Domingo 9º del
TO B
(Dt 5,
12-15; 2Co 4, 6-11; Mc 2, 23-3, 6)
Queridos
hermanos:
No hay maldición más grande para el
hombre que olvidar su origen amoroso a manos de su creador, como se nos muestra
en el hombre de la mano seca que el Señor encuentra en la sinagoga: “Si me olvido de ti, que se me seque la mano
derecha”. El sábado como tiempo propicio para la acción ininterrumpida de
la misericordia divina, sitúa al hombre ante su origen, dando a su existencia
el sentido y la consistencia de su predestinación.
Jesús, curando en sábado, está en
sintonía con el espíritu del sábado, que Dios ha hecho para la salud del
hombre, y no para su propia complacencia. Está en el espíritu del sábado, el
alegrarse por la salvación de Dios. La trasgresión del sábado, en cambio, está
en buscar el propio provecho en sí mismo, prescindiendo de Dios. La falta de discernimiento
en la valoración del sábado, esconde en el fondo, un juicio a Dios, que con el
precepto buscaría sólo la sumisión del hombre y no su bien, al acercar su
corazón a él. En cambio la libertad frente al precepto, está motivada por el
“conocimiento” de Dios, que es amor siempre y sin segundas intenciones: “Misericordia quiero y no sacrificios,
conocimiento de Dios, más que holocaustos”.
“Ama, y haz lo que quieras”, decía San
Agustín parafraseando a Tácito. En sábado, la actividad del amor, como la del
gobierno del universo, no se interrumpen ni en el Padre ni en el Hijo: “Mi Padre trabaja siempre y yo también
trabajo”. Todo legalismo encierra siempre una falsa concepción de Dios, que
puede llegar a ser idolatría y hasta mala fe.
Ese
si es el espíritu del sábado: poner el corazón en el cielo, para que después le
sigan el espíritu y por último también el cuerpo. El verdadero sábado es aquel en
el que hay que hacer el bien y no el mal; el sábado en el que Dios gobierna el
universo haciendo justicia a los oprimidos por el diablo.
La respuesta de Jesús viene a ser: ¡El
sábado se puede amar!
Precisamente para eso ha sido
instituido el sábado. Dios descansa del trabajo de crear pero no suspende nunca
la actividad de su amor.
En una palabra, el espíritu del
sábado, como el de todos los mandamientos, es el amor, y no el cumplimiento
ciego de una norma de inactividad, a costa de lo que sea. Los escribas y
fariseos del Evangelio están incapacitados para discernir entre la norma y el
espíritu que la inspira, porque su corazón no está en sintonía con el amor, que
es Dios, al que desconocen profundamente, y su falta de discernimiento nace,
por tanto, de la ausencia de un amor que madura (cf. Flp 1,9-10+). Su relación con
Dios a través de la ley no es el amor, sino la búsqueda de auto justificación, que
les lleve a prescindir de la
misericordia, cuando dice Dios: “Misericordia quiero, conocimiento de Dios”;
yo quiero amor, y no obras vacías.
¿Acaso no es ese el espíritu del
sábado en medio de la aridez y el vivir cotidianos? Jesús, viendo al hombre de
la mano seca, tiene ante sí una imagen de la maldición que implica el
alejamiento de Dios. Un pueblo que honra a Dios con sus labios pero su corazón
está lejos de él. A este pueblo ha venido a llamar el Señor, para llevarlo al amor
del verdadero culto a Dios, Padre, Espíritu y Verdad, infundiendo en su corazón
el recuerdo entrañable de “Jerusalén”.
Que la Eucaristía nos introduzca y nos
haga madurar constantemente en el amor del Señor, del que brota la luz de todo
discernimiento.
Proclamemos juntos nuestra fe.
www.jesusbayarri.com
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