Ascensión del
Señor
(Hch
1, 1-11; Ef 1, 17-27; A: Mt 28, 16-20; B: Mc 16, 15-20; C:
Lc 24, 46-53)
Queridos
hermanos
Esta fiesta se celebró hasta el siglo IV
junto con la de Pentecostés, en la que por la tarde los fieles de Jerusalén
acudían al Monte de los Olivos y se proclamaban los textos de la Ascensión.
Después comenzó a celebrarse separadamente, 40 días después de Pascua.
Esta fiesta viene a avivar en nosotros
la esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión con Dios. El que
bajó por nosotros, asciende con nosotros a la gloria: “suba con él nuestro
corazón”. Las figuras de Enoc y Elías abrieron nuestra mente y avivaron
nuestro deseo, de alcanzar las ansias profundas de nuestro corazón, sofocadas
por la frustración del pecado, y que llegan a su plenitud en Cristo.
Ascender, subir, y los otros términos
que describen el acontecimiento, son conceptos que nos hablan en realidad de
exaltar, glorificar; asumir en la gloria celeste, entrar en una dimensión
inaccesible a nuestros sentidos, en el cielo, de la persona de nuestro Señor
Jesucristo. Terminada su obra de salvación, Cristo “asciende” al cielo y “se
sienta” “a la derecha” del Padre. Su encarnación ha hecho posible su entrega y
ahora su presencia no será externa sino interior: ya no estará entre nosotros,
sino en nosotros.
Cristo está junto al Padre para
interceder por nosotros, y está dentro de nosotros sosteniéndonos e
intercediendo por el mundo. La fuerza que moverá a los discípulos ya no será la
del ejemplo, sino la del amor derramado en su corazón por el Espíritu.
Con él asciende nuestra naturaleza
humana. Un hombre entra en el cielo, pero como dice san Pablo: En Cristo se nos
da a conocer la riqueza de la gloria otorgada por Dios en herencia a los
santos: “A nosotros que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande
amor con que nos amó, nos vivificó, nos resucitó, y nos hizo sentar en él, en
los cielos, para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad
para con nosotros.”
No es sólo nuestra carne la que entra en
el cielo, sino nuestra Cabeza, cabeza del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia,
del cual nosotros somos miembros. Esta, es pues, nuestra esperanza como
miembros de su Cuerpo: seguir unidos a él en la gloria. Por eso debemos siempre
“buscar las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra cabeza, en
espera de su venida, sin que las cosas de abajo nos aparten de nuestra meta.
Cuando vino a nosotros no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos deja,
sino que nos manda su Espíritu. De simples creaturas hemos pasado a ser hijos.
Con la filiación hemos recibido también
la misión. Mientras el mundo ve a Cristo en nosotros, nosotros le vemos en la
misión, porque el Espíritu nos lo muestra en los frutos.
Proclamemos
juntos nuestra fe.
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