El Sagrado
Corazón de Jesús A
(Dt 7, 6-11; 1Jn 4, 7-16; Mt 11, 25-30)
Queridos hermanos:
Celebramos hoy esta solemnidad del
Sagrado Corazón de Jesús. Aunque se
tienen noticias de esta devoción desde la Edad Media (s. XII), y después con
los misioneros jesuitas y San Juan Eudes, no es hasta 1690 que comienza a
difundirse con fuerza, a raíz de las revelaciones a Santa Margarita María
Alacoque.
Clemente XIII, en 1765 permite a los
obispos polacos establecer la fiesta, en esta fecha, del viernes de la octava
de Corpus Christi pero será Pío IX en 1856, quien la extienda a toda la
Iglesia. Después León XIII consagra al Corazón de Jesús todo el género humano.
Los misterios del Reino se revelan a los
pequeños, que a través de la misericordia del Padre son conducidos al conocimiento
del amor de Dios, en Cristo Jesús. Estos “cansados
y agobiados” encuentran en el corazón
manso y humilde de Cristo el alivio a sus fatigas.
Esta solemnidad nos lleva a contemplar
el amor de Dios que como dice la primera lectura, no olvida las promesas hechas
a quien le amó. Amor que se nos ha hecho cercano en Cristo, dándonoslo a cambio
de nuestros pecados; amor por el que ha padecido la pasión, derramando su
sangre, y por el que su costado ha sido traspasado por la lanza del soldado,
herida de la que los Padres ven brotar los sacramentos de la Eucaristía y del
Bautismo.
La clave de lectura de toda la creación,
y de toda la Historia de la Salvación y de la Redención realizada por Cristo,
es el amor por el que Dios se nos revela. Amor de entrega en la cruz de Cristo:
«Venid
a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.
Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi
carga ligera.»
Esas son palabras de amor en la boca de Cristo: humildad y mansedumbre, que adquieren toda su consistencia, tratándose de la persona de Cristo de incomparable grandeza y majestad. Como decía san Juan de Ávila: Si el que es grande se abaja, cuanto más nosotros tan pequeños. Si queremos que nuestra construcción sea sólida, hay que comenzarla enterrando profundamente los cimientos de la humildad. Sólo así se elevará hasta los cielos. Si el fuego del amor de Dios ha prendido en nosotros, cubrámoslo con la ceniza de la humildad para que ningún viento lo apague.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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