Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo B

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo B

Ex 24, 3-8; Hb 9, 11-15; Mc 14, 12-16.22-26 

Queridos hermanos: 

Más conocida como la fiesta del “Corpus Christi”, tiene su origen remoto en el surgir de una nueva piedad eucarística en el Medioevo, que acentuaba la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Las revelaciones a la beata Juliana, dieron origen a la fiesta en 1246 de forma local, hasta que el Papa Urbano IV, la extendió a toda la Iglesia en 1264. Con todo, sólo en 1317 fue publicada la bula de Juan XXII, por la que la fiesta fue acogida en todo el mundo.

En el siglo XV y frente a la Reforma protestante, la procesión del Corpus adquiere el carácter de profesión de fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

En 1849, Pio IX instituye la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, hasta que en el nuevo calendario ambas fiestas se funden en la: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacramento de su cuerpo y de su sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua: muerte y resurrección, es cuerpo que se entrega y sangre que se derrama para perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que expía los pecados, y trae la paz, la libertad y la salvación comunicando vida eterna.

          Superando la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano, para retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Y dice San Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros.”  Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornándolo a la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre (dice Jesús): que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.» «El espíritu es el que da vida; Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.» Comer la carne de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la salvación del mundo.

          Habiendo gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también al centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de Cristo, pasa a quien se une a él en el sacramento de nuestra fe, que es su cuerpo, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos” dando acceso de nuevo al paraíso. Como dice San Pablo: “Ahora, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros.“

          Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena, dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

           Este Ciclo B nos presenta la sangre de la alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de Cristo, que sella con los hombres una alianza eterna, con la irrupción del Reino de Dios.

   Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

 

Sábado 8º del TO

Sábado 8º del TO

Mc 11, 27-33

Queridos hermanos:

Los sumos sacerdotes y los ancianos que no han creído en Juan Bautista mientras el pueblo lo tenía por profeta, no se atreven a decir que no venía de Dios. Ahora dudan de Jesús, no creen de hecho en él, pero se creen con autoridad para cuestionarle, sin tener en cuenta lo que enseña y realiza con signos y curaciones. Jesús va a arrancar de su boca la respuesta que los desautoriza  a ellos, porque temen perder la estima de la gente, y no les ha importado tener que discernir la presencia de Dios en Juan, a quien han rechazado. Si no son capaces de afrontar su propio discernimiento sobre Juan, han perdido toda la autoridad que pretenden ejercer sobre Jesús al preguntarle. Jesús viene a decirles: ¿Y vosotros, con qué autoridad me preguntáis a mí? Manifestando ignorancia sobre Juan, se acusan a sí mismos de incumplimiento de su deber de discernir ante Dios respecto de los que se presentan como sus enviados. ¿Qué autoridad pueden, pues, esgrimir ante Jesús, si no la han ejercido respecto a Juan por miedo al rechazo del pueblo? Jesús, por tanto, ignora su pregunta, y  deja que sea su Padre, a través del Espíritu quien hable a su favor.

Rechazando a Juan han frustrado el plan de Dios sobre ellos, porque de hecho es a Dios a quien han rechazado en su enviado. Si su autoridad les venía de Dios, la han perdido, y Jesús no se la reconocerá en ningún momento, y en consecuencia no responderá a su pregunta. Como en el caso de Juan, deben discernir a través de las palabras y de los hechos de Cristo, que lo acreditan como enviado de Dios, y más aún, como su Cristo, el Hijo de Dios vivo. En efecto, él habla y actúa con la autoridad que respalda el Espíritu Santo a través de sus obras: “Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36).  “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38). Si no creen en las señales que Dios hace en Cristo, cómo van a creer en sus palabras.

Conocer la voluntad de Dios implica discernimiento, sometimiento y obediencia a las señales y a los enviados que la anuncian. Ellos, están obligados a discernir la autoridad de Cristo y la de Juan, por las obras, y al no hacerlo, se declaran autosuficientes y se sitúan fuera de la voluntad de Dios. Un corazón recto que ama al Señor discierne fácilmente su presencia. Como dice la Escritura, Dios se manifiesta “al humilde y al afligido que se estremece ante mis palabras”, pero “al soberbio lo mira desde lejos”. ”Dios, resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes.”

Cómo podemos pretender que Dios nos hable si nuestro corazón está lejos de él, y nuestros ojos y oídos están cerrados. También nosotros hemos de discernir la voluntad de Dios a través de sus enviados, de la Iglesia y de los signos que los acreditan, de que es Dios quien nos los envía. Nos guste o no, el que hace el bien es de Dios, y el que obra el mal, del diablo. El que obedece nunca se equivoca, mientras no se le incite a pecar. Hoy tenemos su palabra y este sacramento, que nos llama a entregarnos juntamente con Cristo diciéndole ¡Amen!

Que así sea.

                                       www.jesusbayarri.com

 

 

Jueves 8º del TO

Jueves 8º del TO 

Mc 10, 46-52

Queridos hermanos:

          El Evangelio de hoy nos presenta al “ciego de Jericó”, un viejo compañero nuestro de camino. Para Mateo se trata de dos ciegos que aparecen en dos ocasiones. Mc. le da el nombre de Bartimeo, que llama a Jesús Rabbuni, haciéndose a sí mismo fiel y discípulo. No deja de ser curioso que un pobre mendigo ciego haya llegado a ser conocido por su nombre en el correr de los siglos. El Evangelio de hoy nos describe la gesta de su fe, su oración y su testimonio de la Verdad.

          Este ciego es además pobre, y como consecuencia mendigo, y está sentado junto al camino, porque aún no ha encontrado el Camino, pero ha llegado por los caminos misteriosos de la gracia, que desconocemos, al discernimiento de la fe: Ese tal Jesús de Nazaret es el Mesías, a quien las Escrituras llaman: “Hijo de David”. Ciertamente que cuando venga el Mesías dará luz a los ciegos.

          He aquí un ciego que ve; un pobre que a encontrado el “tesoro escondido”; un mendigo docto que conoce la verdad de la Vida, y en este momento que la tiene a su alcance, la proclama. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén.

          Ha llegado el momento de proclamar su fe como dice san Cirilo; de registrar su hallazgo en propiedad: ¡Jesús!, ¡Hijo de David! (Mesías), ¡rabbuni! (mi maestro y mi Señor). He aquí a un ciego que con su oración hace detenerse al “Sol” en Jericó, como Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a todo el pueblo; un “ignorante” que instruye a los doctos; un pobre que enriquece a los potentados.

          No en balde Jesús le deja seguir gritando con insistencia como a los niños de Jerusalén: Está proclamando el Evangelio con todo su ser, un pobre mendigo ciego. A este ciego, como a “sus elegidos que están clamando a él día y noche les hace esperar”, porque con sus clamores están salvando al mundo proclamando la fe que salva: Cristo es el Mesías que da la vida al mundo, perdonando sus pecados como testimonio del amor de Dios.

          Después, el ciego añade su súplica: ¡Ten compasión de mí!

          Jesús viene a responderle: ¿Que quieres que haga por ti, si ya has alcanzado el Reino de Dios y su justicia?, ¿que quieres por añadidura? Todo se te puede dar. Recobra la vista ya que así lo deseas, pero tu fe, ya te ha salvado.

          Ha llegado el momento de dejar las seguridades que le ofrece su manto, dice Mc, de ponerse en pie y seguir al Señor que es el Camino. Ha llegado el momento de entrar en la alabanza de los elegidos.

          A eso nos invita ahora el Señor en la Eucaristía a nosotros ciegos y pobres, si es que compartimos la fe de Bartimeo, este pobre mendigo ciego.

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

Miércoles 8º del TO

Miércoles 8º del TO

Mc 10, 32-45

 Queridos hermanos:

         En esta palabra aparece la naturaleza caída del ser humano en la realidad carnal de los apóstoles, que, busca ser, en todo, bajo el estado de precariedad existencial, que el pecado ha socavado en su personalidad, y aparece también el hombre nuevo, en Cristo, que es capaz de negarse a sí mismo con la libertad del amor, anteponiendo el bien ajeno mediante el servicio desinteresado, hasta el extremo de entregar la propia vida como realización plena de sí, trascendiendo las limitaciones de un ser cercado por la muerte. Este es el llamamiento a sus discípulos como “seguidores de Cristo:” «que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

          Jesús va delante porque en su caminar indica el camino, hace el camino, es el camino al Padre, y si no va delante de nosotros, no sabemos por dónde ir, y ni siquiera podemos. El Señor se encamina al Padre a través de la pasión, con decisión, y atrae a los discípulos a seguirle, pero no los empuja; los reúne pero no los amontona. Como reconoce Tagore: No es fácil conducir a los hombres; empujarlos, en cambio es muy sencillo. Sabiendo que buscaban matarlo los judíos, sus discípulos se sorprenden y tienen miedo, pero Cristo sabe que el Padre se complace en su entrega y arde en deseos de consumarla.

 Los discípulos mientras tanto siguen a Cristo, pero su realidad carnal hace prevalecer en ellos su concepción mundana del Reino, en el que aspiran a realizarse sobresaliendo sobre los demás, sin comprender que la grandeza en el Reino está en relación directa con el servicio y el amor. El que está en la carne desea lo carnal, pero Cristo vive en otra onda propia del Espíritu, que es la donación. Su reino es el amor y quien quiera situarse junto a Cristo debe acercarse a su entrega.

Este puede ser un punto importante para nuestra conversión, en nuestra condición de discípulos: centrarnos en el amor de Cristo, en el servicio, sin contemplarnos a nosotros mismos, sino a Cristo, en cuyo amor resplandece el rostro del Padre.

           Que así sea.

                                                  www.jesusbayarri.com

 

La Santísima Trinidad B

La Santísima Trinidad B

(Dt 4, 32-34.39-40; Rm 8, 14-17; Mt 28, 16-20)

Queridos hermanos:

Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, que fue instituida por el Papa Juan XXII en el siglo XIV. En esta fiesta contemplamos a Dios, en su íntima actividad de amor, que se difunde en la creación y en la redención. Dios fuerte y cercano; Dios de paternal caridad; Dios que envía y se entrega por la vida de su criatura.

Cristo, al revelarnos a Dios como Padre, Hijo y Espíritu, unidos en el amor, no sólo nos desvela un misterio, sino que nos introduce en él. Misterio de amor y de unidad en el que se penetra por la fe, acogiendo la gracia de su misericordia, “que nos ha elegido antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en el amor,” como dice san Pablo. Para eso nos creó y nos redimió en Cristo, enviándonos en su nombre a reunir a cuantos aceptasen ser guiados por el Espíritu Santo, constituyéndolos en hijos de Dios, como hemos escuchado en la segunda lectura.

El Padre envía al Hijo, el Hijo revela al Padre y ambos envían al Espíritu Santo. La fe en el Hijo nos revela el amor del Padre que nos crea y nos predestina a la comunión con él; amor, que nos llama al amor en la libertad y nos redime de nuestro extravío, para salvarnos entregándonos su Espíritu, que de nuevo nos une a sí y a los hermanos en comunión con él. Dios es, pues, comunidad fecunda de amor que se abre al encuentro con la criatura, para abrazarla en la comunión por la entrega de sí, reconciliándola consigo.

Que Dios se nos revele como comunidad de amor, nos muestra algo muy distinto a un “ser solitario y fríamente perfecto y poderoso, que gobierna y escruta todas las cosas desde su impasibilidad inconmovible, legislador distante a la espera de un ajuste de cuentas inapelable”, como lo definió alguien. El amor salvador y redentor de Dios, testifica la naturaleza divina que le hace implicarse con sus criaturas, a las que no solamente concibe, sino a las que se dona, uniéndose a su acontecer de forma total e indisoluble.

El Misterio de Dios en tantos aspectos inalcanzable a nuestra mente, podemos contemplarlo en la palabra, tal como él mismo ha querido manifestárnoslo para unirnos a él: Padre, Espíritu y Verdad, moviendo nuestra voluntad con lazos de amor, para amarlo. Contemplamos su misterio de amor que nos alcanza y nos arrastra tras de sí al encuentro del otro, como hemos escuchado en el Evangelio.

Dios se deja conocer por nosotros a través del Hijo de su amor, para comunicarnos su Espíritu, que nos introduce a su comunión eterna. Por la gracia de Cristo, llegamos al amor del Padre, en la comunión del Espíritu Santo. Ya desde el nacimiento de la Iglesia con la efusión del Espíritu, la fe y el conocimiento de Dios, han ido progresando, en este irnos  introduciendo en la Verdad completa de Dios que realiza el Espíritu. Desde la fe en Yahvé a la fe en la Trinidad, hay todo un camino que la Iglesia ha recorrido guiada por el Espíritu.

Nuestro origen queda recreado, cancelando nuestra mortal ruptura con el Origen del universo. Misterio de amor omnipotente, de comunión y de gracia, con el que Dios se revela íntimamente al abismo de nuestro corazón.

Profesar la fe en la Santísima Trinidad quiere decir aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu Santo. Creer que el Padre y el Hijo vienen al hombre a través del Espíritu y en él habitan; alegrarse de ser constituido templo vivo de Dios en el mundo; vivir en la tierra pero al mismo tiempo en Dios, caminar hacia Dios con Dios.

Si todo en la creación tiene como fuerza motriz el amor, que ha sido inscrito en ella por el Creador, de quien ha recibido la existencia, y el Amor engendra amor, que busca un fruto a través del servicio, cuál no será el amor del Creador por los hombres. Santo, Santo, Santo; Padre, Hijo, y Espíritu.

Por la Eucaristía tenemos acceso sacramental a la comunión de amor del Padre y el Hijo, en el Espíritu Santo.

 Profesemos juntos nuestra fe.

 

                                                 www.jesusbayarri.com

Domingo de Pentecostés

Domingo de Pentecostés B (misa del día).

(Hch 2, 1-11; Ga 5, 16-25; Jn 15, 26-27. 16, 12-15)

Queridos hermanos:

          Conmemoramos la efusión del Espíritu Santo, que narra san Juan, cuando Cristo resucitado sopla sobre los apóstoles, y el que san Lucas presenta solemnemente en los Hechos de los Apóstoles, cuando nace la Iglesia al recibir su alma desde lo alto. Con la fuerza del Espíritu comienza el anuncio de la Buena Noticia a todas las gentes que se reúnen en un solo corazón, sobre el que es derramado el amor de Dios.

          En este domingo, la palabra está llena de contenido. Aparece la comunidad cristiana unida por el amor, como una consecuencia de la obra realizada en ellos por Cristo: Los discípulos incorporados a la comunión del Padre y el Hijo, reciben el Espíritu Santo, el don de la paz, y la alegría, y son investidos del “ministerio” de Cristo para perdonar los pecados, incorporando así a los hombres a la comunión con Dios. Esta será su misión: comunicar el amor de Dios que les ha alcanzado en Cristo.

          Guiada por el Espíritu la Iglesia es conducida al conocimiento profundo de su Misterio y a permanecer atenta a sus inspiraciones. Por él, los fieles claman a Dios: “¡Abba!, Padre, y proclaman a Cristo como Señor. Él adoctrina a los apóstoles, inspira a los profetas, fortalece a los mártires, instruye a los maestros, une a los esposos, sostiene a los célibes y a las vírgenes, consuela a las viudas, y educa a los jóvenes. De él proceden la caridad y todas las virtudes.

          Mediante el don del Espíritu el hombre tiene acceso al Reino de Dios y es constituido miembro de Cristo unido a su misión y fortalecido ante las adversidades.

          La obra de Cristo en nosotros, ha comenzado por suscitarnos la fe, y concluye con el don de su Espíritu. Él será quien guíe la existencia y la misión de los discípulos, unidos definitivamente a él.

          Cristo ha sido enviado por el padre para testificar su amor y para que a través del Espíritu, recibiéramos la vida nueva para nosotros y eterna en Dios, de la comunión de su amor: “Un solo corazón, una sola alma, y unidos en la esperanza de la fe, que obra por la caridad. Así, visibilizando el amor del Padre que derrama en nosotros el Espíritu Santo, testificamos la Verdad que se nos ha manifestado y el mundo es evangelizado para alcanzar la  salvación

           Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                       www.jesusbayarri.com

 

 

La Ascensión del Señor B

Ascensión del Señor B

(Hch 1, 1-11; Ef 1,17-27; Mc 16, 15-20)

Queridos hermanos:

          La Ascensión del Señor se celebró hasta el siglo IV unida a Pentecostés, festividad en la que por la tarde, los fieles de Jerusalén acudían al Monte de los Olivos, donde se proclamaban los textos de la Ascensión. Después comenzó a celebrarse separadamente, 40 días después de Pascua.

          Esta fiesta está en función nuestra, para avivar en nosotros la esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión celeste con Dios. El que “bajó” por nosotros, “asciende” con nosotros a la gloria: “suba con él nuestro corazón”. Las figuras de Enoc y Elías, encendieron nuestro deseo de plenitud, que Cristo ha colmado con su regreso al seno del Padre.

          Ascender o descender, subir o bajar, sentarse o estar en pie, no son, sino expresiones comprensibles para nosotros, de una realidad, que supera nuestras categorías humanas; podríamos hablar también de exaltar o de glorificar, para expresar el paso del Señor, de nuestra dimensión terrena a la celeste. En Cristo hablamos de Ascensión, lo que en la Virgen María denominamos Asunción.

          Terminada su obra de salvación, Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, “asciende” al cielo y se “sienta” “a la derecha” del Padre. Su encarnación ha hecho posible su entrega, que ahora se hace presencia interior, y no externa; ya no estará entre nosotros, sino en nosotros a través de su Espíritu, y en el seno del Padre.

          Cristo está junto al Padre presentándole nuestra humanidad redimida y glorificada para interceder por nosotros, y está dentro de nosotros intercediendo por el mundo. La fuerza que mueve a los discípulos ya no es la del ejemplo, sino la del amor que ha sido derramado en su corazón por el Espíritu.

          Un hombre entra en el cielo, y como dice san Pablo: En Cristo se nos da a conocer la riqueza de la gloria otorgada por Dios en herencia a los santos: “a nosotros que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande amor con que nos amó, nos vivificó, nos resucitó, y nos hizo sentar en él, en los cielos, para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia por su bondad para con nosotros.”

          No es sólo nuestra carne la que entra en el cielo, sino nuestra cabeza, a la que debe seguir todo el Cuerpo de Cristo, del que nosotros somos miembros. Esta, es pues, nuestra esperanza: seguir unidos a él para siempre en la gloria. Por eso debemos siempre “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra cabeza, en espera de su venida, sin que nada ni nadie nos desvíe de nuestra meta.

          Cuando vino a nosotros no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos abandona, enviándonos su Espíritu, que de simples creaturas nos hace hijos.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

Sábado 6º de Pascua

Sábado 6º de Pascua

(Hch 18, 23-28; Jn 16, 23-28)

Queridos hermanos:

          Dios se complace en la oración hecha en el nombre del Hijo, que le hace presente nuestra adhesión a su voluntad salvadora, por la que nos envió a Cristo, y nos llamó a la fe, y al conocimiento de su amor, que hemos recibido escuchando a su Hijo. Por esta fe somos acreditados como hijos suyos en el Espíritu. La oración de los hijos, reconoce ante el Padre el valor de las llagas gloriosas del Hijo, testimonio de su amor a nosotros, por el que nos lo envió, y por el que nos ofrecemos a su voluntad salvadora del mundo. Si decimos en nuestra oración: ¡Padre nuestro!, hacemos presente nuestra unidad con su Hijo, por la que Él, ora en nosotros, y nosotros en Él. Oramos como miembros suyos, y por tanto en su Nombre.

          Si el Padre escucha nuestra oración, hecha en nombre de su Hijo, nuestras angustias e inquietudes se cambiarán en el gozo de sabernos amados por Dios, mientras a través del Espíritu, también nosotros le iremos conociendo y amando, cada vez con mayor plenitud, y amaremos también a nuestros hermanos.

          La santidad del amor, que acoge a todos los hombres se cumplirá en nosotros, si nos entregamos con su Hijo a su misión salvadora. Esto es mi cuerpo que se entrega. ¡Amén! Esta es mi sangre derramada. ¡Amén! Hágase en mí, tu voluntad que es santa. Por encima de mis proyectos y anhelos, hágase tu voluntad.

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

 

Lunes 6º de Pascua

Lunes 6º de Pascua

(Hch 16, 11-15; Jn 15, 26-16,4)

Queridos hermanos:

          Dios ha querido salvarnos mediante la redención de Cristo, que nos   testifica el amor del Padre. La redención es gratuita y precede a nuestra respuesta, pero el testimonio de su amor debe ser acogido por la fe. Mas ¿cómo creerán sin que se les predique, y cómo predicarán si no son enviados?

          El testimonio de Cristo, con sus palabras y con la entrega de su vida, lo confirma el Padre con sus obras a través del Espíritu Santo. Así también nuestro testimonio, es acompañado por el testimonio del Espíritu, en nuestro interior y ante el mundo. Cristo es el testigo fiel y veraz enviado por el Padre, y quien constituye en testigos a sus discípulos. Si por esta redención y este testimonio, Cristo ha entregado su vida, sus discípulos también serán perseguidos. No hay amor más grande, ni grandeza semejante a la de este amor. Quien lo recibe, se incorpora al testimonio de Cristo y como él, debe asumir sin acobardarse el escándalo de su cruz.

          Solo a través de la purificación del sufrimiento y la persecución, se acrisolan nuestra fe y nuestro amor de su carga de interés, y del buscarnos a nosotros mismos aun en las cosas más santas, para poder aquilatarse en la gratuidad del servicio, y del don desinteresado de sí, fruto del Espíritu. Ante el escándalo de la cruz, Cristo previene a sus discípulos, revelándoles los caminos inescrutables de Dios, y sosteniéndolos con la fuerza del Espíritu Santo, que llena de gozo el corazón de los fieles. Sufrirán, pero no perecerán.  

          Como hemos escuchado: “El Espíritu dará testimonio de mí, y también vosotros daréis testimonio”. Algunos exégetas hablan del Cristo histórico y del Cristo de la fe, atribuyendo a la fe de la comunidad cristiana la divinización de Cristo. Con todo, deberán explicarnos, cómo aquel grupo de discípulos “insensatos y tardos de corazón”, a los que el estrepitoso fracaso humano de su maestro, dispersó, e hizo encerrarse por miedo a los judíos, fueron capaces, y tuvieron la osadía, de afrontar las consecuencias del acontecimiento, ofreciendo su vida por el testimonio de aquel crucificado, realizar toda clase de prodigios y señales en su nombre, y propagar su fe hasta los últimos confines de la tierra, en lugar de disolverse y esconderse, como ratas, si no contaron con la veracidad del testimonio del Espíritu, acerca de la divinidad de Cristo, y con su fortaleza. No son ellos quienes han pergeñado y orquestado la divinización de Cristo, sino quienes han sido alcanzados por ella, gracias al testimonio interior del Espíritu, y a las obras que lo acompañan y acreditan.

          Hay un sufrimiento unido al amor, que tiene plenitud de sentido y que es fecundo, y da fruto en abundancia por los méritos infinitos del Verbo de Dios encarnado. Amar es negarse, y negarse es siempre sufrir. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino que son siempre amor, y sus discípulos, pasando tras el Señor por el valle del llanto, van a ser sumergidos en el torrente del sufrimiento, del que debe beber el Mesías, para levantar con él la cabeza, en el gozo eterno de la Resurrección.

          Aquí, el Espíritu, es llamado Espíritu de la Verdad, para suscitar la aceptación de su testimonio, que ni se engaña, ni puede engañar. Es Dios quien apoya con sus obras la palabra de sus mensajeros declarándolos veraces. El Hijo ha recibido un cuerpo en Jesús de Nazaret, y el Espíritu, en nosotros, en la Iglesia, para testificar ante el mundo el amor que Dios le tiene, y su voluntad de salvarlo mediante la fe en Jesucristo.

          Con esta palabra se nos propone la misión, con persecución, y se nos promete el Espíritu; la suavidad de su consuelo y la fortaleza de su defensa para vencer la muerte. La Iglesia comparte con Cristo la misión de subir a Jerusalén, para dar la vida por el testimonio del amor de Dios que ha conocido en Cristo, y que ha recibido del Espíritu Santo.

          La Eucaristía, con nuestro amén, nos introduce en el testimonio de Cristo. ¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven Señor!

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

 

 

 

 

 

 

 

 

Domingo 6º de Pascua B

Domingo 6º de Pascua B 

(Hch 10, 25-26.34-35.44-48; 1Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17)

Queridos hermanos:

          La palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios que está a la raíz de todo, dando consistencia a todas las cosas. Como hemos escuchado en la primera lectura, el amor de Dios alcanza a todos y quiere que todos lo conozcan y puedan recibirlo. En primer lugar lo revela a través de su Hijo hecho hombre, entregándolo en la cruz para el perdón de los pecados, y Cristo mismo, se entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del Padre que está en él.

Cristo, hace suya la iniciativa del Padre, porque está en sintonía total de voluntad y de amor con él: lo que el Padre quiere, lo quiere igualmente el Hijo. Su entrega, es la del Padre realizada en el Hijo, para que su amor esté en nosotros, a quienes llama a ser sus discípulos, para que nosotros lo testifiquemos ante el mundo. En este amor hemos sido introducidos por su gracia y en él somos invitados a permanecer, adhiriéndonos a sus mandamientos, que se unifican en el amor mutuo.

El Señor desea para nosotros plenitud de gozo dándonos el suyo, que proviene de permanecer en el amor del Padre cumpliendo sus mandamientos. Su gozo estará en nosotros si también cumplimos sus mandamientos, que son en realidad uno solo: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado.” Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado el Hijo por amor a su Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyo fruto en nosotros es el amor mutuo y también el gozo. Para este fruto y misión eligió a sus discípulos, y a nosotros, como a la familia de Cornelio, haciendo descender sobre nosotros su Espíritu. Ahora podemos llamarnos y ser realmente sus amigos si cumpliendo sus mandamientos permanecemos en su amor.

Como al niño se le manda comer y estudiar, a nosotros el Señor nos manda amar; lo que está detrás de este mandato es el amor y no el despotismo o la arbitrariedad del autoritarismo. Se nos invita a amar, no sólo con nuestro afecto, sino sobre todo, con nuestra entrega, que puede llegar a ser extrema, como la de Cristo, para que nuestro gozo sea pleno. Amar, en efecto, es un negarse a sí mismo; un morir cotidiano a nosotros mismos en bien de alguien. El amor de Cristo nos apremia; es solícito del bien del otro, siendo Dios el sumo Bien que se nos ha dado en su Hijo. Su voluntad se identifica con nuestro bien, y se hace mandamiento en el amor cristiano.

Dándonos el Espíritu Santo, y su gozo, su amor en nosotros se hace pleno y testifica el amor del Padre y del Hijo, si es plena nuestra entrega. La consecuencia es pues, el cumplimiento del mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros” sin reservaros la vida que yo mismo os he dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados: “No me habéis elegido vosotros  a mí, sino que yo os he elegido.” El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él, llamándolo a la fe; es apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros. Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros, que le ha llevado hasta el don de la vida, no solo como un ejemplo a imitar, sino como un don a compartir. Este amor va acompañado de la amistad de Cristo, de la total confianza en Dios, y de su gozo, que no se diluye en medio de los sufrimientos del amor, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos, y que permanezca después de la muerte para la vida eterna que se nos da en la Eucaristía.

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com