Domingo 16 A
(Sb 12,
13.16-19; Rm 8, 26-27; Mt 13, 24-43)
Queridos hermanos:
La palabra de hoy nos habla del Reino de los Cielos y de su
dinámica interna, mostrándonos su potencia, que como sabemos, se muestra en el
esplendor de la misericordia divina, que además de crearlo todo, lo engendra de
nuevo recreándolo en el amor por el perdón de los pecados.
La Revelación nos muestra que
Dios, no es sólo justo, omnipresente y omnisciente, sino sobre todo y en primer
lugar, Amor misericordioso, que crea al ser humano para un destino glorioso en
la comunión con él en el amor, y por tanto libre para rechazarlo, y cuando éste
elige el mal, le concede la posibilidad de la conversión al bien y de la
redención del mal. El Dios revelado de la fe, no sólo permite la existencia del
mal y un tiempo para la acción del maligno en espera de su justo juicio, que
mira sobre todo a la conversión y salvación de sus criaturas, sino que concede
al hombre la posibilidad de vencerlo con su gracia, a fuerza de bien, y de
redimir al malvado. No existe por tanto contradicción alguna entre la
existencia del mal en el ámbito de la libertad, y la del Dios revelado como
Amor, aunque si pueda haberla con un ente de razón inexistente al que queramos
llamar "dios", "dios justo", "dios omnipresente"
o "dios omnisciente".
La misericordia divina siembra la verdad y la vida a
la luz de su Palabra, mientras la perfidia del maligno hace su siembra en la
oscuridad de las tinieblas que le son propias, esparciendo la mentira, el
engaño, y la muerte. Pero como las tinieblas no vencieron a la luz cuando fue
creado el mundo, tampoco cuando fue recreado de nuevo y salvado de la muerte
del pecado. Ahora es tiempo de paciencia y de misericordia: “tiempo de higos”;
tiempo de potencia en el perdón; tiempo del eterno amor en espera de la
justicia y el juicio.
Todos
somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de
conversión y de afirmación y maduración en la caridad; tiempo en que es posible
la transformación de la cizaña en grano, hasta llegar a la santidad necesaria
que nos introduzca en Dios.
No
podemos olvidar que san Pablo fue un tiempo cizaña, y Dios permitió el mal que
hizo, y con su paciencia y su gracia lo salvó, y así dio tanto fruto, venciendo
el mal a fuerza de bien. El punto de partida de este itinerario de conversión es
la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el
Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores y testificamos al mismo
tiempo que el amor de Dios en nosotros ha comenzado a fructificar.
Proclamemos
juntos nuestra fe
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