de su gracia.

 Lo mismo podemos deducir del pasaje del Evangelio según San Lucas, que habla de un rey que, con diez mil, quiere enfrentarse al que viene contra él con el doble de fuerzas (cf. Lc 14, 31). Es necesario discernir la propia impotencia para buscar ayuda en Dios con todo nuestro ser, porque “todo es posible para Dios”.

El llamado “joven” rico se ha encontrado con un “maestro bueno” y quiere obtener de él la certeza de la vida eterna, que su seudo cumplimiento de la Ley no le ha dado. Cristo le pregunta qué tan maestro y qué tan bueno le considera, ya que solo Dios es el maestro bueno, que puede darle no solo una respuesta adecuada, sino alcanzarle lo que desea. Sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes, pero su tristeza procedía de que su presunto amor a Dios era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle obedeciendo su palabra. Le fue imposible encontrar el tesoro escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues, de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: amar a Dios más que a sus bienes.

Es curioso, además, que en Marcos y Lucas el rico hable de “herencia”, como si esperase alcanzar la vida eterna con el mismo esfuerzo con el que se obtienen los bienes en herencia, es decir, sin ningún esfuerzo. Si vemos el desenlace del encuentro, podemos suponer que fue así, ya que no estuvo dispuesto a vender sus bienes. Según Mateo, parecía dispuesto a hacer algo para alcanzar la Vida, pero no fue así. Jesús parece decirle al rico: Has heredado muchos bienes y quieres asegurarlos para siempre, pero en el cielo esos bienes no tienen ningún valor si no son salados aquí por la limosna. La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; hazte discípulo del “maestro bueno”; cree y llegarás a amar a tus enemigos, y entonces “serás hijo del Padre celeste” y tendrás derecho a la herencia de la vida eterna propia de los hijos.

En nosotros habita la muerte a consecuencia del pecado, pero Cristo la ha vencido para nosotros. Aquella parte de nosotros que abrimos a Cristo es redimida por él y transformada en vida, y aquella que nos reservamos permanece sin redimir y en la muerte. Si nuestro ser, en la Escritura, es designado como: corazón, alma y fuerzas, solo abriéndolo a Dios completamente nos abriremos a la vida eterna. Hay que amar a Dios con todas las tendencias del corazón, con toda la existencia y por encima de toda criatura, para alcanzar en él la Vida.

        Una cosa le faltaba ciertamente al rico seudo cumplidor de la Ley: acoger la gracia que abre el corazón y las puertas del Reino de Dios y da la certeza de la “vida eterna que se nos manifestó”; vida eterna que contemplamos en el rostro de Cristo, y de la que tenemos experiencia por su cuerpo y su sangre, pues “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”. Pero la carne de Cristo es su entrega por todos los hombres, y su sangre es la oblación que se derrama para el perdón de los pecados. Así pues, nos hacemos uno con la carne de Cristo y con su sangre cuando, consecuentemente, nuestra vida se hace entrega en Cristo por los hombres; cuando nos negamos a nosotros mismos, tomamos la cruz y lo seguimos, pues dice el Señor: “Donde yo esté, allí estará también mi servidor”. “Yo le resucitaré el último día” para incorporarlo a la vida eterna de Dios.  

         Que así sea.

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