Jueves 17º del TO

Jueves 17º del TO

Mt  13, 47-53

Queridos hermanos:

          El Reino de los Cielos es una realidad sobrenatural de gracia, a la que son invitados los hombres que, a la sazón, se encuentran bajo la maldición del pecado, y que deben responder a esta llamada, libre y responsablemente, acogiendo la gracia, que como un traje de fiesta, se les ofrece gratuitamente.

          Hoy la palabra nos habla del “discernimiento”, necesario para arrebatar el Reino de Dios. El Evangelio lo exalta en las parábolas y en el amante de las Escrituras que ha acogido el Evangelio. La red de la parábola debe también pasar un discernimiento sobre lo que ha arrastrado indiscriminadamente, y al igual que a la semilla y a la cizaña, se le concede un tiempo. Nosotros necesitamos discernir para conducir nuestra vida, porque también nosotros seremos sometidos a discernimiento, como los peces de la red, y la gratuidad de la llamada a la salvación, debe ser confirmada por nosotros, mientras permanecemos en la red, con la perseverancia de nuestras obras. En Cristo, Dios mismo ha querido introducirse en la red junto a nosotros, y a través de la gracia, sanar la maldad de los pescados para el día del discernimiento.

          El discernimiento no es una sabiduría cualquiera, sino la sabiduría para gobernar. Todos necesitamos gobernar bien, aunque sólo sea nuestra propia vida, para conducirla a su meta. Si Dios es “la verdad y la vida plena” a la que hemos sido llamados en nuestra existencia por la “misericordia,” el discernimiento debe guiarnos a él, por los caminos de la sabiduría, que se nos revelan como “tesoro escondido” y “perla preciosa.” En efecto, dice la Escritura que el temor de Dios es el principio de la sabiduría. Quien posee muchos conocimientos y se aparta de Dios, está falto de sabiduría.

          Si el discernimiento es tan importante que de él depende la realización de nuestra existencia, es vital saber dónde se encuentra o cómo puede adquirirse. Para san Pablo la condición necesaria para poseerlo, consiste en que el amor de Dios, que procede del Espíritu Santo, sea el motor de nuestra vida. “Para quien ama a Dios todo concurre a su bien.” Es el amor de Dios el que ilumina todos los acontecimientos del que ama, para discernir y ser encaminado por ellos al bien. La propia comunidad, como germen del Reino de Dios, independientemente de sus limitaciones individuales, es la perla de gran valor, el tesoro que, sólo el discernimiento del amor que encierra, hace posible apreciar a quien lo posee.

          Para san Agustín, en efecto, la perla preciosa es la Caridad, y sólo los que la poseen han nacido de Dios. Este es el gran criterio de discernimiento, continúa diciendo, porque aunque lo poseyeses todo, sin la Caridad, de nada te serviría. Y al contrario, si no tienes nada, si a todo renuncias, y lo desprecias, para alcanzar a conseguirla, lo tienes todo, como dice san Pablo: “El que ama, ha cumplido la Ley” (Rm 13, 8.10); ha alcanzado el Reino, porque Dios es amor.

          Que así sea.

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Miércoles 17º del TO

Miércoles 17º del TO

Mt 13, 44-46

          Queridos hermanos:

           Para descubrir el valor del Reino de los Cielos: tesoro o perla, hace falta sabiduría; discernimiento entre lo que se nos ofrece y lo que podemos ofrecer para conseguirlo. Cualquier precio sería, no obstante, insignificante para adquirir el tesoro del Reino. Lo que se nos propone es, por tanto, la compra del campo que lo contiene, porque el valor del Reino es infinito para quien lo descubre. A cambio, se nos pide, solamente en prenda, como garantía o como aval, apenas lo que poseemos en bienes, tiempo o dedicación, o dicho de otra forma la propia vida, que debe ponerse a su servicio sin límite alguno, hasta el punto de negársela a uno mismo según nos sea solicitado. Ya lo decía la Escritura desde antiguo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Haz esto y vivirás”.

          El llamado joven rico calculó erróneamente, pensando que sus bienes tenían más valor que la vida eterna del Reino, y no compensaba su compra. Era rico en bienes, pero pobre en sabiduría y discernimiento, y no pudo valorar el tesoro escondido en la carne de Cristo, ni siquiera viendo los destellos de su palabra y de sus obras. Al llamado joven rico de la parábola, Dios le dio la oportunidad de atesorar limosna, y entrega, pero prefirió atesorar riqueza.

          Jesús señala al rico una vía de salida de su peligrosa situación: «Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6, 20); «Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16, 9). Sala tu dinero, blanquea tu dinero negro con la limosna. La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme;” hazte discípulo del “maestro bueno;” cree, y llegarás a amar a tus enemigos, y “serás hijo de tu padre celeste,” y entonces tendrás derecho a la herencia de los hijos, que es la vida eterna.

          Lamentablemente el discernimiento y la sabiduría, no se venden, ni los prestan los bancos, y en cambio, están relacionados con la pureza del corazón de un amor que madura, y ambos pueden recibirse gratuitamente acudiendo a Cristo, que generosamente se ha entregado a la muerte para obtenerlos para nosotros.

           Que así sea.

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Martes 17º del TO

Martes 17º del TO

Mt 13, 36-43

Queridos hermanos:

          Cristo ha venido a instaurar su reino mesiánico de salvación, y al final de los tiempos lo entregará a su Padre, en cuyo reino no existirá el mal. El combate habrá terminado y reinará la paz en la gloria de Dios.

          Como en otras parábolas del reino, ésta de la cizaña, nos presenta en el ámbito de la libertad, propio de la criatura humana, la dialéctica entre el bien del Evangelio y la seducción del mal, al que Dios concede un tiempo para insidiar al hombre, que deberá ejercitase en la virtud, elegir el Bien, y afianzarse en la Verdad.

          Como a los siervos de la parábola, la existencia del mal en el mundo perturba a muchos que minusvaloran la fuerza del Evangelio, el poder de Dios, rechazan las fatigas del combate y están escandalizados de la libertad.

          También los discípulos acusan la dificultad y la resistencia a sobrellevar la responsabilidad de su ser hombres libres: “Explícanos la parábola.” Evidentemente, la dificultad no está en la existencia del mal con el que convivimos habitualmente, sino en la actitud aparentemente tolerante de Dios. Lo que no comprendemos ni los discípulos ni nosotros, y que escandaliza farisaicamente al mundo, es que Dios tenga una visión misericordiosamente tolerante respecto a los malvados, porque desea su salvación, hasta el punto de aceptar el sufrimiento que provocan, en carne propia, y que le conducirá hasta la muerte de cruz, en el ámbito del “Año de gracia del Señor.” Dios, en efecto, no desespera nunca de la salvación de nadie, y la ansía con toda la fuerza de su infinito amor, cosa que nos resulta inaudito, incomprensible y escandaloso, mostrando así lo mezquino de nuestro concepto de justicia, y lo carnal de nuestro pretendido amor.

          Además, en su pedagogía con nosotros, el Señor, trata también de hacernos comprender el valor del sufrimiento como inmolación amorosa, camino elegido por él, y que sólo el Espíritu Santo revela a quienes se internan en la espesura de la cruz, a la que alude san Juan de la Cruz. La cizaña viene a ser al discípulo, como la gracia de la  persecución que lo mantiene preparado para el combate. Como decía san Antonio: sin las tentaciones no se salvaría nadie.

           Que así sea.

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Santos Marta, María y Lázaro

Santos Marta, María y Lázaro  

Lc 10, 38-42 ó Jn 11, 19-27

Queridos hermanos:

La palabra nos presenta la acogida, y la hospitalidad, tradicionalmente sagradas en el mundo bíblico, pero que en este caso que hoy contemplamos, son la acogida misma de Dios, gracias al discernimiento de la fe, como en el caso de Abrahán en el encinar de Mambré, y de María en Betania. El Señor se acerca a menudo a nosotros a través de los más diversos rostros y acontecimientos, para darnos la posibilidad de acogerlo en la fe y en la caridad, y que así podamos recibir vida eterna.

La palabra nos muestra estas dos posturas posibles ante el amor al Señor: una natural y la otra sobrenatural, que pueden darse simultáneamente en nosotros; una buena que se ofrece al Señor, y la otra, “la mejor”, que recibe de él vida eterna. La primera no es mala, pero la segunda es la “parte buena;” es el trato asiduo del discípulo con el Señor. Haberse encontrado con él a través del don gratuito de la fe y sentarse a sus pies como un discípulo, de quien es figura María en este pasaje. Como la esposa del Cantar de los Cantares, María puede decir: “Encontré el amor de mi vida, lo he abrazado y no lo dejaré jamás”. Nadie se lo quitará.

La palabra nos invita a elegir con nuestro ¡amén! la parte buena que es el Señor, y a recibir de él, gratuitamente, por la fe: el Espíritu, el amor, y la vida eterna.

Si en nuestro servir al Señor descubrimos la necesidad de compensaciones, y el deseo de reconocimiento, preguntémonos si no estaremos, todavía, más cerca de Marta que de María; si no vivimos más en la letra que en el espíritu; en la exigencia más que en el don; en nosotros mismos más que en el Señor. Nuestro amor deberá madurar, hasta hacerse espiritual y universal como el de Dios: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial, porque él hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia también sobre los pecadores.”

Al igual que Marta, también nosotros somos llamados a un conocimiento del Señor, en el amor, que será plenitud para nosotros, en la Bienaventuranza, y que en esta vida es susceptible de progreso, según nuestra fe, acogiendo las gracias que nos han sido destinadas y que en ocasiones implicarán correcciones amorosas de la misericordia divina; curaciones que el médico divino no dudará en aplicar a nuestro corazón enfermo, por amargas que nos puedan resultar. ¡Qué alegre tristeza si la da el Señor!

Así llegaremos también nosotros, a la profesión de fe que salva, y que Marta, a quien amaba el Señor, profesa ante la muerte de Lázaro: “Creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo.”

 Que así sea.

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Domingo 17º del TO B

Domingo 17º del TO B

(2R 4, 42-44; Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15)

Queridos hermanos:

          El Evangelio de hoy, está en el trasfondo eucarístico de la Pascua. El alimento que trae “el profeta” para saciar al hombre, partiendo de la pobreza humana, sobre la que es pronunciada una palabra del Señor que la hace fruto inagotable de alimento y de evangelización, primero para Israel y después para las naciones.

          Signos como este de Cristo, quisiéramos ver realizar a nuestros pastores y a nuestros gobernantes. A Cristo, quisieron hacerlo rey por este signo, pero él no lo hizo para solucionar el problema del hambre, sino por compasión, y como anuncio de su misión mesiánica de saciar profundamente el corazón del hombre.

          No fueron los 20 panes de Eliseo, ni los 5 de Cristo, los que saciaron, sino la palabra del Señor pronunciada sobre ellos; la acción de gracias de Cristo mismo con su Pascua, a la que somos invitados por la fe y el bautismo, llamándonos a formar un solo pueblo, y un solo cuerpo de Cristo en la Eucaristía.

          Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre, generación tras generación, en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.

          La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo, que como Alianza eterna, nos alcanza, y nos une en sí mismo al Padre. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es “la meta y la esperanza, en la vocación a la que hemos sido convocados,” como dice la segunda lectura. La Eucaristía injerta nuestro tiempo, en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad, en su vida perdurable; nuestra carne, en la comunión de su Espíritu.

          ¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia, para ser capaces de saciar a esta generación con el pan bajado del cielo, que es Cristo?

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 16º del TO

Sábado 16º del TO

Mt 13, 24-30

Queridos hermanos:

Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de afirmación y maduración en la caridad; un tiempo en el que es posible transformar la cizaña en grano, llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en el “granero” de Dios.

          Como en otras parábolas del Reino, ésta de la cizaña, nos presenta en el ámbito de la libertad, propia de la criatura humana, la dialéctica entre el bien del Evangelio y la seducción del mal. Dios concede un tiempo al mal, para insidiar al hombre, que deberá ejercitase en la virtud, elegir el Bien y afianzarse en la Verdad.

          Como a los siervos de la parábola, la existencia del mal en el mundo, perturba a muchos, que minusvaloran la fuerza del Evangelio y el poder de Dios, rechazan las fatigas del combate, y están escandalizados de la libertad.

No podemos olvidar que también san Pablo, como nosotros, un tiempo fue cizaña, y Dios permitió el mal que hizo, y con su paciencia y su gracia, lo salvó, y así dio tanto fruto, venciendo el mal a fuerza de bien. El punto de partida de este itinerario de conversión es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores y testificamos al mismo tiempo que el amor de Dios en nosotros ha comenzado a fructificar.

La misericordia divina siembra la verdad y la vida, con la luz de su Palabra, mientras la perfidia del maligno hace su siembra en el secretismo y la oscuridad de las tinieblas que le son propias, esparciendo la mentira, el engaño, y la muerte. Pero como las tinieblas no vencieron a la luz cuando fue creado el mundo, tampoco cuando fue recreado de nuevo y salvado de la muerte del pecado. Ahora es tiempo de paciencia y de misericordia: “tiempo de higos”; tiempo de potencia en el perdón; tiempo del eterno amor, en espera de la justicia y el juicio.

La Revelación nos muestra que Dios, no es sólo justo, omnipresente y omnisciente, sino sobre todo y en primer lugar, Amor misericordioso, que crea al ser humano para un destino glorioso en la comunión con él, y por tanto libre para rechazarlo, y cuando elige el mal, le concede la posibilidad de la conversión al bien y de la redención del mal. El Dios revelado de la fe, no sólo permite la existencia del mal y un tiempo para la acción del maligno en espera de su justo juicio, que mira sobre todo a la conversión y salvación de sus criaturas, sino que concede al hombre la posibilidad de vencerlo con su gracia, a fuerza de bien, y de redimir al que ha sido seducido por el malvado. No existe por tanto contradicción alguna entre la existencia del mal en el ámbito de la libertad, y la del Dios revelado Amor, aunque sí pueda haberla frente a un ente de razón inexistente al que queramos llamar "dios", "omnipresente" u "omnisciente".

Que así sea.

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Viernes 16º del TO

Viernes 16º del TO

Mt 13, 18-23

Queridos hermanos:

          La palabra hace referencia a aquello de “tener ojos para ver, oídos para oír y corazón para comprender”. Hay un combate entre la fuerza del Evangelio y las dificultades que le oponen la dureza de nuestro corazón y la seducción del mal, para fructificar. A la dureza del corazón, se unen los obstáculos del ambiente, el ardor de las pasiones, la seducción de la carne, el mundo, y las riquezas.

          En definitiva, nuestra naturaleza caída (por la concupiscencia), a fuerza de ofrecer resistencia a la acción sobrenatural de la gracia, ha quedado indispuesta para la conversión, y necesita un suplemento de ayuda, “una gracia especial” que hay que impetrar, una nueva acción gratuita de Dios que abra el corazón humano a la omnipotencia de su misericordia. Hace falta, en fin, acoger el “Año de gracia del Señor”, el tiempo favorable que nos llega con Cristo, por medio del Evangelio. Después seguirá siendo necesario un constante: cuidado, vigilancia y atención, como si del cultivo de un campo se tratara. Dios es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a Cristo. Recordemos aquello de “La Imitación de Cristo”: “Temo al Dios que pasa.”

          Velad y orad; esforzaos por entrar por la puerta estrecha; permaneced en mi amor; el que persevere hasta el fin, se salvará; el Reino de los Cielos sufre violencia, y sólo los que se hacen violencia a sí mismos, lo arrebatan, según aquello que dijo el Señor a la beata mejicana, Conchita: “Hay gracias especiales que se adquieren con dolor.” Estas palabras no contradicen en absoluto la gratuidad de la salvación de Cristo, y expresan, en cambio, la necesidad, de que nuestra adhesión al Evangelio, se realice libre y voluntariamente.

          Estas palabras nos recuerdan la necesidad del combate inherente a la vida cristiana, para el cual hemos recibido gratuitamente el Espíritu Santo, sin el cual es imposible dar el fruto del amor, necesario para alimentar al mundo. Unos con treinta, otros con sesenta y algunos con ciento.

          Que así sea.

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Santiago Apóstol

Santiago Apóstol

Hch 4, 33; 5, 12.27-33; 12.2; 2Co 4, 7-15; Mt 20, 20-28

Queridos hermanos:

 En esta festividad de Santiago Apóstol la palabra nos presenta el anuncio de la pasión, como antesala de la Pascua. Santiago será el primer apóstol en derramar su sangre por Cristo. Primero en beber su “cáliz,” y primero en ser bautizado con su “bautismo.” La multitud de los pecados, asumidos por Cristo, le sumergirán en la muerte para resurgir victorioso y salvador. Mientras Cristo se prepara para entregarse, los discípulos no logran superar la concepción mundana del Reino, en el que esperan figurar, sin discernir que su gloria no es de este mundo, en el que cada cual utiliza sus influencias, porque la carne mira siempre por sí misma.

En esta palabra aparecemos también nosotros con las consecuencias de nuestra naturaleza caída, en la realidad carnal de los apóstoles, que buscan ser, en todo, y aparece también el hombre nuevo, en Cristo, que, se niega a sí mismo por amor, anteponiendo al propio bien, el bien del otro mediante el servicio, hasta el extremo de entregar la propia vida. Este es el llamamiento a sus discípulos como seguimiento de Cristo: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

Es muy fácil dejarse llevar de los criterios del mundo, pero Cristo vive la vida en otra onda, propia del Espíritu, que es el amor. Su reino es el amor, y quien quiera situarse cerca de Cristo, debe acercarse a su entrega: su bautismo y su cáliz.

          Jesús va delante porque indica el camino, marcándolo con sus huellas, porque él es el camino. Sabiendo que los judíos buscaban matarlo, sus discípulos se sorprenden y tienen miedo.

Este puede ser un punto importante para nuestra conversión: centrarnos en el amor, en el servicio a los demás sin contemplarnos a nosotros mismos, sino a Cristo, en cuyo amor resplandece el rostro del Padre. El amor, el servicio, es la gracia que Cristo nos ofrece, y es la paga por acogerla; el que ama no necesita esperar la vida eterna en recompensa, porque Dios es el amor, y el que ama está ya en Dios. Ha pasado de la muerte a la Vida; ha vuelto al Paraíso.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Miércoles 16º el TO

Miércoles 16º del TO (cf. Mi 3; Sa 24)

Mt 13, 1-9

Queridos hermanos:

           Todos nosotros somos fruto de la semilla sembrada por el Señor, generación tras generación, cuyo culmen ha sido la entrega de su Hijo en la cruz para nuestra salvación, y que nosotros somos invitados a dar continuidad con nuestra propia entrega, fruto de la fe a la que hemos sido llamados gratuitamente, y en la que han colaborado nuestros mayores: padres, abuelos, e incontables antecesores nuestros, carnal, y también espiritualmente. Párrocos, catequistas, y hermanos nuestros en la fe, a los que ahora hacemos presentes ante el Señor, con nuestra oración y nuestro agradecimiento, y con los que esperamos compartir, en breve, nuestra “dichosa esperanza”, junto al Señor.

La palabra nos habla acerca del combate entre la fuerza del Evangelio y la seducción que el mal le opone para fructificar, en el campo de batalla que es la realidad de nuestra tierra llena de impedimentos: El “camino,” hace presente la dureza del corazón que ha sido pisoteado por los ídolos. Las “piedras,” son los obstáculos del ambiente que nos presentan el mundo y la seducción de la carne, y las riquezas, son los espinos. En definitiva, nuestra naturaleza caída, ofrece resistencia a la acción sobrenatural de la gracia, y necesita su ayuda; un constante cuidado y atención, como si del cultivo de un campo se tratara, para que nuestra tierra acoja la Palabra con un corazón bueno y recto, como dice san Lucas (8, 15).  

Velad, esforzaos, perseverad, permaneced, haceos violencia, son palabras que nos recuerdan la necesidad y la realidad del combate, cuya figura es el trabajo necesario para obtener una buena cosecha.

 La Palabra, como la semilla, debe caer en la tierra y hacerse una con ella, dando un fruto que el hombre puede recibir según su capacidad, preparación y libertad, ya que el fruto para el que ha sido destinada es el amor. Unido a su creador en un destino eterno de vida, el hombre hace que la Palabra no vuelva al que la envió, sino después de fructificar, dejándose limpiar y trabajar por la voluntad amorosa de Dios, que es el agricultor.

  “Esta es la voluntad de mi Padre: que vayáis y deis mucho fruto, y que vuestro fruto permanezca.” “Mirad, pues, cómo escucháis;” mirad cual sea el tesoro de vuestro corazón, porque el hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno. Según san Mateo, la buena tierra es: “El que escucha la palabra y la comprende.” (cf. Mt 13, 23). Podemos hacer una distinción entre entender, y comprender la palabra, de la misma manera que lo hacemos entre: oírla y escucharla. Mientras el entender se resuelve en la mente, el comprender implica una profundización; un descenso al corazón, con lo que queda implicada también la voluntad; en definitiva, se trata de una incorporación a la integridad personal.

 El sembrador “sale”, haciéndose accesible a nuestra percepción, como dice san Juan Crisóstomo, y sale para darnos la “comprensión” de los misterios del Reino, entrando en la intimidad con él, subiendo a su barca a reparo de las olas de la muerte, como dice san Hilario.

No obstante los impedimentos, la potencia del fruto supera siempre las expectativas humanas, hasta una plenitud sobrenatural en Cristo, del ciento por uno.

 Que así sea.

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Santa Brígida

Santa Brígida

Ga 2, 19-20; Jn 15, 1-8

Queridos hermanos:

Lo mismo que Cristo nos ha hablado del pan de su cuerpo que sacia para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el vino nuevo del amor divino, como abundante fruto en su sangre para la vida del mundo.

Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto, de amor, en sus discípulos, es la que glorifica al Padre, porque al Padre debe su paternidad; es el Padre quien lo ha engendrado en nosotros amándonos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No son nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino nuestra redención y salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar; nuestro fruto de amor. La gloria del Padre es su Espíritu, dado a Cristo, y que Cristo nos ha dado a nosotros para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno (Jn 17, 22). Amando lo hacemos visible y testificamos su misericordia: Dios es aquel que a unos miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Esto es lo que hizo con san Pablo.

Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre!” En Cristo se encuentra la plenitud de fruto, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el celo que Cristo manifiesta al decir: “Lo que os mando es, que os améis los unos a los otros.” 

Cumplir este precepto es, no aplicárselo al hermano, sino cada uno a sí mismo. Preocuparnos de amar nosotros, y no tanto de que los demás amen: “Si amáis a los que os aman qué hacéis de particular.” El amor nos justifica a nosotros, y el que ama, justifica a la persona amada, porque el amor todo lo excusa, y no toma en cuenta el mal. El que se “ama” a sí mismo, necesita justificarse, porque no tiene amor que lo justifique. Quien ama, se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo (Jn 15,11).

Hoy la palabra nos habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores, y de la importancia de testificarlo con la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque: “la caridad, cubre la multitud de los pecados.” El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traer el vino nuevo del amor de Dios a nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así, introducirnos en la fiesta de las bodas con el Señor. Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona nuestro pecado, y a través del Evangelio, nos llama a ser injertados en, la vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en Cristo, y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida del mundo.

La obra de Dios en Cristo, nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego.” Unidos a Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que está en nosotros, glorificarán al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo. Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía para avivar nuestro amor, y nuestro celo por los que no le conocen.

Que así sea.

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Santa María Magdalena

Santa María Magdalena

Ct 3, 1-4b; Jn 20, 1-2.11-18

Queridos hermanos:

Cristo se manifiesta. Los Evangelios presentan frecuentemente que, Cristo resucitado, no es reconocido cuando aparece, sino en un segundo momento y sólo por algunos. Juan explica este hecho, con el verbo “manifestarse”. Cristo es reconocido, no cuando aparece, sino cuando “se manifiesta”. Es por tanto una gracia especial concedida a quién él quiere, y que suele ir asociada a una relación especial de amor a Cristo: Así sucede en el caso de Juan y en el de María Magdalena. También en un contexto litúrgico, como en la “fracción del pan” a los de Emaús o en el Cenáculo con los once (cf. Lc 24, 31.36; Jn 20, 16.20). En el evangelio de hoy, el Señor se manifiesta en primer lugar a María Magdalena, de la que había echado siete demonios, testigo desde lejos de la muerte del Señor, y frente al sepulcro de su sepultura; será la primera en ver a Cristo resucitado y en anunciar a los discípulos su resurrección. Así hará también con los testigos que ha elegido de su resurrección. Este encuentro parece preparar los posteriores encuentros con los once, que tendrán un carácter mistagógico y sacramental. Cristo dice a María: “Subo a mi Padre y (ahora) vuestro Padre, a mi Dios y (ahora) vuestro Dios.”

El Verbo eterno de Dios, es el Hijo, en palabras de Cristo. Ha asumido un cuerpo, para que se realice en él la voluntad divina respecto a los hombres. Por eso, al entrar en este mundo, dice: “Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Hb 10, 5s). La voluntad del Padre es, que los hombres sean “incorporados”, por adopción, a la filiación divina de Cristo; lleguen a ser hijos, en el Hijo; que los hombres sean, de Dios. Los discípulos de Jesús de Nazaret, se convierten, así, en hermanos de Cristo, en miembros de su “cuerpo” y en hermanos entre sí. Como dijo el Papa Benedicto XVI en la Vigilia pascual del año 2008: "Cristo Resucitado viene a nosotros y une su vida a la nuestra, introduciéndonos en el fuego vivo de su amor. Formamos así una unidad, una sola cosa con él, y de ese modo una sola cosa entre nosotros; experimentamos que estamos enraizados en la misma identidad; no somos nunca realmente ajenos los unos para los otros."

Y como acontece con el hombre al nacer, que al nacimiento de la cabeza sucede el del cuerpo sin solución de continuidad, así será también en Cristo resucitado y en su elevación al Padre: Por eso dice: “Subo a mi Padre y vuestro Padre.” Es como si Cristo dijera: Vosotros subís conmigo; subís en mí, en mi cuerpo. Así lo expresa también san Pablo: “hemos sido resucitados con Cristo y sentados con él en los cielos.” Esta es la obra que el Padre ha encomendado al Hijo, y he aquí que ha sido consumada por su entrega redentora y su resurrección: El Padre ha formado un cuerpo para Cristo, haciendo a los hombres en comunión con él, miembros de ese cuerpo, que es su “esposa”, carne de su carne. Y continuaría diciendo Cristo: Ahora sois uno en mí, como yo soy uno con el Padre. Sólo en esta unidad eclesial nos será lícito invocar a Dios como “nuestro” Padre y como “nuestro” Dios.

María Magdalena tendrá que esperar a que se consume el nacimiento del “cuerpo místico” de Cristo, para ser “esposa” de Cristo, en la comunidad, para poder “tocar” a Cristo resucitado (abrazarse a los pies del esposo, era solo prerrogativa de la esposa). Así ocurre en el Evangelio según san Mateo (28, 9), en el que junto a las otras mujeres, en comunidad, sí puede “tocarle y no soltarle,” como dice la esposa del Cantar de los Cantares: “lo he abrazado y no lo soltaré,” hasta que se consume mi unión con él, en la morada del amor en que fui concebida (cf. Ct 3, 4).

Sólo en el cuerpo, en la comunidad que es la Iglesia, nos es dado, como en la Eucaristía, incorporarnos al cuerpo de Cristo, en la comunión de los hermanos; gustar y ver qué bueno es el amor del Señor; asirnos a sus pies, y adorarle.

Que así sea.

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Domingo 16º del TO B

Domingo 16º del TO B 

Jer 23, 1-6; Ef 2, 13-18; Mc 6, 30-34

Queridos hermanos:

          Como nos muestra el Evangelio, todo tiene su tiempo: Su tiempo el trabajo y su tiempo el descanso. Así lo ha querido el Señor dándonos esta realidad corporal, que arrastra las debilidades de una carne sometida a las consecuencias del pecado (Ge 3,17), con la esperanza de su glorificación y el auxilio de la bondad divina en este destierro. El Señor educa a sus discípulos que serán también pastores en su nombre, enseñándoles a sacrificar incluso su descanso, para compadecerse de quienes careciendo de todo: “vejados y abatidos” acudan a ellos. Sólo el amor hace posible el don sin medida y el verdadero descanso: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” dirá Jesús. Dios descansa de crear el mundo, pero no de gobernarlo con amor, y de renovarlo cada día con su misericordia. En el amor, trabajo y descanso no son incompatibles.

          Dios quiere siempre el bien para su pueblo; provee a sus necesidades y lo defiende de los peligros como hace un pastor con sus ovejas. Dios suscita para esta misión, pastores que cuiden en su nombre a sus ovejas, y si las descuidan y son atacadas por el lobo, les pide cuentas, o los sustituye. Cuando los pastores fallan, dice Dios: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas.” (Ez 34, 15).

          Hoy el Señor nos mira con amor y se compadece de aquellos de nosotros que andemos como ovejas sin pastor, a merced de tantos lobos que buscan nuestro mal, y nos dispersan con sus embustes, y nos llama para que acudamos a Cristo. Cristo es el Buen Pastor que Dios ha suscitado para arrancar sus ovejas al maligno. Quien se une a Cristo, está a salvo de todo mal. Quien escucha al diablo, se deja seducir por las ideologías y los falsos profetas del mundo, a través de los medios de comunicación, de las sectas, de brujos y adivinos, que en nombre de la libertad, el bienestar, la cultura, y la “ciencia,” no son sino heraldos de Satanás que engañan y pervierten a cuantos andan dispersos y a merced de sus pasiones, haciéndolos caer en toda clase de trampas.

          La Iglesia tiene la Verdad del amor de Dios con la que nos pastorea en Cristo, dándonos los buenos pastos de su palabra, y el Espíritu Santo; él es el verdadero profeta a quien hay que escuchar para vivir; él es nuestro guía, que nos congrega, nos conduce y nos defiende: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados; tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vosotros; y encontraréis reposo para vuestras almas.”

          Cumpliendo en su carne la Ley, como dice la segunda lectura, Cristo, anula las prescripciones desfavorables que nos condenaban, introduciéndonos en el verdadero descanso.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 15º del TO

Sábado 15º del TO

Mt 12, 14-21

Queridos hermanos:

          En esta palabra vemos al Señor, que no cesa en su misión salvadora, aunque la persecución comienza a manifestarse. Cuando llegue su “hora”, él mismo acudirá a Jerusalén, donde conviene que todo verdadero profeta sea consumado.

          Como en tantas ocasiones, el Señor procura que el sentido de su misión no sea tergiversado por un éxito aparente y por una exaltación distinta a la que la voluntad amorosa y salvadora del Padre le tiene preparada en el seno doloroso de su amor redentor. Nuestra razón miope del plan de Dios, muchas veces es incapaz de discernir en medio de los acontecimientos aparentemente contradictorios, la grandiosidad infinita del amor, de la sabiduría y el poder de Dios.

          Ya los profetas habían anunciado todo lo concerniente a la misión, la vida, y la palabra del Señor, pero sólo quien poseía el Espíritu que la había inspirado, podía discernir los acontecimientos pasados, presentes, y futuros, que manifestaban el cumplimiento de la voluntad amorosa del Padre. Elección, encarnación, predicación, y redención, iban desvelando el misterio oculto desde la creación del mundo.

          El Verbo creador, el Hijo único predilecto en quien el Padre se complace, ha sido manifestado en su Siervo elegido, que pondrá en acto la justicia y el derecho, mediante su omnipotente misericordia, a través de su oblación inaudita de amor. Desvelando el sendero estrecho que conduce a la vida, hace posible rescatar a quienes habiendo entrado por el ancho camino de la perdición, estaban sin esperanza y sin capacidad de volver “al pastor y guardián de nuestras almas.”

          Que así sea.

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Viernes 15º del TO

Viernes 15º del TO 

Mt 12, 1-8

Queridos hermanos:

Partiendo del error de discernimiento respecto al sábado que tienen los judíos, el evangelio nos pone de manifiesto que el corazón de todos los preceptos es el amor. Sólo cuando el amor madura, crece el discernimiento. El saber distinguir entre la letra y el espíritu de la ley. Lo que es importante, de lo que no lo es. Por eso el Señor dice a los judíos: Cuándo vais a aprender qué significa aquello de: “Misericordia quiero;” yo quiero amor. “Justicia sin misericordia es crueldad,” y nada más alejado del espíritu de la ley. El espíritu del sábado es amor al hombre, y despega su corazón del interés, para ponerlo en Dios. Dios ha querido relacionarse con el hombre, dando vida y sentido a su existencia, por encima de sus ocupaciones y sus relaciones con sus semejantes. 

Entre los preceptos de la ley, algunos son de gran importancia, como el descanso sabático, pero el corazón de todos ellos es el amor, porque proceden de Dios, que es amor, y buscan la edificación del hombre en el amor y la contemplación, en la gratuidad y la bondad divina, despegándolo del interés. Para discernir en casos de conflicto entre la letra y al espíritu de la ley, es necesario un discernimiento, que sólo es posible en presencia del amor en el corazón. Sólo así es posible juzgar rectamente. Las gafas para ver al otro a través de los hechos, sin distorsión, es la caridad: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios,” experiencia del amor de Dios. A los judíos faltos de discernimiento, Jesús dirá: “Id, pues, a aprender qué significa aquello de Misericordia quiero, que no sacrificios.”

El discernimiento es capaz de distinguir y valorar lo importante frente a lo accesorio; distinguir entre la letra y el espíritu del precepto, en presencia de la caridad: mientras la ciencia infla, la caridad edifica. Pero la caridad es derramada en el corazón por el Espíritu, en aquellos que creen, acogiendo en su vida la voluntad de Dios. Detrás del discernimiento está aquello de: “ama y haz lo que quieras,” y aquello de: Misericordia quiero. Quien tiene amor tiene sabiduría, mientras en el falto de amor sobra necedad.

La misericordia de Cristo hace que el paralítico tome su camilla en sábado; toca al leproso, y mueve los corazones a la bendición y la glorificación de Dios. Ese es el espíritu del sábado, poner el corazón del hombre en el cielo; su espíritu, y también su cuerpo.

  El sábado, liberando al hombre de la maldición que pesa sobre el trabajo, que lo mantiene siempre en la búsqueda del sustento, le concede un anticipo de la vida celeste, en la que Dios será nuestro único sustento eternamente.

 Que así sea.

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Jueves 15º del TO

Jueves 15º del TO

Mt 11, 28-30

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos habla del yugo, que evoca el trabajo, como algo que todos tenemos que realizar en esta vida, nos guste o no.

          Con una mirada de fe, podemos decir, que el pecado, ha puesto sobre nuestros hombros, un yugo pesado, que hace nuestra vida, muchas veces insoportable, esclavizándonos al diablo, como dice la carta a los hebreos, por nuestra experiencia de muerte, consecuencia del pecado.

Por otra parte, en el evangelio de hoy, el Señor, nos invita a cambiar el yugo del diablo, por el suyo, que es suave y ligero.

Frente a la soberbia y el orgullo, el Señor nos invita a aprender de él, que es manso y humilde de corazón; no a crear el mundo o a hacer grandes prodigios, sino a ser humildes, como él, que siendo grande, se hizo pequeño, se humilló por nosotros, hasta la muerte de cruz.

Si el poder del Señor es tan grande como para crear y gobernar el universo, cuánto más lo será para cuidarnos a nosotros tan pequeños. Su amor es tan grande como su poder; con la misma potencia con la que ha creado el universo, nos ha redimido y nos ama.

Cristo fue enviado por el Padre a proveer a nuestra salvación mediante el perdón de los pecados, para que fuésemos liberados de la carga que nos oprimía. A él debemos acudir aceptando su yugo suave, de obediencia de la fe; yugo de humildad y de mansedumbre, por las que se sometió a la voluntad del Padre. Ha aceptado ser uncido a nuestra carne mortal, por amor, para “arar” con nosotros, y que nosotros aceptemos su voluntad, para entrar con él en su descanso. Decía un proverbio antiguo: “si quieres arar recto, ata tu arado a una estrella”. Nosotros somos invitados por el Señor, a unirnos a él, en el yugo de nuestra redención, para el arar de nuestra salvación. Decía Rábano: “El yugo del Señor Jesucristo es el Evangelio que une y asocia en una sola unidad a los judíos y a los gentiles. Este yugo es el que se nos manda que pongamos sobre nosotros mismos, esto es, que tengamos como gran honor el llevarlo, no vaya a ser que poniéndolo debajo de nosotros, esto es, despreciándolo, lo pisoteemos con los pies enlodados de los vicios. Por eso añade: Aprended de mí." (cf. Catena áurea, 4128).

Efectivamente, de Cristo hay que aprender la humildad y la mansedumbre, sometiendo con su yugo el orgullo y la soberbia que nos impiden inclinar la cabeza fatigando así nuestro espíritu, en nuestra pretensión de ser dioses, mientras él, siendo Dios, se sometió a hacerse hombre,  e inclinó su cabeza bajo el arado de la cruz. “Cristo, por el fuego del amor que ardía en sus entrañas, se quiso abajar para purgarnos; dándonos a entender que si el que es alto se abaja, con cuánta (más) razón el que tiene tanto por qué abajarse, no se ensalce. Y si Dios es humilde, que el hombre lo debe  ser. (cf. San Juan de Ávila, Audi filia, caps. 108 y 109).

Si él tomó nuestro yugo para llevar su cruz, nosotros debemos tomar el suyo, para llevar la nuestra, e ir en pos de él.  ¿Quieres ser grande? Comienza entonces por ser pequeño. ¿Tratas de levantar un edificio grande y elevado? Piensa primero en la base de la humildad. Y cuanto más trates de elevar el edificio, tanto más profundamente debes cavar su fundamento. ¿Y hasta dónde ha de tocar la cúpula de nuestro edificio? Hasta la presencia de Dios.” (San Agustín. Sermones, 69,2).

          Que así sea.

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Miércoles 15º del TO

Miércoles 15º del TO

Mt 11, 25-27

Queridos hermanos:

          El Señor revela los misterios del Reino (justicia, y paz, y gozo en el Espíritu Santo) a los discípulos que se hacen “pequeños” por su fe, sometiendo su mente y su voluntad a Dios que se revela a través de su Palabra. Él se ha humillado a sí mismo tomando condición de esclavo y se ha puesto a nuestro servicio, porque es manso y humilde de corazón, y comunica su Espíritu a cuantos creen en él. El príncipe de este mundo ha sido juzgado; el pecado ha sido perdonado y el pecador ha sido justificado. De este Don, nace el conocimiento del Hijo que lleva al conocimiento del Padre, y a través de él, se entra en comunión con los misterios del Reino, mientras a quienes se apoyan en su razón ebria de sí, en su soberbia, el Señor los mira desde lejos, como dice la Escritura, porque tienen ojos y no ven, oídos y no oyen; su corazón se ha endurecido, y han rechazado la gracia de la conversión.

          Efectivamente, de Cristo hay que aprender la humildad y la mansedumbre, sometiendo el orgullo y la soberbia que nos hizo endurecer la cerviz fatigando nuestro espíritu, en nuestra pretensión de ser dioses, mientras él, siendo Dios, se sometió a hacerse hombre, e inclinó su cabeza bajo el arado de la cruz. Tomó nuestro yugo para llevar su cruz, y nosotros debemos tomar el suyo, para llevar la nuestra e ir en pos de él y unidos a él bajo su yugo.

          Aprended de mí, no a crear el mundo, no a hacer en él grandes prodigios, sino a ser mansos y humildes de corazón. ¿Quieres ser grande? Comienza entonces por ser pequeño. ¿Tratas de levantar un edificio grande y elevado? Piensa primero en la base de la humildad. Y cuanto más trates de elevar el edificio, tanto más profundamente debes de cavar su fundamento. ¿Y hasta dónde ha de tocar la cúpula de nuestro edificio? Hasta la presencia de Dios, como dice san Agustín (sermones 69,2).

          Cristo, contempla los signos de la irrupción del Reino, y exulta de gozo ante el Padre, en el Espíritu: “El Reino de Dios ha llegado.” Los pequeños son evangelizados; aquellos que se hacen tales por la fe que nace en ellos al resonar la predicación en sus corazones. Como la semilla sembrada en buena tierra, se abre el corazón de los pequeños a la palabra, y acogen la gracia, dejándose conducir por el Espíritu, como Cristo mismo, y el Padre se revela a los que son como él. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como Cristo en las de su Padre.

          Frente a la soberbia diabólica, Cristo, ha querido ser manifestado en los pequeños y él mismo se ha hecho el último y el servidor de todos, de manera que un discípulo que se hace pequeño por el Reino, hace posible a quien le acoge en nombre de Cristo, acoger a Dios mismo que lo ha enviado. Cuando alguien se presenta con poder y prepotencia no hace presente a Cristo, sino al diablo. Por eso, los discípulos de Cristo que van a ser enviados, deben hacerse pequeños, como niños, en bien de quienes los acojan en su nombre.

«Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos “pequeños”, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.»

          Que así sea.

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Martes 15º del TO

Martes 15º del TO 

Mt 11, 20-24

 Queridos hermanos:

          Con la llegada de Cristo se anuncia el Evangelio de la misericordia de Dios sobre la humanidad sometida bajo el pecado y la muerte, y se abre para el mundo la posibilidad de la vida eterna que hay que conquistar con la gracia de Cristo. Ignorar a Cristo, o rechazarlo, es permanecer en la maldición de la ruptura con Dios, aferrándose a este mundo que seduce engañosamente y se disuelve en su vanidad. Generación tras generación han ido pasando como pasará también la nuestra, mientras el Evangelio sigue llamando a la acogida de Cristo para vida eterna, en medio de un mundo que rechaza a Dios.

          Esta palabra está en el contexto del envío de los setenta y dos, que es un primer juicio de misericordia que se ofrece por el Evangelio. Se anuncia el Reino de Dios con poder, y muchos ignoran las señales que lo testifican y rechazan a quienes lo proclaman, comenzando por Cristo mismo.

          Nos enfrentamos con el misterio de la libertad que puede endurecer el corazón de un hombre: “Se obstina en el mal camino, no rechaza la maldad.” Rechazar la luz de la misericordia, es hundirse voluntariamente en las tinieblas de la muerte. Los milagros que Dios hace en nuestra vida, nos obligan a convertirnos: porque se nos pedirá cuentas de los dones recibidos. “Al que se confió mucho se le reclamará más.”

          Hay que tener en cuenta que las gracias recibidas se nos dan en virtud de la sangre de Cristo, por lo que no se pueden rechazar impunemente. Rechazar a un enviado suyo, es rechazar a Cristo y a Dios. No es lo mismo pecar por debilidad, que rechazar la gracia de la misericordia.

          Sayal (cilicio) y ceniza como penitencia por el pecado y su consecuencia la muerte, habrían impetrado la misericordia para Tiro y Sidón, que ha sido rechazada por Corazín (mi misterio), Betsaida (casa de los frutos) y Cafarnaúm (villa muy hermosa). También sobre Jerusalén tendrá que lamentarse el Señor, por haber desconocido el día de su “visita”. Todo cuanto existe adquiere sentido, gracias a la acogida del juicio de misericordia, que se proclama por el anuncio del Evangelio. Rechazarlo, hunde la creación entera en la frustración. Como signo visible, Jerusalén fue arrasada, Corazín desapareció, y Cafarnaúm quedó sumergida en el lago. La creación entera, sometida, gime en espera de la conversión de los hijos de Dios.

          Quien no ha pecado por carnal, ha pecado por soberbio. ¿Quién puede vanagloriarse de no haber tenido que ser redimido? Dice san Pablo que Dios encerró a todos en el pecado, para usar con todos de misericordia.

          El anuncio del Reino lleva consigo una llamada a la conversión que abre para nosotros las puertas de la misericordia. Prefirieron las tinieblas a la luz porque sus obras eran malas”.  Nosotros somos como aquellas ciudades que gozaron de la compañía y de la presencia del Señor y a las que dirigió su palabra y sus señales. Su incredulidad representa un gran desprecio, en proporción de las gracias que se les ofrecieron. ¿Cuál no deberá ser, pues, nuestra respuesta y nuestra responsabilidad, nosotros que nos hacemos uno con el Señor en la Eucaristía?

           Que así sea.

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Lunes 15º del TO

Lunes 15º del TO

Mt 10, 34-11, 1

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos habla del seguimiento de Cristo como prioridad absoluta. Nuestras relaciones interpersonales deben posponerse a la relación con Cristo; la idolatría debe dar paso a la verdad revelada; lo natural a lo sobrenatural, en orden a la caridad para con Dios y con los hermanos. Con el avance del Reino de Dios, el diablo se revuelve resistiéndose a ser derribado de su encumbramiento.  

          Seguir a Cristo implica asumir y encarnar, su ser “señal de contradicción" y también, su ser “la bendición de todos los pueblos.” El centro de la propia existencia debe desplazarse de uno mismo, para que sea Cristo, quien lo ocupe en la encrucijada entre Dios y las criaturas. Existen dos reinos: Uno gobernado por un tirano usurpador que ha esclavizado a los hombres con engaños, y a quien el hombre ha dado poder ejerciendo su libertad, y otro reino gobernado por Dios, que irrumpe en Cristo, para derrocar al explotador, liberando a quienes se acojan a él por la fe. Con ese poder envía Cristo a sus discípulos, y por eso testifica: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo.” El reino del diablo al verse acometido, se revela y mueve guerra, allí donde es sacudido por los enviados de Cristo.

          Seguir a Cristo significa acoger el Reino de Dios y entrar en él, lo cual supera totalmente las fuerzas humanas, y debe recibirse de lo alto, gratuitamente, mediante la fe, porque “nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre,” ni el amor a que somos llamados es de naturaleza terrenal, sino celeste. Es más, nuestros amores, siempre interesados, son impedimento, ataduras a este mundo, que hay que deshacer para poder “volar” a la inmolación del propio yo, en aras del amor de Cristo.

Dice el Señor: Si alguno viene en pos de mí, que he venido a entrar en la muerte para vencerla, por vosotros y con vosotros, vaciándome de mis prerrogativas y de mi propia voluntad, entregándola totalmente al Padre, será incorporado a mi vida y a mi misión. “Donde yo esté, allí estará también mi servidor;” “el que me sirva que me siga”. Yo me he uncido a vosotros en el yugo de vuestra carne, para que aremos juntos, lo que para vosotros es una tarea imposible, y así pueda de nuevo fructificar vuestro corazón. Yo no he retenido ávidamente mi condición divina, y vosotros, deberéis negaros a vosotros mismos vuestra condición humana: padre, madre, hermanos, mujer, hijos, y todos los bienes, hasta la propia vida. Para eso, como yo he recibido vuestra carne, vosotros deberéis recibir mi espíritu, para uniros a mí bajo un mismo yugo. Nuestra libertad deberá entonces desatar todas las amarras propias de nuestra condición personal para poder arar con el Señor.

 Que así sea.

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