Domingo 15 A
(Is 55,
10-11; Rm 8, 18-23; Mt 13, 1-23)
Queridos hermanos:
Conocemos la Palabra, el Verbo de Dios, su Hijo único,
porque Dios en su designio de amor se ha dignado enviárnoslo para salvarnos del
pecado y la muerte, rescatándonos de la esclavitud del diablo, y a la creación
entera, de la corrupción a la que fue sometida como consecuencia del pecado del
hombre.
Frente
a la acusación diabólica, se nos revela en Cristo la voluntad salvífica de
Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, y toma
la iniciativa tremenda de cargar sobre sí las consecuencias del pecado hasta el
extremo.
Para
eso, su Palabra, como la semilla, debe caer en tierra y morir, para dar un fruto
que el hombre puede recibir según la capacidad y preparación de la “tierra”,
que en el corazón humano pasa por su libertad, ya que el fruto para el que ha
sido destinado es el amor, que lo une a su creador en un destino eterno de vida,
de modo que la Palabra no vuelva vacía al que la envió, sino con la acogida o
el rechazo de cada uno nosotros.
Como
la tierra, el corazón del hombre necesita preparación, que reblandezca la
dureza de la incredulidad, le de perseverancia en el sufrimiento y desarraigo
de los ídolos. En definitiva: humildad y obediencia. Por eso dice el Evangelio:
dichosos los pobres, los que tienen hambre, y los que se hacen violencia a sí
mismos por el Reino. San Pablo nos exhorta en la segunda lectura, haciéndonos
valorar más los bienes definitivos que los combates que son necesarios para alcanzarlos.
Con
la llegada del Reino de Dios, es abolida la maldición a la que fue sometido el
pueblo según la profecía de Isaías, por la que fueron cegados sus ojos, tapados
sus oídos y endurecido su corazón por su negativa a convertirse. Ahora se abre
un tiempo favorable de conversión que inaugura Juan Bautista para Israel, y que
con Cristo alcanza hasta a los confines de la tierra.
Acoger
al precursor y al enviado, es acoger la gracia de la misericordia divina,
mediante el obsequio de la mente y la voluntad a Dios que se revela, y que se
realiza en la fe. Acoger la gracia de la conversión, abre los ojos, destapa los
oídos y ablanda el corazón, de forma que pueda acoger la semilla, “comprender” la palabra de Cristo, y la de
quienes le seguirán en la predicación del Reino.
El
sembrador “sale”, haciéndose accesible a nuestra percepción, como dice san Juan
Crisóstomo, y sale para darnos la “comprensión” de los misterios del Reino,
entrando en la intimidad con él, subiendo a su barca a reparo de las olas de la
muerte como dice san Hilario.
“Esta es la voluntad de mi Padre: que
todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y yo le resucite en el
último día” (Jn 6, 40).
Proclamemos
juntos nuestra fe.
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