Martes 17º del TO

Martes 17º del TO

Mt 13, 36-43

Queridos hermanos:

          Cristo ha venido a instaurar su reino mesiánico de salvación, y al final de los tiempos lo entregará a su Padre, en cuyo reino no existirá el mal. El combate habrá terminado y reinará la paz en la gloria de Dios.

          Como en otras parábolas del reino, ésta de la cizaña, nos presenta en el ámbito de la libertad, propio de la criatura humana, la dialéctica entre el bien del Evangelio y la seducción del mal, al que Dios concede un tiempo para insidiar al hombre, que deberá ejercitase en la virtud, elegir el Bien, y afianzarse en la Verdad.

          Como a los siervos de la parábola, la existencia del mal en el mundo perturba a muchos que minusvaloran la fuerza del Evangelio, el poder de Dios, rechazan las fatigas del combate y están escandalizados de la libertad.

          También los discípulos acusan la dificultad y la resistencia a sobrellevar la responsabilidad de su ser hombres libres: “Explícanos la parábola.” Evidentemente, la dificultad no está en la existencia del mal con el que convivimos habitualmente, sino en la actitud aparentemente tolerante de Dios. Lo que no comprendemos ni los discípulos ni nosotros, y que escandaliza farisaicamente al mundo, es que Dios tenga una visión misericordiosamente tolerante respecto a los malvados, porque desea su salvación, hasta el punto de aceptar el sufrimiento que provocan, en carne propia, y que le conducirá hasta la muerte de cruz, en el ámbito del “Año de gracia del Señor.” Dios, en efecto, no desespera nunca de la salvación de nadie, y la ansía con toda la fuerza de su infinito amor, cosa que nos resulta inaudito, incomprensible y escandaloso, mostrando así lo mezquino de nuestro concepto de justicia, y lo carnal de nuestro pretendido amor.

          Además, en su pedagogía con nosotros, el Señor, trata también de hacernos comprender el valor del sufrimiento como inmolación amorosa, camino elegido por él, y que sólo el Espíritu Santo revela a quienes se internan en la espesura de la cruz, a la que alude san Juan de la Cruz. La cizaña viene a ser al discípulo, como la gracia de la  persecución que lo mantiene preparado para el combate. Como decía san Antonio: sin las tentaciones no se salvaría nadie.

           Que así sea.

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Domingo 17º del TO B

Domingo 17º del TO B

(2R 4, 42-44; Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15)

Queridos hermanos:

          El Evangelio de hoy, está en el trasfondo eucarístico de la Pascua. El alimento que trae “el profeta” para saciar al hombre, partiendo de la pobreza humana, sobre la que es pronunciada una palabra del Señor que la hace fruto inagotable de alimento y de evangelización, primero para Israel y después para las naciones.

          Signos como este de Cristo, quisiéramos ver realizar a nuestros pastores y a nuestros gobernantes. A Cristo, quisieron hacerlo rey por este signo, pero él no lo hizo para solucionar el problema del hambre, sino por compasión, y como anuncio de su misión mesiánica de saciar profundamente el corazón del hombre.

          No fueron los 20 panes de Eliseo, ni los 5 de Cristo, los que saciaron, sino la palabra del Señor pronunciada sobre ellos; la acción de gracias de Cristo mismo con su Pascua, a la que somos invitados por la fe y el bautismo, llamándonos a formar un solo pueblo, y un solo cuerpo de Cristo en la Eucaristía.

          Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre, generación tras generación, en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.

          La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo, que como Alianza eterna, nos alcanza, y nos une en sí mismo al Padre. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es “la meta y la esperanza, en la vocación a la que hemos sido convocados,” como dice la segunda lectura. La Eucaristía injerta nuestro tiempo, en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad, en su vida perdurable; nuestra carne, en la comunión de su Espíritu.

          ¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia, para ser capaces de saciar a esta generación con el pan bajado del cielo, que es Cristo?

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 16º del TO

Viernes 16º del TO

Mt 13, 18-23

Queridos hermanos:

          La palabra hace referencia a aquello de “tener ojos para ver, oídos para oír y corazón para comprender”. Hay un combate entre la fuerza del Evangelio y las dificultades que le oponen la dureza de nuestro corazón y la seducción del mal, para fructificar. A la dureza del corazón, se unen los obstáculos del ambiente, el ardor de las pasiones, la seducción de la carne, el mundo, y las riquezas.

          En definitiva, nuestra naturaleza caída (por la concupiscencia), a fuerza de ofrecer resistencia a la acción sobrenatural de la gracia, ha quedado indispuesta para la conversión, y necesita un suplemento de ayuda, “una gracia especial” que hay que impetrar, una nueva acción gratuita de Dios que abra el corazón humano a la omnipotencia de su misericordia. Hace falta, en fin, acoger el “Año de gracia del Señor”, el tiempo favorable que nos llega con Cristo, por medio del Evangelio. Después seguirá siendo necesario un constante: cuidado, vigilancia y atención, como si del cultivo de un campo se tratara. Dios es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a Cristo. Recordemos aquello de “La Imitación de Cristo”: “Temo al Dios que pasa.”

          Velad y orad; esforzaos por entrar por la puerta estrecha; permaneced en mi amor; el que persevere hasta el fin, se salvará; el Reino de los Cielos sufre violencia, y sólo los que se hacen violencia a sí mismos, lo arrebatan, según aquello que dijo el Señor a la beata mejicana, Conchita: “Hay gracias especiales que se adquieren con dolor.” Estas palabras no contradicen en absoluto la gratuidad de la salvación de Cristo, y expresan, en cambio, la necesidad, de que nuestra adhesión al Evangelio, se realice libre y voluntariamente.

          Estas palabras nos recuerdan la necesidad del combate inherente a la vida cristiana, para el cual hemos recibido gratuitamente el Espíritu Santo, sin el cual es imposible dar el fruto del amor, necesario para alimentar al mundo. Unos con treinta, otros con sesenta y algunos con ciento.

          Que así sea.

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Domingo 16º del TO B

Domingo 16º del TO B 

Jer 23, 1-6; Ef 2, 13-18; Mc 6, 30-34

Queridos hermanos:

          Como nos muestra el Evangelio, todo tiene su tiempo: Su tiempo el trabajo y su tiempo el descanso. Así lo ha querido el Señor dándonos esta realidad corporal, que arrastra las debilidades de una carne sometida a las consecuencias del pecado (Ge 3,17), con la esperanza de su glorificación y el auxilio de la bondad divina en este destierro. El Señor educa a sus discípulos que serán también pastores en su nombre, enseñándoles a sacrificar incluso su descanso, para compadecerse de quienes careciendo de todo: “vejados y abatidos” acudan a ellos. Sólo el amor hace posible el don sin medida y el verdadero descanso: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” dirá Jesús. Dios descansa de crear el mundo, pero no de gobernarlo con amor, y de renovarlo cada día con su misericordia. En el amor, trabajo y descanso no son incompatibles.

          Dios quiere siempre el bien para su pueblo; provee a sus necesidades y lo defiende de los peligros como hace un pastor con sus ovejas. Dios suscita para esta misión, pastores que cuiden en su nombre a sus ovejas, y si las descuidan y son atacadas por el lobo, les pide cuentas, o los sustituye. Cuando los pastores fallan, dice Dios: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas.” (Ez 34, 15).

          Hoy el Señor nos mira con amor y se compadece de aquellos de nosotros que andemos como ovejas sin pastor, a merced de tantos lobos que buscan nuestro mal, y nos dispersan con sus embustes, y nos llama para que acudamos a Cristo. Cristo es el Buen Pastor que Dios ha suscitado para arrancar sus ovejas al maligno. Quien se une a Cristo, está a salvo de todo mal. Quien escucha al diablo, se deja seducir por las ideologías y los falsos profetas del mundo, a través de los medios de comunicación, de las sectas, de brujos y adivinos, que en nombre de la libertad, el bienestar, la cultura, y la “ciencia,” no son sino heraldos de Satanás que engañan y pervierten a cuantos andan dispersos y a merced de sus pasiones, haciéndolos caer en toda clase de trampas.

          La Iglesia tiene la Verdad del amor de Dios con la que nos pastorea en Cristo, dándonos los buenos pastos de su palabra, y el Espíritu Santo; él es el verdadero profeta a quien hay que escuchar para vivir; él es nuestro guía, que nos congrega, nos conduce y nos defiende: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados; tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vosotros; y encontraréis reposo para vuestras almas.”

          Cumpliendo en su carne la Ley, como dice la segunda lectura, Cristo, anula las prescripciones desfavorables que nos condenaban, introduciéndonos en el verdadero descanso.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 15º del TO

Viernes 15º del TO 

Mt 12, 1-8

Queridos hermanos:

Partiendo del error de discernimiento respecto al sábado que tienen los judíos, el evangelio nos pone de manifiesto que el corazón de todos los preceptos es el amor. Sólo cuando el amor madura, crece el discernimiento. El saber distinguir entre la letra y el espíritu de la ley. Lo que es importante, de lo que no lo es. Por eso el Señor dice a los judíos: Cuándo vais a aprender qué significa aquello de: “Misericordia quiero;” yo quiero amor. “Justicia sin misericordia es crueldad,” y nada más alejado del espíritu de la ley. El espíritu del sábado es amor al hombre, y despega su corazón del interés, para ponerlo en Dios. Dios ha querido relacionarse con el hombre, dando vida y sentido a su existencia, por encima de sus ocupaciones y sus relaciones con sus semejantes. 

Entre los preceptos de la ley, algunos son de gran importancia, como el descanso sabático, pero el corazón de todos ellos es el amor, porque proceden de Dios, que es amor, y buscan la edificación del hombre en el amor y la contemplación, en la gratuidad y la bondad divina, despegándolo del interés. Para discernir en casos de conflicto entre la letra y al espíritu de la ley, es necesario un discernimiento, que sólo es posible en presencia del amor en el corazón. Sólo así es posible juzgar rectamente. Las gafas para ver al otro a través de los hechos, sin distorsión, es la caridad: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios,” experiencia del amor de Dios. A los judíos faltos de discernimiento, Jesús dirá: “Id, pues, a aprender qué significa aquello de Misericordia quiero, que no sacrificios.”

El discernimiento es capaz de distinguir y valorar lo importante frente a lo accesorio; distinguir entre la letra y el espíritu del precepto, en presencia de la caridad: mientras la ciencia infla, la caridad edifica. Pero la caridad es derramada en el corazón por el Espíritu, en aquellos que creen, acogiendo en su vida la voluntad de Dios. Detrás del discernimiento está aquello de: “ama y haz lo que quieras,” y aquello de: Misericordia quiero. Quien tiene amor tiene sabiduría, mientras en el falto de amor sobra necedad.

La misericordia de Cristo hace que el paralítico tome su camilla en sábado; toca al leproso, y mueve los corazones a la bendición y la glorificación de Dios. Ese es el espíritu del sábado, poner el corazón del hombre en el cielo; su espíritu, y también su cuerpo.

  El sábado, liberando al hombre de la maldición que pesa sobre el trabajo, que lo mantiene siempre en la búsqueda del sustento, le concede un anticipo de la vida celeste, en la que Dios será nuestro único sustento eternamente.

 Que así sea.

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Jueves 15º del TO

Jueves 15º del TO

Mt 11, 28-30

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos habla del yugo, que evoca el trabajo, como algo que todos tenemos que realizar en esta vida, nos guste o no.

          Con una mirada de fe, podemos decir, que el pecado, ha puesto sobre nuestros hombros, un yugo pesado, que hace nuestra vida, muchas veces insoportable, esclavizándonos al diablo, como dice la carta a los hebreos, por nuestra experiencia de muerte, consecuencia del pecado.

Por otra parte, en el evangelio de hoy, el Señor, nos invita a cambiar el yugo del diablo, por el suyo, que es suave y ligero.

Frente a la soberbia y el orgullo, el Señor nos invita a aprender de él, que es manso y humilde de corazón; no a crear el mundo o a hacer grandes prodigios, sino a ser humildes, como él, que siendo grande, se hizo pequeño, se humilló por nosotros, hasta la muerte de cruz.

Si el poder del Señor es tan grande como para crear y gobernar el universo, cuánto más lo será para cuidarnos a nosotros tan pequeños. Su amor es tan grande como su poder; con la misma potencia con la que ha creado el universo, nos ha redimido y nos ama.

Cristo fue enviado por el Padre a proveer a nuestra salvación mediante el perdón de los pecados, para que fuésemos liberados de la carga que nos oprimía. A él debemos acudir aceptando su yugo suave, de obediencia de la fe; yugo de humildad y de mansedumbre, por las que se sometió a la voluntad del Padre. Ha aceptado ser uncido a nuestra carne mortal, por amor, para “arar” con nosotros, y que nosotros aceptemos su voluntad, para entrar con él en su descanso. Decía un proverbio antiguo: “si quieres arar recto, ata tu arado a una estrella”. Nosotros somos invitados por el Señor, a unirnos a él, en el yugo de nuestra redención, para el arar de nuestra salvación. Decía Rábano: “El yugo del Señor Jesucristo es el Evangelio que une y asocia en una sola unidad a los judíos y a los gentiles. Este yugo es el que se nos manda que pongamos sobre nosotros mismos, esto es, que tengamos como gran honor el llevarlo, no vaya a ser que poniéndolo debajo de nosotros, esto es, despreciándolo, lo pisoteemos con los pies enlodados de los vicios. Por eso añade: Aprended de mí." (cf. Catena áurea, 4128).

Efectivamente, de Cristo hay que aprender la humildad y la mansedumbre, sometiendo con su yugo el orgullo y la soberbia que nos impiden inclinar la cabeza fatigando así nuestro espíritu, en nuestra pretensión de ser dioses, mientras él, siendo Dios, se sometió a hacerse hombre,  e inclinó su cabeza bajo el arado de la cruz. “Cristo, por el fuego del amor que ardía en sus entrañas, se quiso abajar para purgarnos; dándonos a entender que si el que es alto se abaja, con cuánta (más) razón el que tiene tanto por qué abajarse, no se ensalce. Y si Dios es humilde, que el hombre lo debe  ser. (cf. San Juan de Ávila, Audi filia, caps. 108 y 109).

Si él tomó nuestro yugo para llevar su cruz, nosotros debemos tomar el suyo, para llevar la nuestra, e ir en pos de él.  ¿Quieres ser grande? Comienza entonces por ser pequeño. ¿Tratas de levantar un edificio grande y elevado? Piensa primero en la base de la humildad. Y cuanto más trates de elevar el edificio, tanto más profundamente debes cavar su fundamento. ¿Y hasta dónde ha de tocar la cúpula de nuestro edificio? Hasta la presencia de Dios.” (San Agustín. Sermones, 69,2).

          Que así sea.

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Domingo 15º del TO B

Domingo 15º del TO B 

(Am 7, 12-15; Ef 1, 3-14; Mc 6, 7-13)

Queridos hermanos:

          En esta Eucaristía el Señor nos presenta la misión. Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión, que se va perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero hay además distintas funciones, como corresponde a los distintos miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

          Amós es llamado y enviado sin ser profeta, porque es la misión la que hace al misionero. Nosotros somos llamados por Cristo a llevar a cabo “la obra de Dios” para saciar la sed de Cristo, que es la salvación de los hombres. Esta salvación debe ser encarnada por testigos elegidos por Dios desde antes de la creación del mundo, como dice la segunda lectura siendo santos por el amor.

          Dios quiere hacerse presente en el mundo a través de sus enviados, para que el hombre no ponga su seguridad en sí mismo, sino en él. Constantemente envía profetas, y da dones y carismas que purifiquen a su pueblo, haciéndolo volver a él, sin quedarse en las cosas, en las instituciones o en las personas. En estos últimos tiempos, en los que la muerte va a ser destruida para siempre, Cristo envía a los anunciadores del Reino, preparando el “año de gracia del Señor”.

          El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder, y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las propias fuerzas. Sólo en la respuesta del hombre, se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

          Cristo, es enviado a Israel como “señal de contradicción.” Lo acojan o no, Dios habla a su pueblo a través de su enviado. Por su misericordia, Dios ayuda al hombre a replantearse su posición ante él, y así le da la posibilidad de convertirse y vivir.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 14º del TO

Viernes 14º del TO

Mt 10, 16-23

Queridos hermanos:

          Hay persecuciones porque hay depredadores, gente seducida por el lobo, que suelen vestirse con piel de oveja. No hay que provocar la persecución sino actuar con prudencia ante quienes engañan, y con la astucia que saben utilizar los malos para sus maldades. Con todo, la persecución no faltará. Dios que la permite, hará que produzca fruto mediante el testimonio del Espíritu, y sea un medio de conversión para nosotros y para el mundo que no lo conoce o se ha apartado de Dios.

          Como dice San Agustín: El que nos parece el peor se convierte y es el mejor; y el que nos parecía el mejor se pervierte y es el peor. “Corruptio optimi, cuiusque pessima” (conversio pessimi, cuiusque optima) Nuestro trabajo es prestar libremente y de buen grado nuestro cuerpo, y el fruto, es Dios quien lo da muy por encima de nuestras capacidades y expectativas. Dios inspira a quien habla en su nombre y convierte a quien escucha con un corazón recto.

          El protomártir Esteban nos pone de manifiesto no sólo la persecución real a los discípulos en aquel ambiente del rechazo a Cristo, sino su condición esencial frente al mundo, siempre en constante oposición a la misión del discípulo: Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel. “Señal de contradicción”. Esa es la esencia de la condición del cristiano y deberá serlo en cada generación, según la visión profética del Señor: Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán. Yo al elegiros os he sacado del mundo. Si el mundo os odia sabed que a mí me ha odiado primero, porque no han conocido ni al Padre ni a mí.

          Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, y mi espíritu hablará por vosotros, dándoos una sabiduría a la que no podrá contradecir ningún adversario vuestro; también hablaré ante el Padre en defensa vuestra, mostrándole mis llagas gloriosas que os purifican de todo pecado y de todo mal; os fortaleceré para que podáis perseverar hasta el fin, en el testimonio que se os asignará para salvación del mundo, y que os salva a vosotros desde ahora: Veréis el cielo abierto y al Hijo del hombre en pie a la derecha del Padre.

           Caridad y anuncio son inseparables y se corresponden mutuamente: Cristo es el cumplimiento de las profecías, al que tienden todas las Escrituras y la misma historia de la salvación humana. Esteban recibe el Espíritu del Señor, y junto a su sangre, ofrece a Dios el perdón de sus enemigos, como digno discípulo del Señor crucificado en su favor.

          Así se propagará su testimonio precioso por el mundo griego y llegará hasta nosotros, que lo recordamos unido a la emoción navideña del “Niño” recostado en un pesebre: Pajas y maderos que envuelven glorias y amores eternos; Como dijo Tertuliano: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologético, 50,13). En medio de la persecución, hacemos presente al Señor, que nos acompaña siempre con su cruz, levantada y gloriosa desde la cuna hasta el sepulcro.

          Que así sea.

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Lunes 14º del TO

Lunes 14º del TO 

Mt 9, 18-26

Queridos hermanos:

          De nuevo la palabra nos invita a contemplar la fe que salva y que cura, para suscitarla en aquellos que acuden a Cristo, como signo de la presencia de Dios en él. Por la fe se aferra la vida, y la muerte queda vencida por el perdón de los pecados. La precariedad de la existencia ansía la plenitud de la vida que es Dios. La fe es el resultado del don de Dios que se revela al espíritu humano como moción interior, a la que se unen el testimonio humano y el testimonio del Espíritu, apoyado fundamentalmente por las Escrituras y la predicación del Kerigma, dándole la certeza de la Verdad del Amor de Dios.

          Los discípulos, acogiendo la predicación, las señales y la caridad de Cristo, creen en él como maestro, profeta, y enviado de Dios, pero será el Espíritu Santo, quien testificará a su espíritu su divinidad; el ser Hijo del Altísimo, transformando sus creencias, en la fe, que se hace acompañar de la esperanza y el amor. Uniéndose a la moción interior del Espíritu, la fe se hace operante en la súplica, en la intercesión, en el sacrificio de la entrega, y en la obediencia que se crucifica; se hace confianza, en el dolor que conmueve, y lleva a la compasión.

          En medio de la precariedad de este mundo donde todo es transitorio y sujeto a la corrupción, Cristo hace presente la vida definitiva que el hombre está llamado a recibir por la fe en él. Ninguna adversidad puede frenar la providencia, la misericordia y el poder de Dios, que sólo se detiene ante nuestra libertad, esperando, y suscitando nuestro amor.

          No nos basta que Cristo haya resucitado y recibido todo poder, ni es suficiente oír hablar de él; es necesario tener el encuentro personal de la fe, en lo profundo del corazón, que ilumine la mente y mueva la voluntad al amor de Dios que se revela. Como vemos en el Evangelio, la cercanía física no basta, como tampoco el parentesco o la vecindad. El mismo sacramento de la Eucaristía en el que no sólo se toca sino que se come a Cristo, es un sacramento de la fe, para la vida eterna.  

          Ante la fe en Cristo, se desvanece la impureza de la mujer, se detiene la hemorragia de su vida y se aniquila la muerte de la niña, y de toda la humanidad, no sólo física, sino también espiritual, y se nos da vida eterna. Todos necesitamos de esta fe que salva, para que nos mueva también a interceder por la salvación de todos los hombres, mediante el amor que el Espíritu derrama en nuestro corazón.

           Que así sea.

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Domingo 14º del TO B

Domingo 14º del TO B

(Ez 2, 2-5; 2Co 12, 7-10; Mc 6, 1-6)

Queridos hermanos:

          Dios ha querido siempre manifestarse a través de sus enviados; hombres a los que mueve por medio de su Espíritu, hasta que en Cristo, su presencia en el hombre se hace total y definitiva por medio de su Hijo.

          Es Dios quien elige cómo, cuándo, y a través de quién, desea manifestarse. Elige, fortalece y envía: «Quien os acoge, me acoge a mí, y quien me acoge a mí acoge a aquel que me ha enviado.»

          Ante las necesidades concretas de su Iglesia, Dios suscita dones y carismas que la edifiquen y la renueven; y aunque las normas y las instituciones eclesiales son obra suya, llama y envía en ocasiones a un irregular en su nombre como hacía con los profetas. En toda la historia de la Iglesia se da esta dialéctica entre Institución y Carisma, como se dio también en el Antiguo Testamento entre sacerdocio y profecía. El paradigma, es una vez más Cristo, a quien Dios suscita del pueblo, sin pertenecer a la casta sacerdotal ni a la nobleza: “El carpintero, el hijo de María.”

          La jerarquía tiene la responsabilidad de acoger, después de discernir, los dones y carismas de Dios, por lo que necesita estar siempre vigilante y en comunión con la voluntad de Dios. San Lucas en su Evangelio nos presenta un ejemplo de esta responsabilidad, cuando dice que los fariseos y legistas, al no acoger el bautismo de Juan, frustraron el plan de Dios sobre ellos (cf. Lc 7, 30).

          También en la encarnación del Hijo de Dios en la debilidad humana, al pueblo le cuesta aceptar a su enviado; se escandaliza mostrándose duro de corazón. Estamos dispuestos a ser deslumbrados por el poder de Dios, pero no a que venga envuelto en la fragilidad humana. En el mundo se dice: Cristo si, pero la Iglesia, no. El problema de la encarnación golpea el orgullo humano que, se resiste a humillarse ante otro hombre. Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios es fiel al don de la libertad que nos ha dado para que le amemos.

          También el enviado, como san Pablo, se queja de tener que cargar con su debilidad en la misión, porque se le relativizan sus dones. Dios es grande en la debilidad humana. Eso debe bastarle. Así, la fe brilla en la libertad y en la humildad del hombre, sin que Dios se le imponga con su poder.

          Para dar el salto a la fe, el hombre debe responder a la pregunta del Evangelio: «¿De dónde le viene esto?», pero eso, supone reconocer la presencia de Dios en alguien, y por tanto obedecerle, por lo que con frecuencia, el hombre se niega a responder a la pregunta. Al quedar al margen de la fe, el poder de Dios queda frustrado en Jesús por nuestra libertad, como dice el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro.»

          El profeta hace presente a Dios, y a los que están fuera de su voluntad, les recuerda su desvarío tan sólo con su presencia. Como dice la primera lectura: “Y ellos, escuchen o no escuchen, ya que son casa rebelde, sabrán que había un profeta en medio de ellos.” Si se obstinan en su maldad, tendrán que responder ante Dios, pero también se les ofrece la gracia de arrepentirse y vivir.

          Cristo con su presencia hace presente la misericordia de Dios y su juicio como dijo Simeón: «Este está puesto para caída y elevación de muchos; señal de contradicción.»

          Hoy somos invitados a este sacrificio, sacramento de nuestra fe, que es vida eterna para los que apoyan su vida en Dios.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 13º del TO

Jueves 13º del TO

Mt 9, 1-8

Queridos hermanos:

          El amor de Dios por el hombre no queda anulado por el pecado. Dios es fiel, y su amor no mengua ante nuestra infidelidad; ha enviado a Jesucristo como cumplimiento de sus promesas, y ha sellado su alianza en la sangre de Cristo para el perdón de los pecados. Siendo amor, no puede negarse a sí  mismo, y a pesar de nuestra infidelidad, permanece fiel.

          Entre la fidelidad de Dios y la del hombre, media la fe, por la que le son perdonados sus pecados y le es dado el Espíritu Santo, para que el hombre no sólo quede curado, sino también fortalecido para seguir al Señor haciendo la voluntad de Dios. El sí de Dios al hombre, que se ha mantenido a través de la historia a pesar de la infidelidad humana y que ha llegado a su plenitud en Cristo, alcanza para el hombre a través de la fe, la promesa de Dios.

          El hombre acogiendo a Cristo, responde mediante la fe, a Dios, que lo entrega para perdonar el pecado. Por eso dice el Evangelio que Cristo “viendo la fe de ellos” afirma que los pecados del paralítico están perdonados. Sólo menciona los pecados del paralítico porque es en él, en quien va a realizar la señal, pero la fe que comparten, les alcanza también la justificación y el perdón. La fe del paralítico al que Cristo llama “hijo” queda implícita en la de aquellos que le ayudan y en la obra que realizan juntos, de la misma manera que lo está el perdón de aquellos de los que se proclama su fe, en el perdón del paralítico.

          Es importante destacar la “obra” que realizan juntos de: “abrir el techo encima de donde él estaba”, y que el evangelista interpreta diciendo: “Viendo la fe de ellos”. Hay ocasiones extremas en las que la oración, requiere pasar a la acción heroica de un amor por el que se niega uno a sí mismo en favor del otro; que no sólo implica nuestra preocupación o nuestro tiempo, sino que incluso requiere involucrar nuestro dolor o nuestra propia vida, como ha hecho Cristo por nosotros.

          Cristo distingue, pero relaciona la capacidad de perdonar con la de curar: “Para que veáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar...“ La enfermedad y la muerte, hacen referencia al pecado, y por ello el perdón del pecado vence también la muerte que actúa en la enfermedad. Cristo une con frecuencia las curaciones a la fe que perdona los pecados, y el perdón al amor que lo hace visible.  En efecto, donde está el amor lo están también la fe y la esperanza, y no tiene cabida el pecado.

          Los prodigios del pasado, en los que Dios mostró su amor salvando a Israel de Egipto y perdonando sus pecados, se renuevan ahora en Cristo, que salva definitivamente a su pueblo de los pecados, perdón por el que se ha hecho siervo el Señor, tomando condición de esclavo. Amor salvador de Dios, como había anunciado el ángel a María; amor, que se significa a través de las curaciones y que hace brotar la glorificación y las alabanzas a Dios, que obra maravillas.

          También nuestra fe debe hacerse visible a todos en el amor a los hermanos y en la intercesión por ellos al Señor que ve los corazones. La fe debe llegar a ser “fidelidad” para que la justificación se traduzca en vida, y vida eterna, como dice la Escritura: ”El justo vivirá por su fidelidad.”

          Que la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, borre nuestros pecados y nos alcance la salvación y la vida eterna, intercediendo por nuestros hermanos.

           Que así sea.

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