Santa María Madre de Dios
Nm 6, 22-27; Ga 4, 4-7; Lc 2, 16-21
Queridos hermanos:
En contraposición a la
celebración pagana, supersticiosa y en definitiva idolátrica del comienzo
mágico de un año nuevo, la Iglesia nos invita a comenzar el año en la
continuidad de la celebración del Misterio de nuestra Salvación, contemplando
la maternidad concedida a María por el Padre, capacitándola para concebir,
gestar y dar a luz a su Hijo, engendrado por Él antes de los siglos, pero
encarnado en ella por obra del Espíritu Santo. Hablar de entrañas de
misericordia en Dios Padre equivale a afirmar, además, su maternidad, partiendo
del “rehem, rahamîm” hebreo, y que en un solo acto engendra, concibe, gesta y
da a luz. Decir Dios Padre Misericordioso es como decir Dios Padre y Madre,
como afirman los exégetas.
Por esta misericordia,
el Hijo unigénito de Dios se hace también hijo de la Virgen y hermano nuestro.
A María se le concede la maternidad: concibe, gesta y da a luz, mientras el
Padre se reserva la paternidad que engendra, sembrando la semilla divina de su
Palabra creadora y omnipotente.
En esta fiesta, la
Iglesia contempla la expresión de la fe del Concilio de Éfeso (431), que
proclamó a María “Madre de Dios”. Si María es madre de Cristo, nuestra cabeza,
lo es también de su cuerpo místico, y por tanto: “Madre de la Iglesia”, como la
ha llamado el Concilio Vaticano II, y madre de cada uno de sus miembros, y por
tanto madre nuestra. Así lo quiso el Señor desde la cruz, llevándonos a María
para que todo fuera cumplido, y la que fue madre de la cabeza lo fuera también
del cuerpo que le fue dado al Hijo, para que se perpetuara sobre la tierra la
voluntad del Padre.
Por esta suprema
bendición, le agradecemos a Dios todas las demás bendiciones recibidas y las
que imploramos de su divina bondad para este año que comienza, convencidos de
que si nos ha dado a su Hijo, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? (cf. Rm
8, 32). Una vez más, las gracias concedidas a María revierten en nuestro bien.
El Señor se hace hijo de María para que nosotros lo seamos de Dios, por
adopción, como nos ha dicho San Pablo en la segunda lectura.
El Espíritu de Dios
cubrió a María, para que ella diera a luz al Hijo, revestido de su carne
humana. Así la naturaleza que pecó ha sido purificada del pecado por Cristo en
María. Ella, cual puerta santa, permanece cerrada, porque sólo el Señor entró
por ella y salió por ella al mundo (cf. Ez 44, 2-3).
Cristo es circuncidado
al octavo día, como hemos escuchado en el Evangelio, y resucitó al octavo día
de su bautismo en la cruz, figura y realidad de la Alianza salvadora; la
antigua, y la nueva y eterna. Como verdadero hombre y verdadero israelita vino
a llevar la ley a su perfección en Él y en nosotros, cumpliendo “toda justicia”
(cf. Mt 3, 15). Como verdadero Dios, vino a darnos la plenitud de la ley, que
es el amor: su Espíritu Santo en nuestros corazones.
Hoy, como los pastores,
somos invitados a glorificar a Dios y a dar testimonio de todo lo que hemos
visto y oído, y el Señor ha tenido a bien manifestarnos: ¡Gloria a Dios en el
cielo, y paz en la tierra a los hombres, porque el Señor los ama! Bendito sea
Dios por María, que nos ha traído la bendición, la gracia y la misericordia del
Señor en su Hijo, Jesucristo, nuestro hermano, nuestra cabeza y nuestro Dios.
Proclamemos juntos nuestra fe.