Lunes 6º de Pascua
(Hch 16, 11-15; Jn 15, 26-16,4)
El testimonio de Cristo, con sus
palabras y con la entrega de su vida, lo confirma el Padre con sus obras a
través del Espíritu Santo. Así también nuestro testimonio, es acompañado por el
testimonio del Espíritu, en nuestro interior y ante el mundo. Cristo es el
testigo fiel y veraz enviado por el Padre, y quien constituye en testigos a sus
discípulos. Si por esta redención y este testimonio, Cristo ha entregado su
vida, sus discípulos también serán perseguidos. No hay amor más grande, ni
grandeza semejante a la de este amor. Quien lo recibe, se incorpora al
testimonio de Cristo y como él, debe asumir sin acobardarse el escándalo de su
cruz.
Como hemos escuchado: “El Espíritu dará testimonio de mí, y
también vosotros daréis testimonio”. Algunos exégetas hablan del Cristo
histórico y del cristo de la fe, atribuyendo a la fe de la comunidad cristiana la
divinización de Cristo. Con todo, deberán explicarnos, cómo aquel grupo de
discípulos “insensatos y tardos de
corazón”, a los que el estrepitoso fracaso humano de su maestro, dispersó,
e hizo encerrarse por miedo a los judíos, fueron capaces, y tuvieron la osadía,
de afrontar las consecuencias del acontecimiento, ofreciendo su vida por el
testimonio de aquel crucificado, realizar toda clase de prodigios y señales en
su nombre, y propagar su fe hasta los últimos confines de la tierra, en lugar
de disolverse y esconderse, como ratas, si no contaron con la veracidad del
testimonio del Espíritu, acerca de la divinidad de Cristo, y con su fortaleza. No
son ellos quienes han pergeñado y orquestado la divinización de Cristo, sino
quienes han sido alcanzados por ella, gracias al testimonio interior del
Espíritu, y a las obras que lo acompañan y acreditan.
Sólo a través de la purificación que dan
el sufrimiento y la persecución, se acrisola nuestra fe y nuestro amor, de su
carga de interés, en el buscarnos a nosotros mismos aun en las cosas más
santas, para poder aquilatarse en la gratuidad del servicio, y del don
desinteresado de sí, fruto del Espíritu.
Ante el escándalo de la cruz y de la
persecución que ellos mismos tendrán que soportar al igual que su maestro,
Cristo previene a sus discípulos, revelándoles los caminos inescrutables de
Dios, y sosteniéndolos con la fuerza del Espíritu Santo, que llena de gozo el
corazón de los fieles. Sufrirán, pero no perecerán. Hay un sufrimiento unido al
amor, que tiene plenitud de sentido y que es fecundo, y da fruto en abundancia
por los méritos infinitos del Verbo de Dios encarnado. Amar es negarse, y
negarse es siempre sufrir. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento
del Reino que son siempre amor, y sus discípulos, pasando tras el Señor por el
valle del llanto, van a ser sumergidos en el torrente del sufrimiento, del que
debe beber el Mesías, para levantar con él la cabeza, (cf. Sal 110, 7) en el
gozo eterno de la Resurrección.
Aquí, el Espíritu, es llamado Espíritu
de la Verdad, para suscitar la aceptación de su testimonio, que ni se engaña,
ni puede engañar. Es Dios quien apoya con sus obras la palabra de sus
mensajeros declarándolos veraces.
El Hijo ha recibido un cuerpo en Jesús
de Nazaret, y el Espíritu, en nosotros sus miembros, en la Iglesia, para
testificar ante el mundo el amor que Dios le tiene, y su voluntad de salvarlo
mediante la fe en Jesucristo.
Con esta palabra se nos propone la
misión, con persecución, y se nos promete el Espíritu; la suavidad de su
consuelo y la fortaleza de su defensa para vencer la muerte. La Iglesia
comparte con Cristo la misión de subir a Jerusalén, para dar la vida por el
testimonio del amor de Dios que ha conocido en Cristo, y que ha recibido del
Espíritu Santo.
La Eucaristía, con nuestro amén, nos
introduce en el testimonio de Cristo. ¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu
resurrección, Ven Señor!
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