Santa María, Madre de Dios

Santa María Madre de Dios

Nm 6, 22-27; Ga 4, 4-7; Lc 2, 16-21

Queridos hermanos:

En contraposición a la celebración pagana, supersticiosa y en definitiva idolátrica del comienzo mágico de un año nuevo, la Iglesia nos invita a comenzar el año en la continuidad de la celebración del Misterio de nuestra Salvación, contemplando la maternidad concedida a María por el Padre, capacitándola para concebir, gestar y dar a luz a su Hijo, engendrado por Él antes de los siglos, pero encarnado en ella por obra del Espíritu Santo. Hablar de entrañas de misericordia en Dios Padre equivale a afirmar, además, su maternidad, partiendo del “rehem, rahamîm” hebreo, y que en un solo acto engendra, concibe, gesta y da a luz. Decir Dios Padre Misericordioso es como decir Dios Padre y Madre, como afirman los exégetas.

Por esta misericordia, el Hijo unigénito de Dios se hace también hijo de la Virgen y hermano nuestro. A María se le concede la maternidad: concibe, gesta y da a luz, mientras el Padre se reserva la paternidad que engendra, sembrando la semilla divina de su Palabra creadora y omnipotente.

En esta fiesta, la Iglesia contempla la expresión de la fe del Concilio de Éfeso (431), que proclamó a María “Madre de Dios”. Si María es madre de Cristo, nuestra cabeza, lo es también de su cuerpo místico, y por tanto: “Madre de la Iglesia”, como la ha llamado el Concilio Vaticano II, y madre de cada uno de sus miembros, y por tanto madre nuestra. Así lo quiso el Señor desde la cruz, llevándonos a María para que todo fuera cumplido, y la que fue madre de la cabeza lo fuera también del cuerpo que le fue dado al Hijo, para que se perpetuara sobre la tierra la voluntad del Padre.

Por esta suprema bendición, le agradecemos a Dios todas las demás bendiciones recibidas y las que imploramos de su divina bondad para este año que comienza, convencidos de que si nos ha dado a su Hijo, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? (cf. Rm 8, 32). Una vez más, las gracias concedidas a María revierten en nuestro bien. El Señor se hace hijo de María para que nosotros lo seamos de Dios, por adopción, como nos ha dicho San Pablo en la segunda lectura.

El Espíritu de Dios cubrió a María, para que ella diera a luz al Hijo, revestido de su carne humana. Así la naturaleza que pecó ha sido purificada del pecado por Cristo en María. Ella, cual puerta santa, permanece cerrada, porque sólo el Señor entró por ella y salió por ella al mundo (cf. Ez 44, 2-3).

Cristo es circuncidado al octavo día, como hemos escuchado en el Evangelio, y resucitó al octavo día de su bautismo en la cruz, figura y realidad de la Alianza salvadora; la antigua, y la nueva y eterna. Como verdadero hombre y verdadero israelita vino a llevar la ley a su perfección en Él y en nosotros, cumpliendo “toda justicia” (cf. Mt 3, 15). Como verdadero Dios, vino a darnos la plenitud de la ley, que es el amor: su Espíritu Santo en nuestros corazones.

Hoy, como los pastores, somos invitados a glorificar a Dios y a dar testimonio de todo lo que hemos visto y oído, y el Señor ha tenido a bien manifestarnos: ¡Gloria a Dios en el cielo, y paz en la tierra a los hombres, porque el Señor los ama! Bendito sea Dios por María, que nos ha traído la bendición, la gracia y la misericordia del Señor en su Hijo, Jesucristo, nuestro hermano, nuestra cabeza y nuestro Dios.

             Proclamemos juntos nuestra fe.

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Séptimo día de la octava de Navidad

Séptimo día de la octava de Navidad

1Jn 2, 18-21; Jn 1, 1-18

Queridos hermanos:

          De la misma manera que la cruz se hace presente ya desde el pesebre del Señor, como Mesías ignorado, también la contradicción y la persecución serán constantes en su vida y en la de sus discípulos, tal como anunciara Simeón, perpetuándose generación tras generación por la acción satánica del Anticristo, que Mateo evidenciará en la figura de Herodes, como una de las continuas encarnaciones diabólicas a lo largo de la historia, y que, según Juan, nos hacen comprender que nos encontramos en la hora final.

El Evangelio de Juan nos presenta también en su prólogo la acción misericordiosa de Dios a la que el hombre debe adherirse en este mundo, por la fe, para alcanzar la plenitud en su diseño amoroso. La tensión se centra ahora entre la luz y la oscuridad, la mentira y la Verdad que se ha encarnado para deshacer las obras del mentiroso y padre de la mentira.

Dios ha manifestado su gloria en la creación a través de su Palabra, y ahora, haciendo una nueva creación, a través de su Verbo encarnado, lleno de gracia y de verdad; lleno de misericordia y amor. Allí donde el mentiroso y padre de la mentira engañó al hombre negándole el amor de Dios, el Hijo Unigénito que está en el seno del Padre nos lo ha testificado. Porque: “A Dios nadie le ha visto jamás; pero el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”.

Este es el anuncio de los ángeles en Belén: la gloria de Dios que está en el cielo es el amor de Dios por todos los hombres, que quiere complacerse en ellos para darles la Paz, y gracia sobre gracia, perdón sobre perdón y misericordia sobre misericordia.

Dios nos ama porque es amor, a pesar de que nosotros nos merezcamos muy a menudo su rechazo por nuestros pecados. ¿Y por qué no lo ha hecho? Porque su Hijo, en sintonía total con el Padre, ha dicho: ¡No!, ¡mándame a mí! He aquí el amor de Cristo, que hace exclamar al Padre: “¡Este es mi Hijo amado en quien me complazco!”; y nos lo ha entregado hecho hombre. Y hemos hecho con él cuanto hemos querido; clavándolo en una cruz; y él nos ha disculpado; y el Padre nos ha perdonado, resucitándolo de la muerte. He aquí el amor del Padre.

Olvidar este amor es nuestra ingratitud. Despreciar este amor es nuestra perversión. Rechazar este amor es nuestra necedad, nuestra maldad y nuestro pecado. Sólo cuando reconozcamos profundamente tanto nuestra maldad como el amor de Dios, nos convertiremos de corazón, acogeremos su misericordia encarnada en Cristo Jesús, seremos resucitados de la muerte y recibiremos la Paz que nos trae Cristo con su Reino.

Fortalecidos por su Espíritu, bendigamos al Señor que se nos ha manifestado salvador y redentor nuestro, testificándolo con nuestra vida.

          Que así sea.

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Sexto día de la octava de Navidad

Sexto día de la octava de Navidad

1Jn 2, 12-17; Lc 2, 36-40

Queridos hermanos:

          Los padres del Señor, fieles cumplidores de los preceptos de la ley, presentan al niño en el templo, y el Espíritu da testimonio de él, reconociéndolo como el Redentor anunciado por los profetas. Hoy, a través de una mujer, Ana, como aquellas otras: María, Débora o Juldá, profetas de las que habla la Escritura, Dios libremente reparte sus dones, pero el discernimiento profético se apoya, en este caso, en la sabiduría de una ancianidad largamente dedicada a la oración y a una casta dedicación al Señor, el esposo definitivo, que desde el cielo provee a su mantenimiento mejor que cualquier marido.  

Como a Simeón, Dios le concede a Ana el discernimiento profético de reconocer a aquel que aman sin conocerlo; sin apariencia ni presencia que se pueda estimar y sin necesidad de los sentidos, que en su misma limitación sólo ofrecen impedimento a las manifestaciones del Espíritu, a quien nada queda oculto ni lejano, por ser sutil, penetrante, todovigilante, efluvio del poder divino, emanación purísima de la gloria del Omnipotente, y que, entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas.

Tocada por el Espíritu, se convierte en testigo de aquel que le ha sido presentado interiormente: el esperado de las gentes, aquel a quien rendirán tributo las naciones.

Cuantos lo hemos conocido por el perdón de nuestros pecados, como dice la primera lectura, podemos experimentar su victoria sobre el mundo y sobre su dominador, el Maligno, si la palabra del Señor permanece en nosotros, porque en ella hemos sido fortalecidos y llamados a permanecer para siempre en su presencia.

          Que así sea.

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La Sagrada Familia

La Sagrada Familia

A, Eclo 3, 2-6.12-14; Col 3, 12-21; Lc 2, 22-40 ó Lc 2, 22.39-40.

B, Ge 15, 1-6; 21, 1-3; Hb 11, 8.11-12.17-19; Lc 2, 22-40.

C, 1S 1, 20-22.24-28; 1Jn 3, 1-2.21-24; Lc 2, 41-52

Queridos hermanos:

Celebramos la fiesta de la Sagrada Familia, que en el trasfondo de la alegría anunciada por los ángeles, propia de la Navidad, y que lo será para todo el pueblo, destaca la cruz de la misión a la que es llamada en el Hijo.

La Sagrada Familia, que ha sido constituida por Dios, vive en castidad perfecta la unión virginal de María y José, está sujeta incondicionalmente a la voluntad de Dios, llevando a cabo su plan de salvación, haciendo crecer en su seno a Cristo, Palabra y Gracia de Dios, hasta la estatura adulta de su entrega en la cruz para la redención de los hombres, y permanece unida en medio de las dificultades de la vida, muchas y graves, que Dios ha permitido para ella. Dios ha querido realizar en ella un modelo de fe, en cuanto a la entrega fecunda y a la renuncia personal de los esposos en favor del Hijo, que vivirá sujeto a ellos. Modelo, por tanto, de amor esponsal en perfecta castidad, llevado a su plenitud por la presencia en cada uno de ellos del Espíritu Santo, en una vida de “humildad, sencillez y alabanza”.

Dios ha querido que nuestro Redentor fuera verdadero hombre y, en consecuencia, tuviera una verdadera familia y una historia humana en la que fuera preparada y realizada su misión de salvación. Esto debe cuestionarnos en nuestras expectativas respecto de nuestra familia y de nuestra vida, en la que tantas veces nos escandaliza la aparición de acontecimientos que se nos antojan adversos, precisamente porque no los contemplamos bajo el prisma de la fe, que ilumina su sentido último y trascendente con relación a la llamada de Dios. Si la misión de Cristo implicaba su oblación total, tendremos luz para comprender el sentido del sufrimiento, que lo acompañará siempre y con el que será preparado junto con su familia: “Experta en el sufrir”, como la considera un himno litúrgico.

Si bien Dios preserva la misión de su Hijo, no le evita los trabajos y sufrimientos que implica su auténtica redención, por la que se hizo hombre verdadero. “Era necesario que el Cristo padeciera”. Todo lo que implicaba la auténtica encarnación de Cristo requería que fuera tal su familia. Las gracias necesarias que se le concedieron no disminuyeron en nada su condición de familia humana. Su santidad ilumina aquella a la que somos llamados como familia en Cristo.

La santidad de Dios fue el motivo y la causa de la llamada a la santidad que hizo Dios a su pueblo: “Sed, pues, santos porque yo soy santo”. San Pablo dirá que para eso hemos sido elegidos en Cristo antes de la creación del mundo: “Para ser santos e inmaculados en su presencia por el amor”. Por eso la santidad no es algo abstracto, sino en relación con el amor: Sed santos con los demás como yo soy santo con vosotros.

La palabra nos ilumina la disposición total de la Sagrada Familia a la misión, y sus consecuencias, y por tanto a la voluntad de Dios. Internamente, esto se traduce en relaciones de amor entre sus miembros: cónyuges, padres e hijos, que no se miran a sí mismos, sino al bien del otro, como vemos en las lecturas. José, el menor en dignidad, será cabeza, y Jesús, el mayor, estará sujeto a ellos. San Pablo habla de que el marido es cabeza de la mujer, y vemos que en el Evangelio Dios dice a José y no a María lo que debe hacer la familia de su Hijo. Mientras su pueblo ignora y persigue a Cristo, será Egipto quien lo acoja y lo guarde de sus enemigos como ocurrió con José, el hijo de Jacob. Solo entonces: “De Egipto llamé a mi Hijo”, el nuevo y verdadero Israel.

“¡Familia en misión, Trinidad en misión!” (San Juan Pablo II, en 1988).

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Los Santos Inocentes

Los Santos Inocentes

1Jn 1, 5-2, 2; Mt 2, 13-18

Queridos hermanos:

          Lo que manifestará de Jesús el anciano Simeón en la Presentación del Señor en el templo: “Señal de contradicción”, los evangelistas lo destacan de diversas formas continuamente, como esencial en la vida y la misión de Cristo, desde el momento de su concepción virginal en el seno de María y su nacimiento ignorado en un pesebre, hasta su rechazo y elevación en la cruz.

A diferencia de los sinópticos, Mateo pinta el nacimiento y la infancia del Salvador y Redentor con prodigios celestes y proféticos, en el marco de la esperanza de las Escrituras, la expectación del pueblo y el rechazo del mundo y los poderes de la impiedad, que, parafraseando el salmo segundo, se confabulan “contra el Señor y contra su Mesías”.

La serpiente antigua, camaleónica en el devenir de la historia, se travestirá de Faraón, Herodes o Nerón, por citar algunas personificaciones de la perenne persecución de los inocentes, que acompañará siempre la predestinación salvadora del amor divino.

En medio de las asechanzas de la envidia diabólica, Dios llevará siempre adelante su redención en la historia: Abrahán, José, Moisés, Cristo, testigos de la Verdad de Dios, Amor misericordioso, justo, eterno y fiel. 

San Beda ve en este martirio el anuncio profético de cuantos darían su sangre por el testimonio de Cristo a través de la historia, de modo que la inocencia y la humildad se convierten así en virtudes esenciales que reciben con la gracia del martirio aquellos elegidos para tal honor, preanunciado por el oráculo de Jeremías (31, 15). Al ladrón crucificado con Cristo le bastó su confesión postrera para blanquear su túnica, habiendo acogido la gracia que, como al hijo pródigo, se le concedió de “entrar en sí mismo” para levantarse de su mortal postración.

Por su lado, los santos inocentes, incapaces de proclamar su fe con palabras, fueron agraciados por el gemido de su sangre, que como la del justo Abel clamaba al Señor desde la tierra, siendo arrebatados con Él al paraíso. A semejanza de aquel de la viuda de Naín, el llanto de la Iglesia, como futura Raquel, por sus futuros hijos, hizo al autor de la vida glorificar a sus pequeños proto testigos.

          Que así sea.

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San Juan, Apóstol

San Juan Apóstol

1Jn 1, 1-4; Jn 20, 1-8

Queridos hermanos:

El discípulo amado se asoma a la liturgia navideña con el martirio blanco y eterno de su amor, predilecto del amado, cediendo su lugar al testimonio púrpura de Esteban que recordábamos ayer. Apóstol, evangelista y místico teólogo, nos presenta su pureza casta, modelo inolvidable para esta generación tristemente enfangada y descreída, impedida para alzar el vuelo en la contemplación del Señor resucitado. Ver y creer fue su actitud ante la tumba vacía, que confirmaba el testimonio interior que el Espíritu del Hijo daba a su espíritu.

¡Es el Señor! Una vez más el amor se adelantaba a la percepción de los sentidos, limitados en su pequeño mundo físico, frente a los horizontes infinitos del espíritu abiertos para él.

Hijo del trueno por su celo, águila por su elevación de miras y de vuelos, contemplativo privilegiado de la gloria y la agonía de Cristo, recibió la gracia de acoger a María Virgen junto a la cruz de su Hijo, y hoy es considerado apóstol del Asia Menor y mártir invicto.

Pescador de hombres por designación profética divina, recibió del Señor la promesa de sentarse a juzgar a las doce tribus de Israel. Él, que suplicó sentarse junto a Cristo en su reino, fue revestido de paciencia para permanecer aquí hasta el retorno del Señor, si tal hubiera sido la voluntad de su Maestro.

¡Gloria al discípulo amado!

           Que así sea.

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San Esteban

San Esteban

Hch 6, 8-10; 7, 54-59; Mt 10, 17-22.

Queridos hermanos:

          El protomártir Esteban viene a poner de manifiesto no solo la negación real de los discípulos en aquel ambiente de rechazo de Cristo, sino también su condición esencial frente al mundo, siempre en constante oposición a su misión: "Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel. Señal de contradicción". Esa es la esencia de la condición del cristiano y deberá serlo en cada generación, según la visión profética del Señor: "Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán. Yo al elegiros os he sacado del mundo. Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado primero, porque no han conocido ni al Padre ni a mí".

"Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, y mi Espíritu hablará por vosotros, dándoos una sabiduría a la que no podrá contradecir ningún adversario vuestro; también hablaré ante el Padre en defensa vuestra, mostrándole mis llagas gloriosas que os purifican de todo pecado y de todo mal; os fortaleceré para que podáis perseverar hasta el fin, en el testimonio que se os asignará para salvación del mundo y que os salva a vosotros desde ahora: Veréis el cielo abierto y al Hijo del hombre en pie a la derecha del Padre".

Es de destacar que Lucas le dedique dos capítulos a este discípulo "lleno de fe y de Espíritu Santo", elegido de entre el grupo de los diáconos para ejercer la caridad y al que se le concede, además, la mayor de todas las gracias: testificar con su sangre a Nuestro Señor Jesús en medio de las turbulencias entre hebreos y helenistas. Recibe el Espíritu del Señor y junto a su sangre ofrece a Dios el perdón de sus enemigos, como digno discípulo del Señor crucificado por él.

Su testimonio precioso se propagará por el mundo griego y llegará hasta nosotros, que lo recibimos unido a la emoción navideña del "Niño" recostado en un pesebre: pajas y maderos que envuelven glorias y amores eternos. Como dijo Tertuliano: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologético, 50,13). Con Esteban hacemos presente al Señor que nos acompaña siempre con su cruz, levantada y gloriosa desde la cuna hasta el sepulcro. 

Caridad y anuncio son inseparables y se corresponden mutuamente: Cristo es el cumplimiento de las profecías, al que tienden todas las Escrituras y la misma historia de la salvación humana.  

          Que así sea. 

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Navidad del Señor

Natividad del Señor

Misa vespertina: Is 62, 1-5; Hch 13, 16-17. 22-25; Mt 1, 1-25

Misa de Medianoche: Is 9, 1-6; Tt 2, 11-14; Lc 2, 1-14.

Misa de la Aurora: Is 62, 11-12; Tt 3, 4-7; Lc 2, 15-20.

Misa del Día: Is 52, 7-10; Hb 1, 1-6; Jn 1, 1-18.

Queridos hermanos:

Gran misterio el de esta fiesta, en la que el Hijo de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, venido del cielo al seno de la Virgen María, se dignó nacer entre nosotros. La salvación se hace luminosa en la conmemoración de su Nacimiento, como es esplendorosa en la Pascua que celebramos. Disipadas las tinieblas y las sombras de la muerte, brilla la luz de Dios en Belén, la “casa del pan”, y se manifiesta como vino nuevo en Caná. Pan y vino, Pascua y bodas, Dios y hombre verdadero: “Pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 41).

El Señor se desposa con su pueblo, que será la humanidad entera que él asumirá en un cuerpo mortal: “Me has dado un cuerpo para hacer, oh, Dios, tu voluntad” (Hb 10, 5-7). Ya el pesebre anuncia simbólicamente el Misterio de Pascua del Señor en el que la humanidad asumida deberá ser redimida entrando en la muerte de cruz. El gozo del amor tendrá que pasar por la angustia mortal; será un paso, una pascua a la victoria definitiva, en la que Jerusalén recibirá su nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor, anunciando su triunfo definitivo: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

La elección de la que habla el libro de los Hechos y su plenitud en el reino de David se cumplen en Cristo, definitivamente rey como atestigua el Evangelio. El llamado “Hijo de David” será el “Dios con nosotros”, Jesús, que salvará a su pueblo de sus pecados. Dios, rey, salvador y Redentor, un niño nos ha nacido, el Hijo se nos ha dado.

Con la venida de Cristo, el hombre ha visto a Dios, trayendo la vida nueva, para establecerlo en su nueva dignidad de hijo de Dios, e introducirlo en la vida eterna, liberando a la humanidad de la vieja esclavitud del pecado y de la muerte. 

La Navidad está, pues, unida inseparablemente al misterio pascual de la muerte y de la resurrección de Cristo, misterio de la salvación humana. No es solo un gozoso recuerdo de la venida de Cristo que trae la paz y la fraternidad entre los hombres; la Iglesia ve esta fiesta en relación estrecha con su futura muerte y resurrección, y a Jesús recostado en el pesebre se le aclama ya en la liturgia como el Redentor.

Celebrar la Pascua en Navidad significa expresar con la vida la nueva realidad de asemejarse al Hijo de Dios, de abrirse a la acción de la gracia, de buscar las cosas de arriba y de crecer en el amor fraterno. Alabamos a Dios, porque en estos tiempos que son los últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo, asumiendo las fatigas de una vida nueva (Cf. I Padri Vivi, en la fiesta de Navidad. Ed. Città Nuova pp. 35 y 36).

Como el emperador César Augusto mandó a sus mensajeros anunciando el censo, así el verdadero Emperador manda a los suyos a realizar el padrón de la fe y su registro en el libro de la vida. Cuando un ángel anunció a los pastores la Buena Nueva, se le unieron multitud de ángeles diciendo: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres, porque el Señor los ama”. Así es también la alegría celeste cuando un discípulo la anuncia a sus hermanos (Cf. Anónimo del siglo IX. Hom. 2, 1-4. I Padri Vivi pp. 40 y 41).

Si Cristo, engendrado por el Espíritu Santo, concebido en el seno de María por la acogida de la palabra del Señor, fue dado a luz, nació de la Virgen y realizó su obra de salvación, también nosotros podemos concebir a Cristo, engendrado en nosotros por el Espíritu Santo mediante la fe y gestarlo en la fidelidad, de forma que nazca de nosotros, siendo visible a través de las obras de su amor, que el Espíritu Santo derrama en el corazón de todo el que cree.

             Proclamemos juntos nuestra fe.

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Martes 4º de Adviento. Feria del 24 de diciembre

24 de diciembre 

2S 7, 1.5.8b-12.14.16; Lc 1, 67-79.

Queridos hermanos:

          En esta inminencia de la Encarnación, estas palabras de Lucas, aplicadas a Zacarías, hacen un canto a la misericordia y la fidelidad de Dios, recorriendo desde un presente lleno de gratitud las promesas del pasado y proyectándolas a su futuro cumplimiento, que se hace inminente con la llegada del precursor, llamado a clausurar las expectativas proféticas de la salvación. Natán y Elías reclaman su protagonismo en el acontecimiento gozoso en el que han sido envueltos por el Espíritu del Señor.

Al hombre que gime en medio de las tinieblas de la muerte le llega la luz de Dios; una estrella rasga el lejano firmamento y se acerca; el temor consecuencia de la muerte del pecado se desvanece por la paz del perdón. Se anuncia a todos los pueblos el cumplimiento de su ignorada adopción filial, pero revelada ahora como misterio amoroso de Dios. Surge la estrella que ilumina el cielo y embellece el firmamento; florece la sequedad del desierto en una primavera eterna con la presencia del Señor.

La voz presagia a la Palabra, rompiendo el silencio antiguo de la incredulidad; los oídos se destapan y los ojos se abren. Dios es favorable, y los corazones empedernidos se reblandecen por la gratuidad del amor.

¡Ven, Señor!

           Que así sea.

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Séptima feria mayor de Adviento. "Oh Emmanuel"

Séptima feria mayor de Adviento “Oh Emmanuel”

(Ml 3, 1-4.23-24; Lc 1, 57-66)

Queridos hermanos:

Ante la inminencia de la Navidad de Cristo, contemplamos hoy el nacimiento de su precursor, que recibe su nombre y su misión: Juan, “Dios es favorable”, que abre un tiempo de gracia y conversión para esperar el “año de gracia” que inaugurará el Mesías.

Expectación, miedo y estupor del pueblo por la proximidad de Dios a la indignidad del hombre, ofuscado por lo numinoso, como en el caso de Pedro ante la pesca milagrosa: “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Al mismo tiempo, todo queda envuelto en un clima de gozo, propio de la presencia del Espíritu que se cierne sobre las tinieblas del mundo que se apresta a recibir la luz.

Se palpa el poder creador de Dios, y el calor de su misericordia relativiza las negatividades humanas, ante la fuga de las vanas potestades del mal. Satanás se tambalea en su pedestal, pronto a precipitarse como un rayo de su usurpada altura, con el resonar de la Buena Nueva.

El Señor está cerca; huyan las tinieblas y las sombras, que brille la luz de Cristo. Que exulten el desierto y la montaña de Judea, elegidos por Dios para manifestarse, se regocije el Jordán y cante Jerusalén; que se engalane para las bodas la Hija de Sión.

Ven, Señor, y arrástranos tras de ti; compadécete de nuestra tristeza y soledad infinitas; sé tú nuestro consuelo en este destierro y aflicción mortales.

 Que así sea.

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Domingo 4º de Adviento C. "Oh Rey de las naciones"

Domingo 4º de Adviento C “Oh Rey de las naciones” 

(Mi 5, 2-5a; Hb 10, 5-10; Lc 1, 39-45.

Queridos hermanos:

La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan las madres en su seno, y al encuentro entre el mayor de los nacidos de mujer y el primogénito de toda la creación: la voz y la Palabra. La palabra nos presenta impotencia, incapacidad y humildad, que adquieren valor para quienes encuentran la grandeza de Dios, que no consiste tan solo en su poder, sino eminentemente en su amor y su misericordia. Solo así es posible al hombre reconocerse profundamente pequeño y acogerse humildemente a su auxilio. El conocimiento de Dios nos redimensiona y nos sitúa, dando esperanza al débil y humildad al soberbio. Belén puede alegrarse de su pequeñez y María de su insignificancia, porque las ha valorado el don del Señor.

Dios, que es grande y se complace en los pequeños, para actuar la salvación elige la impotencia humana para que nadie quede excluido de la gratuidad de su amor ni se pueda dudar de su misericordia. Para realizar grandes obras elige a las estériles y para engendrar al salvador, a una virgen que no conoce varón. Contemplamos hoy a Cristo encarnado en el seno de María, derramando el Espíritu Santo, y somos testigos de que las promesas del Señor llegan a su cumplimiento. La voluntad de Dios se hace accesible a nuestra incapacidad, porque el Verbo de Dios ha recibido un cuerpo para alcanzarnos esa voluntad gratuitamente.

El Espíritu Santo hace profetizar a Isabel, para exaltar la fe de María en las promesas que le han sido comunicadas de parte de Dios. María es “bendita entre las mujeres” como Yael y como Judit, que pisaron la cabeza del enemigo, figura del Adversario por antonomasia, cuya cabeza será aplastada por Cristo, la descendencia de María.

Dios se fija en la pequeñez de María y en la de Belén Efratá, en memoria de su siervo David, pues “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan, ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (Eclo 47, 22). María se apoya en Dios en su pequeñez, y nosotros debemos hacerlo en nuestra debilidad, para poder alcanzar la dicha de ella por nuestra fe, pues también en Cristo nos ha sido anunciada la salvación.

El Señor se ha dignado visitarnos como salvador, y a nosotros se nos invita a creer en su palabra, exultar de gozo en el seno de la Iglesia, concebir a Cristo por la fe y darlo a luz por el amor.

Profesemos juntos nuestra fe.

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Quinta feria mayor de Adviento. "Oh sol"

Quinta feria mayor de Adviento “Oh Sol”

(Ct 2, 8-14; So 3, 14-18; Lc 1, 39-45)

Queridos hermanos:

          La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes de ángeles y del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan sus madres al encontrarse, unidos en la estirpe y en la gracia. El mayor entre los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación: la voz y la Palabra, el Amor y la Esposa se encuentran, y el poder y la fecundidad de Dios hace fructificar a la virgen y a la estéril en medio del gozo y la exultación.

“María se puso en camino y se fue con prontitud”. María es movida por el Espíritu hacia Isabel, porque Cristo va al encuentro de Juan. El gozo de María es el de Cristo que vive en ella; Juan lo percibe junto con Isabel y hace exultar y profetizar a la madre, quedando ambos llenos del Espíritu: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; ¿y de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”. El Espíritu Santo, por boca de Isabel, exalta la fe de María en las promesas que le han sido comunicadas de parte de Dios. La fe de la Iglesia es la de María y es la que se nos ofrece hoy a nosotros juntamente con la promesa del Espíritu, que dará fecundidad al desierto de nuestra vida.

Dios se fija en la humildad de María, a la que ha santificado desde su concepción: “El Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan, ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (Eclo 47, 22).

María se apoyó en Dios en su pequeñez y nosotros debemos hacerlo en nuestra debilidad, para poder alcanzar la dicha de ella por nuestra fe, pues también a nosotros nos ha sido anunciada la salvación en Cristo.

Juan ha sido lleno del Espíritu y de gozo con la cercanía de Cristo. Nosotros, en la Eucaristía, somos llamados no solo a su cercanía, sino a hacernos un espíritu con él, de manera que el “Dios con nosotros” llegue a ser Dios en nosotros. Recibámoslo con fe y que su gozo llene nuestro corazón y lo bendiga nuestra boca.

          Que así sea.

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Cuarta feria mayor de Adviento. "Oh llave de David"

Cuarta feria mayor de Adviento “Oh llave de David”

(Is 7, 10-14; Lc 1, 26-38)

Queridos hermanos:

Hoy, la buena noticia del “Dios con nosotros” concebido por la Virgen, que pone fin a la consecuencia del pecado, toma nombres concretos en Gabriel, María y Jesús: El que está delante de Dios presenta lo que ha contemplado a la virgen María: la llena de gracia y llamada a ser madre del Hijo del Altísimo, porque ha hallado favor ante Dios.

Jesús será grande, será santo y se le llamará Hijo de Dios. Se cumplen las promesas hechas a David y nosotros somos evangelizados con María, porque “todo es posible para Dios”: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios».

Esta palabra nos presenta la fidelidad de Dios a sus promesas de salvación y a Jesús como el salvador que viene a perdonar los pecados y a destruir la muerte. Viene a revelar el misterio escondido desde antiguo, como dice la Carta a los Romanos (16, 25): la llamada universal al reino eterno prometido a David. Todas las promesas apuntan a Cristo como el elegido para nuestra salvación, asumiendo la virulencia del mal para destruirlo. El plan de Dios para salvar al mundo está en acto. La salvación revelada a los profetas es ahora anunciada por el arcángel Gabriel a María, que acepta la voluntad de Dios y concibe a Cristo.

Estas palabras nos llenan de esperanza, porque también a nosotros se nos ha hecho esta promesa de ver nacer de nosotros a Cristo, venciendo la esterilidad de nuestra impotencia. También nosotros recibimos sobreabundantemente la gracia del Señor, con la que quiere llenar nuestro corazón. ¡Alégrate, por tanto, y salta de gozo tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá! ¿Qué es más difícil: que la Virgen sea concebida sin pecado, o que a nosotros se nos borren los pecados por la fe, para que recibamos el Espíritu Santo como María, que geste y dé a luz de nosotros un hombre nuevo incorporado a Cristo, con la vida de Dios en nosotros?: “El que escucha la palabra de Dios y la guarda, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre.”

También nosotros somos evangelizados con María. Cristo puede ser concebido en nosotros por la fe y dado a luz mediante las obras del amor de Dios, que es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos da. La salvación está cercana y hay que disponerse a acogerla reconociendo el amor de Dios para con nosotros y la fuerza de su poder, porque no hay nada imposible para Él. La gracia engendrada por haber acogido el anuncio del ángel envuelve por completo a María, para ser dada a luz en un mundo sumergido en tinieblas y sombras de muerte, y guiarlo por el camino de la paz. “Dichosa eres tú, María, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.”

Hoy la liturgia de vísperas llama a Cristo “Llave de David” que abre las puertas del reino eterno a través de su carne: “El que come mi carne tiene vida eterna”.

  Que así sea.

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Tercera feria mayor de Adviento. "Oh renuevo del tronco de Jesé"

Tercera feria mayor de Adviento. “Oh renuevo del tronco de Jesé”

(cf. San Juan Bta.)

(Jc 13, 2-7.24-25; Lc 1, 5-25)

Queridos hermanos:

En esta tercera feria mayor del Adviento, la palabra nos hace reflexionar sobre la iniciativa, la elección y el poder de Dios para salvar, sin detenernos a considerar la acción misma de salvación. “Dios es favorable”, y ese será el nombre de Juan, llamado a encarnar el kairós por excelencia de la historia. Será el mensajero del “Año de gracia del Señor”. Hijo de Zacarías (Recuerdo del Señor) y de Isabel (Descanso), hijo de padres justos y él mismo, lleno de Espíritu Santo ya desde el seno materno.

Como signo de que va a sacar vida de la muerte, Dios elige a través de la historia a mujeres estériles incapaces de dar vida, que nos hacen presente su intervención; que Él es la vida y para Él no hay nada imposible. La Escritura está llena de estériles fecundas: Sara, Rebeca, Raquel, la madre de Sansón, Ana e Isabel, que nos muestran su elección por parte de Dios. El fruto de sus entrañas será solo obra del poder de Dios, cuyo designio es comunicado generalmente por el anuncio del enviado, que deberá ser acogido por la fe: “concebirás y darás a luz un hijo”. En el caso de María, su infecundidad será fruto de su virginidad y no de defecto físico alguno, inaceptable en la maternidad del sumo bien, bondad y belleza en Cristo.

Es sorprendente la “incredulidad” de Zacarías, de quien la Escritura afirma su justicia y el caminar sin tacha ante Dios. También en el Evangelio vemos a los apóstoles dudar aun viendo a Cristo resucitado. San Lucas dice: “A causa de la alegría” (Lc 24, 41). El problema en Zacarías puede ser el de mirarse a sí mismo frente a la magnitud del acontecimiento, y sorprenderse de la gratuidad y la magnanimidad de Dios para elegir a alguien tan insignificante, hasta el punto de hacerle dudar. Sería una incredulidad motivada por considerar su indignidad, y no una duda del poder de Dios. De cualquier forma, lo que sí podemos deducir del acontecimiento es que, aun en gracias tan grandes, Dios respeta nuestra libertad sin imponerse ni condicionar nuestra razón de forma absoluta.

Dios elige desde el seno materno y aún antes, y provee lo necesario para la realización de su plan sin someterse a criterios humanos de valor; nos conoce desde antes de ser formados en las entrañas, y arrastra con la fuerza de su Espíritu a sus elegidos para la misión. Juan hará posible la reconciliación entre padres e hijos, para que, dejando toda rebeldía, adquieran la prudencia de los justos a la espera del Señor.

La salvación de Dios deberá ser acogida por la fe, por lo que es necesario un corazón bien dispuesto por la conversión. A eso va encaminada toda la predicación de Juan, y ahora de la Iglesia, a través de la liturgia, sirviéndonos la Palabra y la exhortación que nos disponga a la acogida del Señor como centro de nuestra vida.

Que así sea.

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Segunda feria mayor de Adviento, "Oh Adonai"

Segunda feria mayor de Adviento “Oh Adonai”

(Jer 23, 5-8; Mt 1, 18-24)

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra sigue presentándonos a Jesús, que no solo es hombre verdadero, sino además que su humanidad fue engendrada en el seno de la Virgen María, como lo fue su divinidad en el seno del Padre. Verdadero Hijo de Dios en sus dos naturalezas y verdadero Hijo de María, engendrado en ella por Dios. En orden a nosotros, Cristo se nos presenta hoy como Emmanuel y Jesús; prójimo y salvador nuestro. Dios cercano y misericordioso.

Toda paternidad procede de Dios, de quien toma origen toda vida, y es Él quien la participa a los hombres para el cumplimiento de una misión. La paternidad biológica no agota el contenido de la paternidad ni puede arrogarse la exclusividad en su significado. En la misión de reconocer, nutrir, educar y proteger a los hijos, esta paternidad debe ser perfeccionada para ser realmente tal. Su misión concluye solamente cuando el niño Jesús da muestras de que su iniciación en la fe ha sido completada: «¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Jesús ha reconocido al Padre, y José desaparece definitivamente de la Escritura.

San José es investido por Dios como padre “legítimo” según la ley, más que putativo, de Cristo, en todo salvo en su generación, que le fue revelada a través del anuncio del ángel. E imponiendo su nombre a Cristo, proveyendo lo necesario para su maduración humana, educándolo en la fe y en el conocimiento del Padre y de las Escrituras, y rodeándolo de los cuidados necesarios, ha ejercido realmente la paternidad que le fue confiada.

Pero antes de que le fuera confirmada su misión, José tuvo que pasar la prueba de la fe como Abrahán y como Cristo mismo ante la cruz. José tiene su porción de Moria y su Getsemaní de angustia ante un acontecimiento que no puede resolver razonablemente, pero ante el que debe decidir; solo entonces, Dios abrirá para él “el mar” y proveerá “el cordero”: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»

A nosotros también se nos confía por la fe en Cristo una maternidad, una fraternidad y en cierto sentido también una paternidad que ejercer en bien de aquellos que nos son encomendados. También tendremos la prueba purificadora de la fe ante la misión, porque: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.» «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»

Tanto la maternidad de María como la paternidad de José dependen de la acogida de una palabra vocacional del Señor. Así también en nosotros, como dice Jesús en el Evangelio: “El que escucha la palabra de Dios y la cumple, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”.

Así sea.

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Primera feria mayor de Adviento, "Oh Sabiduría"

Primera feria mayor de Adviento, “Oh Sabiduría”

(Ge 49, 2.8-10; Mt 1, 1-17)

Queridos hermanos:

          Comenzamos hoy estas ferias mayores de Adviento con las que nos preparamos para acoger a Cristo. En el Evangelio de hoy, contemplamos la presentación del Mesías que hace San Mateo, mostrándonos a Jesús, Hijo de David, situándolo en la Historia de la Salvación como cumplimiento y meta de Israel. Cristo es verdaderamente hombre; en Él se cumplen las bendiciones de Jacob a Judá, de las que habla la primera lectura, y también todas las promesas desde Abrahán, en quien serán bendecidas todas las naciones, en el Hijo de David, cuyo reino durará para siempre. Él es el objeto de todas las profecías y esperanzas de Israel y de la humanidad entera.

El Mesías será llamado "Hijo de David", de quien recibirá el reconocimiento como Señor (Mt 22,45). En su genealogía, Mateo habla de tres grupos de 14 generaciones, que ratifican la ascendencia mesiánica de Cristo a lo largo de la historia, según la profecía de Natán: el número 14 es la gematría del nombre de David (Dvd): Dálet, vau, dálet (4+6+4), David, que es repetido tres veces en la genealogía, a modo del superlativo hebreo.

Este Jesús es la "descendencia de la mujer que aplastará la cabeza de la serpiente, la estrella que surge de Jacob, el león de Judá, aquel a quien pertenece el bastón de mando y a quien rendirán homenaje las naciones, sabiduría, justicia, santificación y redención nuestra", que nos presenta Mateo, y ante quien hay que tomar posiciones: por Él, o contra Él. No hay opción más ineludible y trascendente en la historia humana, como dirá Jesús: "El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo, desparrama".

La Eucaristía nos renueva en la respuesta a Dios que nos presentó a su Hijo en Jesucristo, para que lo acogiésemos como nuestro Señor y Salvador. Comamos su cuerpo, bebamos su sangre, hagámonos un espíritu con Él y recibamos vida eterna, de forma que donde Él esté, estemos también nosotros.

          Que así sea.

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Lunes 3º de Adviento

Lunes 3º de Adviento

(Nm 24, 2-7.15-17; Mt 21, 23-27)

Queridos hermanos:

Los sumos sacerdotes y los ancianos que no han creído en Juan Bautista, mientras el pueblo lo tenía por profeta, no se atreven a decir que no venía de Dios. Ahora dudan de Jesús, no creen de hecho en él, pero se creen con autoridad para cuestionarle, sin tener en cuenta lo que enseña y realiza con signos y curaciones. Jesús va a arrancar de su boca la respuesta que los desautoriza a ellos, porque temen perder la estima de la gente, y no les ha importado discernir la presencia de Dios en Juan, a quien han rechazado. Si no son capaces de afrontar su propio discernimiento sobre Juan, han perdido toda la autoridad que pretenden ejercer sobre Jesús, al preguntarle. Jesús viene a decirles: ¿Y vosotros, con qué autoridad me preguntáis a mí? Manifestando ignorancia sobre Juan se acusan a sí mismos de incumplimiento de su deber de discernir ante Dios, respecto de los que se presentan como sus enviados. ¿Qué autoridad pueden, pues, esgrimir ante Jesús, si no la han ejercido respecto a Juan, por miedo al rechazo del pueblo? Jesús, por tanto, ignora su pregunta, y deja que sea su Padre, a través del Espíritu, quien hable a su favor.

Rechazando a Juan, han frustrado el plan de Dios sobre ellos, (Lc 7, 30) porque, de hecho, es a Dios a quien han rechazado en su enviado. Si su autoridad les venía de Dios, la han perdido y Jesús no se la reconocerá en ningún momento y, en consecuencia, no responderá a su pregunta. Como en el caso de Juan, deben discernir a través de las palabras y de los hechos de Cristo que lo acreditan como enviado de Dios y, más aún, como su Cristo, el Hijo de Dios vivo. En efecto, él habla y actúa con la autoridad que respalda el Espíritu Santo a través de sus obras: “Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36).  “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38). Si no creen en las señales que Dios hace en Cristo, cómo van a creer en sus palabras.

Conocer la voluntad de Dios implica discernimiento, sometimiento y obediencia a las señales y a los enviados que la anuncian. Ellos están obligados a discernir la autoridad de Cristo y la de Juan, por las obras y, al no hacerlo, se declaran autosuficientes y se sitúan fuera de la voluntad de Dios. Un corazón recto que ama al Señor discierne fácilmente su presencia. “Dios se manifiesta al humilde y al afligido que se estremece ante mis palabras, pero al soberbio lo mira desde lejos; Dios, resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes.”

Cómo podemos pretender que Dios nos hable si nuestro corazón está lejos de él y nuestros ojos y nuestros oídos están cerrados. También nosotros debemos discernir la voluntad de Dios a través de sus enviados: de los signos que los acreditan y de la Iglesia, siendo Dios quien nos los envía. Nos guste o no, el que hace el bien es de Dios y el que obra el mal, del diablo. El que obedece nunca se equivoca, mientras no se le incite a pecar. Hoy tenemos su palabra y este sacramento, que nos llama a entregarnos juntamente con Cristo diciéndole: ¡Amen!

Que así sea.

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Domingo 3º de Adviento C "Gozaos"

Domingo 3º de Adviento C “Gozaos”.

(So 3, 14-18; Flp 4, 4-7; Lc 3, 10-18)

Queridos hermanos:

          El Señor está cerca. El Amor se alegra al amar; se goza, como dice Sofonías en la primera lectura; y alegra también el corazón del hombre como el buen vino; como el vino nuevo dejado para el final. El Señor viene a salvar y se alegra, enmudeciendo ante los tormentos a los que su amor será sometido (cf. Is 53, 7), pero: “Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor ni anegarlo los ríos.” Lo sabe también san Pablo, encarcelado por amor a Cristo: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna.”

          Se acerca el fuego de este amor con el que el Espíritu Santo viene a bautizarnos. Se anuncia a Cristo, y hay que acogerlo con la conversión del corazón, escuchando a su profeta. Viene el fuego del Espíritu, que consume y purifica, que acrisola y fecunda, llenando el mundo de paz. Viene el amor que hace posible al hombre lo que sólo es posible para Dios. Viene el amor del Padre en su Hijo, encarnado y visible, que se hace Don en el Espíritu Santo.

          Para recibir lo inalcanzable de Dios, el hombre debe disponerse ampliando al máximo su capacidad, reduciendo al mínimo sus ansias de posesión. Debe llenarse de la justicia y vaciarse de la impiedad. Abajar su vanidad y su orgullo y rellenar ante el Señor la escabrosidad socavada por las pasiones.

          El Señor está a las puertas dejando oír la voz del mensajero que clama, para que se le franqueen los corazones y pueda entrar a cenar, volviendo la noche en fiesta, la oscuridad en luz, la tristeza en gozo y la soledad en amor. La esterilidad del alma se hará fecunda, los entendimientos se iluminarán, se sublimarán los sentimientos, y la esperanza quedará fortalecida, para que podamos caminar a su luz, guiados por sus preceptos.

          ¡Ven Señor, no tardes más en venir! Arrástranos tras de ti y te seguiremos de todo corazón; danos vida para que invoquemos tu nombre. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti. A ti, Señor, nos acogemos, y no quedaremos defraudados.

              Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 2º de Adviento

Sábado 2º Adviento

Eclo 48, 1-4.9-11; Mt 17, 10-13

Queridos hermanos:

Ante la inminencia de la venida del Señor, acontecimiento trascendental para la historia de la humanidad, el Señor ha ido preparando a su pueblo por medio de profetas, que le anuncian la llegada de un precursor poderoso en obras y palabras, como lo fue Elías, que preparará los corazones de los padres y de los hijos para acoger el Reino de Dios, que se acerca, abriéndoles sus ojos, destapándoles sus oídos y ablandándoles su corazón, mediante la conversión que les traerá la salud.

Rechazar a este profeta portador de la gracia de la conversión para el pueblo, frustrará el plan de Dios sobre ellos, impidiéndoles acoger al Señor (Lc 7, 30): Mirarán y no verán, oirán y no escucharán, no se convertirán, y no serán salvados.

Así lo anunciaron los profetas diciendo que la venida del Mesías sería día de tinieblas y oscuridad, (Jl 2, 2; So 1, 15) purificación de la paja por el fuego. Esperanza para ciegos y cojos, para publicanos y pecadores, pero para los que creen ver: ceguera y oscuridad. No reconociendo en Juan Bautista el espíritu y el poder de Elías, tampoco reconocieron en Cristo el espíritu y el poder de Dios. Lo mismo que fue rechazado Juan, lo será Cristo.

Si los profetas son rechazados, lo serán igualmente las palabras del Señor. Un signo de la acogida de la predicación del Evangelio es la acogida de quienes lo anuncian. Cristo envía a los discípulos, de dos en dos, a asumir en su cuerpo la acogida o el rechazo de la paz, del Reino, que anuncian proclamándolo cercano: “Quien a vosotros os recibe, me recibe a mí, quien a vosotros os rechaza, me rechaza a mí; y a aquel que me ha enviado”. Por eso, cuando digan las naciones: ¿cuándo te acogimos o te rechazamos?, dirá el Señor: “Cuando lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños.”

Que así sea.

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