Martes 4º de Cuaresma

Martes 4º de Cuaresma

Ez 47, 1-9.12; Jn 5, 1 –3. 5 – 16

Queridos hermanos:

La palabra de hoy, en este itinerario cuaresmal, nos presenta el agua, figura del bautismo que purifica y salva perdonando los pecados, y el día del sábado como tiempo propicio para la acción ininterrumpida de la misericordia divina.

El hombre enfermo de la piscina hace presente a la generación incrédula y pecadora del desierto, y, como ella, ha pasado treinta y ocho años esperando ser purificado. El mismo tiempo tuvo que esperar Israel en el desierto, desde Cades Barnea hasta completar su purificación, pasando por las aguas del torrente Zéred (cf. Dt 2, 14), una vez extinguida la generación incrédula al Señor. San Agustín dice que, si 40 es signo de curación, de plenitud, el 38, siendo incompleto, lo es de la enfermedad en vías de curación. En definitiva, indica la necesidad de purificación y, por tanto, de la salvación que trae Cristo.

La misericordia y el poder del Señor han hecho reconocer al paralítico la autoridad de Cristo para mandarle arrastrar la camilla en sábado. Esa misma autoridad le debe servir para creer y dejar de pecar en obediencia a su potente Salvador, que le ha liberado gratuitamente de un gran mal, por puro amor, previniéndole de un mal peor que treinta y ocho años de parálisis, como consecuencia del pecado. Esto lo experimentó la generación incrédula en el desierto, viéndose privada de entrar en la Tierra Prometida. No será ya el agua, sino la fe en Cristo, la que, con la curación, le alcanzará la salvación.

Jesús, curando en sábado, está en sintonía con el espíritu del sábado, que Dios ha hecho para la salud del hombre y no para su propia complacencia. Está en el espíritu del sábado el alegrarse por la salvación de Dios. La transgresión del sábado, en cambio, está en buscar provecho en la acción del hombre sin confiar en Dios. La falta de profundidad en el juicio sobre el sábado esconde, en el fondo, un juicio a Dios, quien con el precepto buscaría sólo la sumisión del hombre y no su bien al acercar su corazón a Él. En cambio, la libertad frente al precepto está motivada por el “conocimiento” de Dios, que es amor siempre y sin segundas intenciones: “Misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos”. Ama y haz lo que quieras, decía San Agustín parafraseando a Tácito. En sábado, la actividad del amor, como la del gobierno del universo, no se interrumpe ni en el Padre ni en el Hijo: “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo”.

El legalismo encierra siempre una falsa concepción de Dios, que puede llegar a ser idolatría y hasta mala fe.

Que la Eucaristía nos introduzca y nos haga madurar constantemente en el amor del Señor, y nos permita así profundizar en el discernimiento.            

Así sea.

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Lunes 4º de Cuaresma

Lunes 4º de Cuaresma

Is 65, 17-21; Jn 4, 43-54

Queridos hermanos:

Una palabra sobre la fe de un cortesano, a quien, en principio, interesa sobre todo una curación, y que recurre a la fama de Cristo con la esperanza de una fe muy humana, puramente terrena. El Señor pone a prueba esa fe, dándole una palabra en la que apoyarse antes de ver el fruto. En cierto sentido, recuerda a la de Tomás, quien necesita ver y tocar, no tanto para creer en Cristo, puesto que era uno de los que había perseverado con Él en sus pruebas, sino para aceptar el hecho de no haber tenido la gracia de verle resucitado, como los demás. Por eso Cristo mismo se le mostrará y, más que reprender su incredulidad, elogiará la fe de la mayoría, que deberá basarse en el testimonio de los discípulos, prescindiendo de la gracia particular de verle, como es nuestro caso: “Dichosos los que sin ver creerán”.

El Señor no se resiste a tener compasión de quien le suplica; no tiene ningún problema en curar al hijo del funcionario, pero sí le importa mucho suscitar en él la salvación que proviene de la fe y no de los sentidos. Por eso, cuando aparece la fe, no retarda la curación. Generalmente, es Dios mismo quien, a través de cualquier precariedad, atraerá al hombre a Cristo, como en este caso, a través de la enfermedad del hijo, para llamarle a la fe. Condiciona la curación a la fe en una palabra suya, fe que será confirmada y se propagará después de la curación a toda su casa. Este fue el fruto que Cristo buscaba al curar al hijo de aquel hombre, y mientras él creyó por la palabra, su familia creyó por su testimonio, confirmando el prodigio.

También nosotros somos llamados a creer por el testimonio de la Iglesia, sacramento de Cristo, a través de sus enviados, y sobre todo a través de la Palabra que ellos nos han transmitido. Como aquel hombre, hemos recibido una palabra que lleva consigo una promesa de vida, como decía la primera lectura, y, como él, nos hemos puesto en camino hacia su cumplimiento. De nosotros depende alcanzarlo guardando la palabra como si de una semilla se tratase, porque, como dice la Escritura: “El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma”.

La Eucaristía es también una semilla sembrada que somos invitados a acoger, con una promesa de vida eterna que fructifica en quienes la reciben con fe.    

           Que así sea.

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Domingo 4º de Cuaresma C (Laetare)

Domingo 4º de Cuaresma C (Laetare)

Jos 5, 9a.10-12; 2Co 5, 17-21; Lc 15, 1-3.11-32

Queridos hermanos:

El hombre subyugado por el mal cae en la esclavitud y se hunde en la mayor miseria y en el oprobio de los ídolos. Esta es la realidad del hijo menor de la parábola, y también de Israel en Egipto. Dios, en su amor y en su bondad, solo quiere su bien y los llama a la unión filial con Él. Acude en su ayuda y espera pacientemente a que se abran a su gracia. No hay alegría mayor para quien ama que la del bien del ser amado. Pero no hay bien mayor que amar a Dios, y es por eso por lo que Él quiere ser correspondido. “Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos”. No obstante, el amor no puede imponerse y espera activa y ansiosamente que el ser amado se vuelva al que lo ama. Esta es la actitud de Jesús ante publicanos y pecadores, y trata de explicarla a los letrados y fariseos que se escandalizan por su actitud misericordiosa.

Dios actúa en Egipto con poder en favor de su pueblo, mostrando sus designios de paz y esperando que Israel vuelva su corazón a Él, para librarlo no solo de la esclavitud al faraón, sino del oprobio de su idolatría. Muchos fueron los que físicamente salieron de Egipto, pero murieron en el desierto porque sus corazones no dejaron los ídolos para volverse a Dios. Solo una nueva generación llegó a pisar la tierra de la libertad y disfrutó los frutos de la Pascua. Lo viejo había pasado y lo nuevo había llegado. Josué, circuncidando a este pueblo joven, de cuarenta años para abajo, los une a la alianza con Dios, quitando así de su carne el oprobio de Egipto. Este es el sentido de la Pascua para Israel, y que descubre el hijo pródigo: Dios que acude a librarlos del oprobio de los ídolos; de su vieja condición de esclavitud. Cristo ha realizado en su propia carne nuestra liberación espiritual del faraón, pero a nosotros nos toca acogerla en el tiempo favorable para que entremos en el descanso de su Pascua.

El Evangelio nos muestra qué es lo que puede movernos interiormente a ponernos en camino hacia la casa del Padre: hacer presente el amor con el que el Padre nos amó siempre, y cuyo primer testimonio es nuestra misma existencia. El hijo menor vino a darse cuenta de lo que había perdido, de lo que siempre había tenido, cuando se alejó de la casa paterna y conoció el oprobio de los ídolos. No existe un terreno de nadie, de “no alineados”: alejarse del Amor lleva consigo introducirse en el dominio de los demonios, simbolizados en el Evangelio por los cerdos. El hijo menor no necesita que se le anuncie el amor del Padre porque lo ha descubierto “entrando en sí mismo”, como experiencia, en su corazón, aunque haya quedado obnubilado por la concupiscencia, como apariencia de felicidad que engañosamente ofrecen los ídolos y el pecado. Solo necesita la gracia que le haga “entrar en sí mismo” para comparar la vida en la casa de su Padre con aquella que ha conocido con su alejamiento del amor: algarrobas, pestilencias y excrementos.

En el origen de toda existencia está siempre el amor gratuito de Dios que, amándonos, nos da el ser. Sin embargo, este ha quedado oscurecido por el pecado y viene a la luz mediante el anuncio del Kerigma o por los acontecimientos de los que se vale la gracia para iluminar las tinieblas del corazón humano, como en el caso del hijo “pródigo”. También en su conversión, la iniciativa es de Dios que le asiste con su gracia para ponerlo en camino a la Pascua. 

En el hijo mayor, en cambio, este amor permanece oculto bajo la autocomplacencia del cumplimiento, y al no discernir el amor continuo y gratuito del Padre, no ve gestarse en su corazón ni la gratitud, ni el amor por el hermano, ni la compasión por su extravío. Su actitud está entre lo servil del temor y lo interesado del mercenario. Para el hermano mayor, la felicidad no está en el amor porque no lo ha sabido reconocer en su padre. De hecho, una vez se ha conocido el amor, la felicidad está en amar, y no en ser amado. Que lo digan, si no, tantos infelices a los que Dios ciertamente ama y tantos que se han alejado tristes de su encuentro con el Señor como el llamado “joven rico”. Así les ocurre a los escribas y fariseos del Evangelio a quienes Cristo instará a que aprendan aquello de: “¡Misericordia quiero!”

San Pablo, en la segunda lectura, nos exhorta a reconocer el amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, reconciliándonos con Dios, para que este amor haga brotar en nosotros la vida nueva en el amor del Padre que acoge también a los pecadores.      

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 3º de Cuaresma

Sábado 3º de Cuaresma

Os 6, 1-6; Lc 18, 9-14

Queridos hermanos:

Acudir a la misericordia de Dios con nuestra propia misericordia y humildad son las condiciones necesarias para ser escuchados, habiendo sido nosotros alcanzados por la gratuidad de su amor. “Misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos.”

Al publicano y a cualquier pecador les basta la humildad de reconocerse pecadores y pedir misericordia para ser justificados por el Señor. “El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.”

Que un publicano vaya al templo y rece a Dios es consecuencia de una gracia, no solo de su humildad o de su fe en la misericordia divina que justifica al malvado: “Creyó Abrahán en Dios y le fue reputado como justicia”, al acoger la gracia de su llamada.

La sede de la justicia verdadera está en “un corazón contrito y humillado”, y Dios la conoce porque el Señor escruta los corazones. Es Él quien justifica al hombre concebido en la culpa, al pecador que lo invoca con el corazón abatido.

El fariseo se cree justo, pero el justo no desprecia a nadie porque sabe que su justificación le viene de Dios y la humildad lo acompaña. La justificación, siendo un don gratuito del amor de Dios al que cree, produce en el justificado amor a Dios y esperanza en el cumplimiento de su promesa. Este siente la necesidad de la unión con Dios y lo busca a través de la oración.

El fariseo de la parábola da gracias a Dios, pero, olvidando su condición pecadora y el origen gratuito de sus obras, se glorifica a sí mismo, robando su gloria a Dios y despreciando además al pecador. “Será humillado.”

Dejar de reconocer los propios pecados lleva consigo el alejamiento del amor y de la gratitud, precipitándose así en la ciénaga del juicio, que se vuelve contra sí mismo.

Para san Pablo, la justificación es fruto de la fe que procede de Dios y no de los propios méritos. Ser justo consiste en mantenerse en el don recibido por la fe hasta alcanzar la fidelidad que obra por la caridad. Hay que permanecer en el don y perseverar en la gracia hasta alcanzar la fecundidad de la caridad: “Permaneced en mi amor”; y “el que persevere hasta el fin se salvará.”

Unámonos a Cristo en la Eucaristía y compartamos con los hermanos lo que recibimos en ella.    

           Que así sea.

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Viernes 3º de Cuaresma

Viernes 3º de Cuaresma

Os 14, 2-10; Mc 12, 28-34

Queridos hermanos:

La palabra de hoy nos sitúa ante el amor misericordioso de Dios, que se hace camino de vida eterna y nos conduce, mediante la conversión, al Reino de Dios. El Reino de Dios es el amor que Cristo ha venido a infundir en el corazón del hombre, por el Espíritu, mediante la fe en Él.

Dios depositó su amor en nosotros al crearnos, y el amor engendra amor; pero el pecado lo rechazó, sacando a Dios de nuestro corazón y dejándonos un vacío insaciable que deseamos llenar con el amor por las criaturas, encerrándonos e incapacitándonos para amar a alguien por encima de nosotros mismos. Pero el buscar ser amados no sacia. Sólo sacia el sabernos amados por Dios, que no ha dejado de amarnos moviéndonos al amor.

El Levítico, partiendo de esta realidad, nos muestra al prójimo como el camino para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor. Así Cristo, como hemos escuchado en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí la vida feliz y el camino indicado por la Ley, que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino: “No estás lejos del Reino de Dios”. El escriba, que llama a Cristo Maestro, de corazón, está cerca de la fe; sólo necesita llegar a la confesión de Cristo como Señor por gracia del Espíritu Santo. Sólo en el amor cristiano, la vida feliz trasciende la muerte y salta a la vida eterna. Del amar como a sí mismo, se pasa al amar como Cristo. Cristo ha venido a darnos el conocimiento y la posesión de su amor, para poder amar como Él nos ama.

En efecto, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, con un amor nuevo dado al hombre, en virtud de la Redención; de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del hombre. El amor con el que Cristo se ha entregado a nosotros: “Como yo os he amado”. Este será, pues, el mandamiento del Reino; el mandamiento nuevo, el mandamiento de Cristo, al que el escriba del Evangelio es invitado a adentrarse mediante la fe en Él: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.

Amar es tener a Dios en nosotros, porque Dios es amor. En efecto, dice san Juan que: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero”.

Una vez más, el amor cristiano no consiste en que nosotros hayamos amado a Cristo, sino en que Cristo nos amó primero. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de Cristo: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor cristiano no es otro ni diferente del amor con el que el Padre amó a Cristo desde siempre y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano es, por tanto, signo y testimonio del amor de Dios en el mundo. A esta misión hemos sido llamados en Cristo, porque, como dice la profecía de Oseas: “Yo quiero amor; conocimiento de Dios”.

Nosotros pensamos estar en el Reino, pero es el amor el que debe testificarlo con las obras de nuestra fe: amor a Dios cumpliendo sus mandamientos y amor al hermano; tener el Espíritu Santo. Por este amor nos negamos a nosotros mismos para entregarnos, en la integridad de nuestro ser, a Dios con todo el corazón, mente y fuerzas, y al prójimo con el amor de Cristo.  

             Que así sea.

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Jueves 3º de Cuaresma

Jueves 3ª Cuaresma

Jer 7, 23-28; Lc 11, 14-23

Queridos hermanos:

Ante Cristo, toda la realidad se divide en dos: o con Cristo o contra Él. Frente a la realidad del mundo sometido a la muerte por el pecado, la vida de Dios se ofrece gratuitamente al hombre por medio de Cristo, quien nos rescata por su cruz. Solo Cristo puede redimir a la humanidad de su separación de Dios, por lo que ignorar a Cristo equivale a permanecer en la muerte del pecado y en la esclavitud al diablo.

Existimos porque hemos sido amados por Dios; Su amor nos ha pensado, amado y creado, y es la causa, el motivo y la finalidad de nuestra existencia, de nuestro ser. Sin embargo, el amor requiere libertad. Cristo ha sido enviado por el Padre a una humanidad sometida a la muerte por el pecado, fruto de su libertad, para salvarla, conduciéndola de nuevo a la comunión con Él por medio del Evangelio.

Quien se queja de la radicalidad del Evangelio es siempre el “tibio”, del que dice el Señor que será vomitado de su boca. 

Esta palabra nos habla de la incredulidad de los judíos y del Espíritu de Cristo, que no ha venido a juzgar, sino a perdonar y salvar. En este evangelio, los judíos acusan al Señor de estar endemoniado por su autoridad contra los demonios, haciendo estéril la gracia y la salvación de Dios en ellos. Su ceguera les impide reconocer al Espíritu, a quien llamamos: “Dedo de la diestra del Padre”, ya que, por Él, Dios hace sus obras, de forma semejante a como también el hombre se vale de sus manos para realizar las suyas. Así, la dureza de su corazón les hace rechazar a Dios, atribuyendo sus obras al diablo. Este es el verdadero pecado contra el Espíritu.

Si lo propio del demonio es la maldad y no la curación, ¿cómo va a dedicarse a hacer el bien y a curar, librando a los hombres de su poder? ¿También el poder de curar de mis discípulos y de vuestros hermanos e hijos es diabólico? Pues, si no lo es, ellos os juzgarán por vuestra incredulidad y falsedad.

Pidamos discernimiento; no sea que nuestros juicios se vuelvan contra nosotros y nos condenemos por no haber acogido la salvación gratuita que Dios nos ofrece.

Solo quien es más fuerte que el diablo puede expulsarlo y despojarlo de su botín. Su fuerza resalta nuestra debilidad, pero es insignificante frente a la fuerza de Dios, que actúa en Cristo. Curando y expulsando demonios, Cristo hace patente Su poder de vencer a Satanás.

Rechazar a Cristo es unirse a Satanás y hacerse cómplice de su obra destructora. Con relación a la fe no hay vía intermedia; los “no alineados”, como se decía en tiempos de la Guerra Fría, son también una falacia en la vida espiritual. La Escritura habla solo de dos caminos: la muerte y la vida. Elige la vida para que vivas.

Por eso respondemos “Amén” a la entrega de Cristo cuando celebramos la Eucaristía, comiendo Su carne para tener vida eterna.

           Que así sea.

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Miércoles 3º de Cuaresma

Miércoles 3º de Cuaresma

Dt 4, 1.5-9; Mt 5, 17-19

Queridos hermanos:

Dios, que es amor, ha querido guiar a su pueblo por caminos de vida. Lo ha sacado de la esclavitud de Egipto y le ha entregado la ley: “Haz esto y vivirás”. Ante la imposibilidad de cumplirla, Dios, por medio de Jeremías, ha anunciado una nueva alianza, que escribirá la ley en el corazón de los fieles. Cristo ha venido a realizar esta Nueva Alianza y la ha sellado con su sangre. Ahora, por la fe en Él, la ley ya no es algo externo, sino inscrito, por el Espíritu, en el corazón, por el amor.

La ley, por tanto, es santa y se resume en el amor: amor a Dios y amor al prójimo. Cristo la ha cumplido, la ha llevado a plenitud y nos ha entregado su Espíritu para que también nosotros podamos cumplirla en el amor, pues el que ama ha cumplido la ley entera. “El que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud” (Rm 13, 8-10). Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente (Rm 10, 4). Cristo unificará la ley y sus preceptos diciendo: “Este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. “Ama y haz lo que quieras”, había dicho Tácito, y dirá también san Agustín.

La perfección de la ley necesita de la perfección del Espíritu para ser llevada a cumplimiento, porque la perfección de la ley es el amor, y el Amor es el Espíritu, que es quien lo derrama en el corazón del creyente. Cristo, encarnación de Dios, posee este Espíritu y puede darlo a quienes, por la fe, se unen a Él, ya que: “Quien se une a Cristo se hace un solo espíritu con Él”, como dice san Pablo.

Cuando nuestra fe se reduce al conocimiento de Dios recibido en la infancia, y la acción del Espíritu en nosotros es débil, lo es también nuestro amor. Así, fácilmente sucumbimos ante la tentación, por la insolencia de la carne, la seducción del mundo y la astucia del diablo. Solo cuando nuestra fe se va fortaleciendo crecen en nosotros la acción del Espíritu, el amor y el conocimiento de Dios.

A esto nos invita y nos ayuda la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, uniéndonos a Cristo y fortaleciendo nuestra caridad.         

           Que así sea.

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La Anunciación del Señor

La Anunciación del Señor

Is 7, 10-14.8, 10; Hb 10, 4-10; Lc 1, 26-38

Queridos hermanos:

La acogida del kerigma del ángel se hace Encarnación del Señor en la Virgen María; la cercanía del Señor se convierte en presencia y en unión con nuestra naturaleza mortal para hacerla resucitar en Cristo.

La liturgia nos presenta la fidelidad de Dios a sus promesas de salvación y a Jesús como el Salvador que viene a perdonar los pecados y a destruir la muerte. Viene a revelar el misterio escondido desde antiguo: la llamada universal al reino eterno prometido a David.

Todas las promesas apuntaban a Cristo, el elegido para nuestra salvación, que asumiría la virulencia del mal para destruirlo. El plan de Dios para salvar al mundo está en acto. Se ha cumplido el tiempo: el mensajero anuncia, la Virgen acoge el Evangelio y el Salvador es engendrado y concebido. La salvación revelada a Isaías es ahora anunciada por el arcángel Gabriel a María. María acepta la voluntad de Dios y recibe a Cristo.

Contemplemos hoy a María que concibe por la fe y acoge por la esperanza: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti; el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios”. Esta buena noticia se cumple también en todo el que, escuchando el anuncio, cree en el Evangelio y guarda la Palabra.

También nosotros somos evangelizados con María. Cristo debe ser engendrado en nosotros por la fe y dado a luz por nosotros mediante las obras del amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. La salvación está cercana y debemos disponernos a acogerla reconociendo el amor de Dios hacia nosotros y la fuerza de su poder, porque no hay nada imposible para Él.

 Por la unión indisoluble de Dios con la naturaleza humana, ha sido rota la cadena del pecado y ha comenzado la gracia de la regeneración de la humanidad. María es la primera redimida y santificada, “llena de gracia” desde su concepción, como le fue anunciado por Gabriel. De esta gracia nos beneficiamos todos, llamados gratuitamente a la santidad que Dios ha hecho brillar en ella y en la nueva creación de la que ella es prototipo en Cristo. En ella somos ennoblecidos con la grandeza del más bello de los hombres, con la que ha engalanado a su madre.

Como en todas las fiestas de la Virgen, en primer lugar, le dirigimos nuestra mirada para contemplar la obra del Señor en ella, y, en segundo lugar, para ver realizada la promesa que el Señor quiere llevar a cumplimiento en nosotros. En ambos casos contemplamos la gracia del Señor. Por gracia fue ella preservada del pecado y por gracia somos nosotros purificados de él. Ella, para dar a luz en la carne al que llevaba en su seno por el Espíritu; nosotros, para dar a luz en la fe al que quiso asumir nuestra carne. En María somos hoy invitados a acoger la buena noticia de nuestro rescate, a creer en el amor gratuito de Dios y a decir, con María, que se haga en nosotros su voluntad.

Hoy, la Buena Noticia del “Dios con nosotros”, concebido, gestado y dado a luz por la Virgen, que pone fin a las consecuencias del pecado, toma nombres concretos en Gabriel, Jesús, María y José: el que está delante de Dios presenta a la Virgen María lo que ha contemplado: la llena de gracia y madre del Hijo del Altísimo. María ha hallado gracia ante Dios. Jesús será grande, será santo y se le llamará Hijo de Dios.

Estas palabras nos llenan de esperanza, porque también a nosotros se nos ha hecho esta promesa de ver nacer de nosotros a Cristo, venciendo la impotencia de nuestra esterilidad. También nosotros recibimos sobreabundantemente la gracia del Señor, con la que quiere llenar nuestro corazón. ¡Alégrate, por tanto, y salta de gozo tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!

¿Acaso es más difícil que la Virgen sea concebida sin pecado que el que a nosotros se nos borren los pecados por la fe, recibiendo el Espíritu Santo como María, para que engendre en nosotros y podamos dar a luz un hombre nuevo, incorporado a Cristo, por la vida de Dios en nosotros? “El que escucha la Palabra de Dios y la guarda, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.  

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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Lunes 3º de Cuaresma

Lunes 3º de Cuaresma

2R 5, 1-15; Lc 4, 24-30

Queridos hermanos:

Por la fe, el hombre rinde un culto espiritual a Dios, reconociéndolo como tal. La fe lo lleva a humillarse ante Él, mediante el obsequio de su mente y su voluntad, en lugar de aferrarse con soberbia a su propio orgullo.

La palabra de hoy nos pone frente al escándalo de la “encarnación”: el tener que aceptar que nuestra relación con Dios debe pasar por la mediación de hombres como nosotros, siempre imperfectos, porque así lo ha querido Dios mediante su libre decisión. Es, por tanto, un problema de humildad y docilidad, a las cuales se resiste el orgullo de quien no se apoya en Dios.

Israel se resiste a la conversión a Dios y rechaza, además, que el Mesías no venga de la casta sacerdotal, sino de Galilea. Nazaret se resiste a que Dios haya querido hacer surgir al “profeta” haciéndolo vivir oculto entre ellos como “el hijo del carpintero”. De la misma manera, fueron siempre rechazados los profetas y los enviados del Señor, de forma que Dios hace prodigios entre los gentiles que acogen su palabra.

        Dios eligió a Israel, y la elección de Dios es irrevocable. Sin embargo, ante la incredulidad o la impiedad del pueblo, Dios puede levantar su mano para corregirlo, sin que le valga su ilusoria presunción de ser el pueblo elegido para permanecer impune en medio de su desvarío. Cristo, poniéndoles delante su recalcitrante rebeldía e incredulidad y la libertad de Dios para buscarse amigos y fieles entre los paganos, como en tiempos de Elías y Eliseo, los llama a una conversión que rechazan. Dios no se ata a instituciones ni a nacionalismos, por más religiosos o nacionalcatólicos que pretendan ser. No se ata a formalismos, sino a un corazón que se humilla, que lo ama y que lo reconoce como su Señor. No es posible defender nuestro cristianismo con actitudes anticristianas ni considerarnos hijos de la Iglesia sin el espíritu de Cristo. La soberbia aleja siempre del Señor. Como puede ocurrirnos a nosotros, en tantas ocasiones, Israel se alía con su razón, ebria de sí misma, en lugar de humillarse ante la corrección divina.

Naamán hace una profesión de fe que es verdadera, superando las fronteras de una religión nacional al uso: “No hay más Dios que el de Israel”. Pero no hay más Israel que el de la fe, viene a decir Cristo a sus paisanos incrédulos, que se apoyan en la carne, pero no en la fe de Abrahán, de cuya “roca” se supone que han sido tallados.

El error está en creer que basta la letra para servir al Señor, cuando en realidad nos obedecemos a nosotros mismos, a nuestra propia razón y conveniencia. El hombre debe discernir los caminos de Dios y acudir allí donde sopla el Espíritu. Como miembros de la Iglesia, en la que se encuentran todos los medios de salvación, podemos, no obstante, quedarnos en un culto externo y vacío, si nuestro corazón no está en el Señor. Servir a Dios pasa con frecuencia por entrar en el absurdo de la razón, cruz que nuestro orgullo rechaza, mientras la fe es entrega a Dios de nuestra mente y nuestra voluntad.

En la Eucaristía proclamamos: este es el sacramento de nuestra fe. Cristo se entrega a la voluntad del Padre, que le presenta la cruz. A esta entrega de Cristo nos unimos nosotros en la medida de nuestra fe, con nuestro ¡Amén!

             Que así sea.

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Domingo 3º de Cuaresma C

Domingo 3º de Cuaresma C

Ex 3, 1-8.13-15; 1Co 10, 1-6.10-12; Lc 13, 1-9

Queridos hermanos:  

Dios, que ama al hombre, lo llama a la Vida Eterna. Sin embargo, como el hombre está esclavizado por el diablo, el pecado y la muerte, para alcanzarle la salvación, debe primero liberarlo, como ocurrió en figura con el pueblo esclavo en Egipto.  

Moisés fue el enviado por Dios para sacar de Egipto a su pueblo y encaminarlo hacia la Tierra Prometida. Pero el pueblo no se mantuvo fiel al Señor y sucumbió en el desierto. Solo las generaciones nacidas en el desierto alcanzaron la Promesa del Señor.

Para lograr la verdadera salvación del pecado y de la muerte que mantenían a la humanidad esclava del diablo, fue enviado Cristo, quien, a través del “año de gracia”, encaminó a la humanidad a la Vida Eterna en medio de las tentaciones. Esto fue posible gracias a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, que reciben quienes lo acogen por la fe.

A la liberación gratuita recibida de Cristo, el hombre debe responder con su fidelidad para alcanzar la promesa de la Vida Eterna. San Pablo nos exhorta a vigilar para que no caigamos en la maldición de aquellos cuya infidelidad es una figura para nosotros de lo que debemos enfrentar apoyados en la fe en Cristo.

La liturgia nos presenta la “Visita” del Señor. El Señor visita para salvar y también visita para juzgar. Para salvar a su pueblo, Egipto será juzgado, y en él, el enemigo que lo mantenía esclavo. La salvación está en la conversión, abandonando la vida de esclavitud y sus ídolos con la ayuda de Dios.

Dios “ha visto” la opresión de su pueblo, “ha oído” sus quejas y “ha bajado” a librarlos. Estos tres momentos representan una aproximación a la triste realidad de su pueblo. Dios quiere salvar a su pueblo a través de un enviado, al que revela su nombre y le confía su poder para conducirlo a la Tierra Prometida. Este enviado será Cristo, cuya figura fue Moisés, así como la liberación de Egipto será una figura de la verdadera salvación que se nos da por el perdón de los pecados.

Dios llama a Moisés para que, dejando su bucólica vida de pastor, vaya a sacar a su pueblo de Egipto combatiendo contra el faraón. Será la Pascua del Señor. También Cristo será enviado para hacer Pascua con nosotros, venciendo al diablo. La muerte de la que Moisés fue librado al nacer, será plenamente asumida por Cristo, quien la vencerá definitivamente para nosotros.

Si el pueblo en Egipto no cree la palabra de Dios que Moisés, su enviado, les anuncia, y no se apoya en Yo Soy y en su promesa, permanecerá en la esclavitud de Egipto para siempre o se arrastrará murmurando por el desierto, donde perecerá.

Cuando los judíos acuden a Jesús, horrorizados por la tragedia sufrida por algunos galileos cuya sangre mezcló Pilato con la de los sacrificios que ofrecían, Jesús les hará comprender que sobre ellos pesa una amenaza con consecuencias aún más temibles si no acogen a quien viene para librarlos de sus pecados. Son sus pecados los que colocan sobre sus cabezas la terrible amenaza que los asemeja a aquellos galileos o a los dieciocho desgraciados sobre los que se desplomó la torre de Siloé. Hay una desgracia peor, de la que deben cuidarse mediante la conversión: la muerte consecuencia del pecado. Cristo viene a perdonar ese pecado a aquellos que le acogen creyendo en Él: “Porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24).

Si la salvación que Dios ha provisto en su infinito amor enviando a su propio Hijo es rechazada, ¿qué otra posibilidad queda para escapar de la “muerte sin remedio”? (cf. Gn 2, 17).

San Pablo dirá que “estas cosas sucedieron en figura para nosotros que hemos llegado a la plenitud de los tiempos”. Para nosotros, que nos encontramos en el tiempo oportuno y en el día de salvación, que es el “año de gracia del Señor” que la Cuaresma nos recuerda. Para nosotros, proclama hoy la Iglesia estas cosas con la esperanza de que produzcan frutos de conversión en nosotros y que no tenga que ser maldecida ni cortada nuestra higuera cuando, terminado el “tiempo de higos”, venga sobre nosotros el “tiempo de juicio” con la “Visita” del Señor.

Las tres veces que el dueño de la viña visitará la higuera en busca de fruto son una figura, como lo fue el pueblo en el desierto. A la liberación gratuita de Egipto, tuvo que responder el pueblo con su fidelidad ante las tentaciones. Así también el pueblo deberá acoger con fe la redención gratuita de Cristo.

Que nuestro ¡amén! a Cristo, que se nos da hoy en la Eucaristía, nos reafirme en la acogida de la misericordia de Dios y nos abra a las necesidades de nuestros semejantes.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 2º de Cuaresma

Sábado 2º de Cuaresma

Mi 7, 14-15.18-20; Lc 15, 1-3.11-32

Queridos hermanos:

El hombre, subyugado por el mal, cae en la esclavitud y se hunde en la mayor miseria y en el oprobio de los ídolos. Esta es la realidad del hijo menor de la parábola, y también, figuradamente, la de Israel en Egipto. Dios, en su amor y en su bondad, solo quiere su bien y los llama a la unión filial con Él; acude en su ayuda y espera pacientemente a que se abran a su gracia. No hay alegría mayor para quien ama que el bien del ser amado, y, como no hay bien mayor que amar a Dios, quiere, por eso, ser correspondido. “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos”. No obstante, el amor no puede imponerse y espera ansiosamente que el ser amado se vuelva al que lo ama. Esta es la actitud de Jesús ante publicanos y pecadores, y trata de hacérsela comprender a los letrados y fariseos que se escandalizan por la actitud misericordiosa con que acoge a pecadores y gentiles.

Dios actúa en Egipto con poder en favor de su pueblo, mostrando sus designios de paz y esperando que Israel vuelva su corazón a Él, para librarlo no solo de la esclavitud al faraón, sino del oprobio de su idolatría. Muchos fueron los que físicamente salieron de Egipto, pero murieron en el desierto porque sus corazones no dejaron los ídolos para volverse a Dios. Solo una nueva generación llegó a pisar la tierra de la libertad y gustó los frutos de la Pascua. Lo viejo había pasado y lo nuevo había llegado. Cristo ha realizado en su carne nuestra liberación espiritual del faraón, pero a nosotros nos toca acogerla en el tiempo favorable para que entremos en su descanso.

Esta parábola puede verse en tres planos: desde el ángulo del padre —amor de Dios que recorre toda la narración—, el del hijo menor, como tradicionalmente, y el del hijo mayor. Es este amor el que el hijo menor descubre entrando en sí mismo, y el que desconoce y rechaza el hermano mayor.

El hijo menor tomó conciencia del amor gratuito que siempre había tenido al alejarse de la casa paterna y conocer el oprobio de los ídolos. El amor recibido ha creado en su interior un seno al que regresar y en el que ser acogido, porque el amor verdadero no se apaga con la distancia ni con el olvido. Es este amor gratuito el que le da la gracia de “entrar en sí mismo” para descubrir en lo profundo del corazón el amor del padre que siempre le amó. El hijo mayor, en cambio, al no discernir el amor continuo y gratuito del padre, no vio gestarse en su corazón ni la gratitud hacia su padre, ni la misericordia por el hermano, ni la compasión por su extravío. Su actitud está entre lo servil del temor y lo interesado del mercenario. Para el hermano mayor, la felicidad no está en el amor porque no lo ha sabido reconocer en su padre, al que ha juzgado siempre. Es incapaz de entrar en la fiesta, porque la fiesta es el amor acogido. De hecho, una vez se ha conocido el amor, se descubre que la felicidad está en amar y no en ser amado. Que lo digan, si no, tantos infelices a los que Dios ciertamente ama; tantos que se han alejado tristes de su encuentro con el Señor, como el llamado joven rico del Evangelio. El padre se encuentra, pues, entre la lejanía del menor, al que han seducido los ídolos, y la distancia del mayor, que se cierra en sí mismo ignorando su amor.

San Pablo nos exhorta a reconocer el amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, reconciliándonos con Dios, para que este amor haga brotar en nosotros la vida nueva en el amor del Padre, que lleva a acoger también a los hermanos (cf. 2 Co 5, 17-21).

La Eucaristía nos ofrece este amor, que nos ayuda a volver nuestro corazón al Señor.  

         Que así sea.

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Viernes 2º de Cuaresma

Viernes 2º de Cuaresma

Ge 37, 2-4.12-13.17-28; Mt 21, 33-43.45-46

Queridos hermanos:

El tema de la viña lo han tratado Isaías, Jeremías y Ezequiel, y Cristo lo utiliza también en varias ocasiones. La viña hace referencia a los frutos y, por tanto, está en función del mundo, al que debe proporcionar dulzura y alegría, como la sal sabor o la luz claridad. Esta misión de la viña, aplicable a Israel o a la Iglesia, nos hace presente que las uvas deben ser pisadas, la sal debe disolverse y la luz debe consumirse para servir. El servicio y, por tanto, el amor, es siempre un morir a sí mismos por el otro. José llevará salvación a Egipto a costa de ser rechazado, vendido y encarcelado, pero el amor de Dios está detrás conduciendo la historia. Lo mismo ocurre con Cristo, que, para salvar, deberá ser rechazado y morir. Si tanto Israel como la Iglesia, en lugar de darse, se apropian de los dones de Dios para sí mismos, dejan de cumplir su misión y de ser útiles para el mundo, y Dios entregará a otros sus dones. Al interior del pueblo ocurre lo mismo con los jefes y los pastores, que deben conducir al pueblo a Dios, o ser infieles a su misión: “Se os quitará el Reino de Dios”.

La maldad proverbial de los siervos de la parábola, puestos al cuidado de la viña, nos hace presente la historia del pueblo y su continuo rechazo a Dios, al que Él responde siempre con su amor, su perdón y su misericordia. La verdadera realización del fiel está en servir al Señor, pero ha sido tentado a “no servir”, haciéndose dios de sí mismo, contradiciendo así su propia naturaleza de criatura y su llamada. Qué duro resulta para el hombre pretender ser dios, habiendo sido hecho para amar, y estando su grandeza en “hacerse el último y el servidor de todos”, como nos muestra Jesucristo, en quien Dios nos ha revelado la verdad del hombre. Apropiándose de los dones y los atributos que le han sido dados para fructificar en el amor, el hombre pretende erigirse en su propio dueño en busca de autonomía y sólo obtiene la absoluta posesión de su mísera y triste condición.

Sin duda, el punto clave de la parábola, cuyo significado queda velado a los corazones incrédulos de los sumos sacerdotes, escribas y ancianos del pueblo, está en Cristo, que viene a cerrar la bóveda de la Revelación y es desechado por los constructores indignos. El problema de la parábola no está en su comprensión, sino en la aceptación de la llamada a conversión que implica el reconocer en Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, la autoridad que reivindica como enviado de Dios, más aún, como el Hijo del verdadero dueño, al que hay que volver el corazón para tener vida.

Hay muchos otros aspectos desde los que contemplar la viña, como una de las múltiples imágenes del Reino que es. Dios ha recriminado a su viña, “la entera casa de Israel”, a través de los profetas, el haber frustrado sus expectativas de fruto: “¡Yo quiero amor!”. Ahora recrimina a los viñadores, que, como los falsos pastores, se apropian del fruto, como ocurre en el mundo con los que acumulan bienes para sí y rechazan al verdadero dueño, que es amor, negándose a reconocerlo; pensemos en “la destinación universal de los bienes”. Cristo será la vid y el fruto que el Padre quiere que dé su viña, y, a través de Él, entregará la viña a otros viñadores, para que rindan su fruto. Dios quiere que su amor alcance a todos, mediante la evangelización: “Brille así vuestra luz”. Como la luz y la sal deben morir para cumplir su misión, el trigo debe ser molido, amasado y cocido al fuego para ser pan; la uva debe ser pisada y fermentada para ser vino. Todo nos enseña a inmolarnos, porque existimos por amor y estamos destinados al amor, caminando en el amor.

            Dice Jesús en el Evangelio de Juan: “Yo soy la vid verdadera”; ¿y para qué serviría una vid si no da fruto? Por eso, “¿qué voy a decir?: ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero, ¡si he llegado a esta hora para esto!: me has dado un cuerpo para hacer tu voluntad” (Hb 10, 5-7). Al igual que Cristo, la Iglesia no tiene otra razón de ser en este mundo que su misión: la dulzura de su fruto y la alegría de su vino, que requiere el que sea estrujada y pisoteada en el lagar, a semejanza de Cristo.

No hay palabra más adecuada para contemplar en la Eucaristía. San Pablo dice: “Hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o valor, todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto, ponedlo por obra, y el Dios de la paz estará con vosotros”. Como sarmientos de la vid, debemos dar fruto, y, como viñadores, debemos rendirlos al Señor. De ahí que también a nosotros incumbe la responsabilidad de ceder su lugar a la piedra angular que es Cristo, mediante nuestra fe; de servir agradecidos al dueño de la viña, aun sabiéndonos siervos inútiles que sólo por gracia hemos sido llamados. Unámonos, pues, a esta entrega de Cristo, cuyo vino alegra nuestro corazón y nos comunica vida eterna. Vid verdadera, semilla santa, no trasplantada de Egipto, sino celeste.      

          Que así sea.

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Jueves 2º de Cuaresma

Jueves 2º de Cuaresma

Jer 17, 5-10; Lc 16, 19-31

Queridos hermanos:

Dios es amor y ha creado al hombre en el amor y la comunión con Él, pero el hombre se ha apartado de Él por el pecado, quedando privado de ambas realidades y experimentando la muerte. Dios, por su parte, ha provisto en su Palabra los criterios para discernir la realidad, de forma que el hombre, escuchándola, pueda orientar su existencia en este mundo sin sucumbir ante las apariencias engañosas y las solicitaciones a las que es sometido, y retornar a Él a través de Moisés y los profetas: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. Escucha, oh Israel: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y tendrás la vida eterna.”

La vida es algo insustituible que puede arruinarse o realizarse plenamente. La voluntad amorosa de Dios y su plan de salvación deben confrontarse con nuestra libertad, para que las gracias que recibimos en la predicación lleguen a dar fruto. Aparentemente, el rico tenía la vida plena y, en cambio, Lázaro, una vida fracasada; pero, dado lo instrumental y pasajero de la existencia, como enseña la parábola, el resultado vino a ser lo contrario debido a la trascendencia de las acciones humanas. El hombre, de forma inexorable, debe asumir las consecuencias de su responsabilidad. La clave para dar a la vida su mejor orientación y su plena realización está en la escucha de Moisés y los profetas, palabras en las que Dios ha provisto los criterios de discernimiento para una vida realizada. Con Cristo, las palabras de la ley y los profetas se hacen carne nuestra y se nos dan cumplidas a través del Espíritu y mediante la fe en Él.

La parábola de hoy nos muestra las consecuencias de un rechazo de Dios que se hace permanente. No es casualidad que conozcamos el nombre del pobre y bienaventurado Lázaro, nombre de vivo, introducido en el seno de Abrahán, y, en cambio, desconozcamos el del rico, que fue enterrado y permanece en el anonimato de la muerte. Como decía el famoso terceto: “Al final de la jornada, aquel que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada.” Ya la parábola distingue entre el Hades, con la llama de sus tormentos, y el seno de Abrahán, con sus consuelos, como destino irrevocable e inmediato de los difuntos.

Lo que se ha dado en llamar “retribución de ultratumba” sabemos, por la enseñanza de la Iglesia, que no es otra cosa que la consecuencia de una libre opción mantenida voluntariamente, mediante la cual se orienta la propia vida en sintonía o en oposición a la voluntad salvadora de Dios que se nos ha revelado. La Palabra, como guía y vehículo de esa revelación, será la encargada de juzgarnos por nuestra actitud ante la iniciativa misericordiosa de Dios.

        Serán la acogida de la Palabra y la escucha de la predicación las que provean la salvación mediante la fe y el don del Espíritu, y no los prodigios que, aun siendo medios instrumentales para acoger la Palabra, dejaron en sus pecados a aquellos legistas, escribas y fariseos que los presenciaron, sin que su espíritu se conmoviera por su testimonio.

El hombre, en su libertad, deberá acoger la Palabra del Señor para que la salvación de Dios le alcance. Esta es la tarea de la vida del hombre sobre la tierra. A nosotros, hoy, la Eucaristía y esta Cuaresma quieren abrirnos a la escucha de la Palabra y a la mesa de la caridad, que sanen nuestro corazón para que, mediante la conversión, fructifiquemos en el bien y podamos ser recibidos en el seno de Abrahán cuando, terminado el tiempo de higos, nos alcance el de juicio.  

           Que así sea.

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San José, esposo de la Santísima Virgen María

San José, esposo de la Santísima Virgen María

2S 7, 4-5.12-14.16; Rm 4, 13.16-18.22; Mt 1, 16.18-21.24; ó Lc 2, 41-51.     

Queridos hermanos:

Conmemoramos a San José, esposo de la Santísima Virgen María y padre legal (putativo) de Jesús. Patrono de la Iglesia y de los seminarios. El “justo”, como le llama la Escritura, de quien no se menciona una sola palabra. Él, llamado a presentar y poner nombre a la Palabra hecha carne, contempla, en el silencio de la escucha y en la actividad del amor, su Misterio. Callar y obrar, como dirá San Juan de la Cruz.

La Escritura explica el significado del nombre de José en el libro del Génesis (30, 23-24), donde dice Raquel: «Ha quitado Dios mi afrenta». Y le llamó José, como diciendo: «Añádame Yahvé otro hijo».

Una tradición copta atribuye a José un primer matrimonio del que nacieron cuatro hijos: José, Simón, Judas y Santiago (según lo que dice Mt 13, 55), y dos hijas. De entre ellos, Santiago, el llamado “hermano del Señor”, siendo el más joven, habría sido acogido y educado por María al realizarse su desposorio con el justo José.

Al parecer algunos antepasados de José, descendientes de David, se establecieron en Nazaret, y sorprende que una localidad tan pequeña tuviera sinagoga y, más aún, que poseyera el rollo de la profecía de Isaías, que era costosísimo y fuera del alcance de una sinagoga modesta. Parece también que José no era un simple artesano, sino, como diríamos hoy, un profesional experto y especializado, más cercano a constructor que a simple carpintero. Según otra tradición, José era, además, el archisinagogo, y eso explicaría que Jesús no solo supiera leer y escribir (cosa poco frecuente en un pequeño pueblo galileo de aquel tiempo), sino, además, que supiera manejar el rollo de la profecía de Isaías.

Toda paternidad procede de Dios, de quien toma origen toda vida, y es Él quien la participa a los hombres para el cumplimiento de una misión. La paternidad biológica no agota en absoluto el concepto de paternidad ni puede arrogarse la exclusividad en su significado. Solo con la tarea de nutrir, educar, proteger y legalizar a los hijos, la paternidad biológica alcanza la plenitud necesaria para ser realmente tal.

San José es, pues, investido por Dios como padre de Cristo en todo, salvo en su generación, obra del Espíritu Santo según el anuncio del ángel, e imponiendo el nombre a Cristo, proveyendo lo necesario para su maduración humana, educándolo en la fe y el conocimiento de las Escrituras y rodeándolo de los cuidados necesarios para su crecimiento integral, ha ejercido realmente la paternidad que le fue confiada. Esta paternidad concluye cuando el niño Jesús demuestra que su iniciación en la fe ha sido completada: «¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Habiendo Jesús reconocido a Dios como su Padre, José desaparecerá efectiva y definitivamente de la Escritura.

Pero antes de que le fuera confirmada su misión, José tuvo que pasar la prueba de su fe, como Abrahán, como Moisés y como Cristo mismo ante la cruz. José tuvo su Moria, su Sinaí y su Getsemaní de angustia ante un acontecimiento que no puede resolver racionalmente, pero ante el que debe decidir; solo entonces, Dios abrirá para él el mar y proveerá el cordero: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados». 

En el Evangelio de Lucas, María da a José el nombre de padre de Jesús, que sin duda habrá sido el tratamiento familiar del niño hacia él, hasta su mayoría de edad en la fe. Quizá sea ese el contexto del Evangelio de hoy, en donde Jesús, después de haber sido examinado por los doctores, quiere seguir escuchándolos y haciéndoles preguntas acerca de las “cosas de mi Padre”. La respuesta de Jesús sería el público reconocimiento de que sus padres le han educado bien, llevándolo al discernimiento de la paternidad de Dios en su vida.  

             Profesemos juntos nuestra fe.

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Martes 2º de Cuaresma

Martes 2º de Cuaresma 

Is 1, 10.16-20; Mt 23, 1-12

Queridos hermanos:

Hoy, la palabra nos invita a la fe, pero, como trata siempre de amonestarnos san Juan, nuestra fe y nuestro amor no son el punto de partida de nuestra salvación. El principio de nuestra salvación es que Dios nos amó primero, y sólo el conocimiento, la experiencia y el reconocimiento de este amor gratuito de Dios suscita en nosotros la fe, por la que es derramado en nuestro corazón el amor de Dios, por el Espíritu Santo. De forma que podemos amar y no necesitamos la gloria de los hombres, dando gloria a Dios con nuestro amor, porque el amor es de Dios.

El problema de los escribas y fariseos es que, cerrados a la fe, prefieren ser amados antes que amar; prefieren la estima de los hombres a la comunión con Dios. Por eso, Jesús les dirá: “¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios?”. Sin la fe, el amor no puede estar en su corazón, y la Ley, desposeída del amor, se convierte en una carga insoportable para sí mismos y en una exigencia para los demás. Su culto es perverso y vano porque no busca la complacencia de Dios, sino la suya propia, y el verdadero culto a Dios es el amor: “¡Misericordia quiero; yo quiero amor!”.

Este tiempo viene en nuestra ayuda para movernos a buscar al Señor, negándonos a nosotros mismos mediante la penitencia y abriéndonos a los demás mediante la misericordia, en nuestro camino hacia la Pascua. Necesitamos abajar nuestro yo para abrirnos al tú del amor, y, en éste, encontrarnos frente al Tú de Dios. 

En Cristo, Dios va a glorificar su nombre como nunca, manifestando su amor, salvando a todos los hombres de la muerte, entregándolo por nuestros pecados y resucitándolo para nuestra justificación. “Ahora va a ser glorificado el Hijo del hombre y Dios va a ser glorificado en Él. ¡Padre, glorifica tu nombre!”, y dijo Dios: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”. La gloria de Dios es su entrega y su complacencia, la entrega del Hijo por nosotros.

Creer en Jesucristo da gloria a Dios porque, por la fe, el hombre fructifica en el amor: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos”. La semejanza de los discípulos con el Padre y el Hijo es el amor, y el amor lo glorifica.

Un fruto de amor da gloria a Dios porque el amor es de Dios; es Él quien lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado. El que no cree no tiene el amor de Dios en su corazón y está condenado a buscar su propia gloria, porque no es posible vivir sin amor. Pide la vida a las cosas y a las personas, se sirve de ellas, pero no las ama, y nada ni nadie puede dar vida, sino sólo Dios. El que no cree, no ama y no da gloria a Dios.

Si por la Eucaristía nos unimos a Cristo en este sacramento de su amor al Padre y a nosotros, lo glorificamos juntamente con Él, haciéndonos uno con su entrega amorosa a su voluntad.  

           Que así sea.

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Lunes 2º de Cuaresma

Lunes 2º de Cuaresma

Dn 9, 4-10; Lc 6, 36-38

Queridos hermanos:

En este tiempo de Cuaresma, es muy saludable “entrar en sí mismo”, como hizo el “hijo pródigo” de la parábola, y así descubrir en nuestro corazón las pruebas del amor de Dios por nosotros. Él ha sido clemente, compasivo y lleno de amor, y nos perdonará siempre que nos volvamos a Él apelando a su misericordia.

Si nos avergüenzan nuestros pecados, como nos recordaba el libro de Daniel en la primera lectura, debe avergonzarnos aún más que el Señor nos haya respondido con bondad, enviándonos a su Hijo para perdonarnos. Santo, Santo, Santo ha sido el Señor con nosotros, y nos comunica su Santo Espíritu para que también nosotros seamos santos en su amor, con nuestros hermanos y aun con nuestros enemigos.

El Señor ha derramado sus gracias abundantemente en nuestro corazón, con el deseo de que fructifiquen en nosotros la misericordia, la bondad, la compasión y el perdón de que nos habla el Evangelio. Por eso, no podemos descalificar, ni juzgar, ni condenar a nadie, habiendo conocido nuestra realidad de pecadores y, sobre todo, nuestra condición de hijos por haber recibido el Espíritu Santo y haber sido tratados con compasión, sin ser juzgados ni condenados, sino perdonados. Si esa es la medida que han usado con nosotros, esa misma debemos usar. Recordemos la parábola del siervo sin entrañas y la conclusión del Padrenuestro. Si nos comportamos como hijos de Dios, así seremos tratados por Él, ya que en función de los demás hemos sido constituidos como tales.

El que parece mejor, como dice San Agustín, en cualquier momento se puede pervertir y volverse pésimo; en cambio, el mayor pecador, cuando es amado y se convierte, puede llegar a ser óptimo por la gracia de Dios. El amor no desespera nunca de la salvación de nadie. Hay que esperar el momento de la siega, como dice la parábola de la cizaña, cuando, superado el tiempo de la misericordia, Dios juzgue además con justicia, porque conoce lo que hay en el corazón del hombre y comprende todas sus acciones. “Corruptio optimi, cuiusque pessima”, o también: “Conversio pessimi, cuiusque optima”. Justicia sin misericordia es crueldad.

El Evangelio nos manda comportarnos con los demás con la santidad con la que Dios, nuestro Padre, se comporta siempre con nosotros. Es Él quien ha sido compasivo con nosotros, quien no nos ha juzgado, quien no nos ha condenado, quien nos ha perdonado y se nos ha dado completamente. Esa medida es la que se nos reclamará. Al que se confió mucho, se le reclamará más. Si hemos recibido la naturaleza divina de amor, con el don del Espíritu que nos hace hijos, podemos y debemos ponerla en práctica. Su Espíritu, que nos ha hecho hijos, nos capacita y nos impulsa a la misericordia; puesto que no tenemos nada que no hayamos recibido, seamos, pues, compasivos y misericordiosos, como lo ha sido el Señor con nosotros. De ahí brota nuestra acción de gracias y nuestra alabanza, como reconocemos en la Eucaristía, tomando de su mesa el don de nuestra misericordia. 

           Que así sea.

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