Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo B

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo B

Ex 24, 3-8; Hb 9, 11-15; Mc 14, 12-16.22-26 

Queridos hermanos: 

Más conocida como la fiesta del “Corpus Christi”, tiene su origen remoto en el surgir de una nueva piedad eucarística en el Medioevo, que acentuaba la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Las revelaciones a la beata Juliana, dieron origen a la fiesta en 1246 de forma local, hasta que el Papa Urbano IV, la extendió a toda la Iglesia en 1264. Con todo, sólo en 1317 fue publicada la bula de Juan XXII, por la que la fiesta fue acogida en todo el mundo.

En el siglo XV y frente a la Reforma protestante, la procesión del Corpus adquiere el carácter de profesión de fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

En 1849, Pio IX instituye la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, hasta que en el nuevo calendario ambas fiestas se funden en la: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacramento de su cuerpo y de su sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua: muerte y resurrección, es cuerpo que se entrega y sangre que se derrama para perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que expía los pecados, y trae la paz, la libertad y la salvación comunicando vida eterna.

          Superando la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano, para retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Y dice San Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros.”  Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornándolo a la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre (dice Jesús): que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.» «El espíritu es el que da vida; Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.» Comer la carne de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la salvación del mundo.

          Habiendo gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también al centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de Cristo, pasa a quien se une a él en el sacramento de nuestra fe, que es su cuerpo, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos” dando acceso de nuevo al paraíso. Como dice San Pablo: “Ahora, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros.“

          Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena, dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

           Este Ciclo B nos presenta la sangre de la alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de Cristo, que sella con los hombres una alianza eterna, con la irrupción del Reino de Dios.

   Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                     www.jesusbayarri.com

 

Sábado 8º del TO

Sábado 8º del TO

Mc 11, 27-33

Queridos hermanos:

Los sumos sacerdotes y los ancianos que no han creído en Juan Bautista mientras el pueblo lo tenía por profeta, no se atreven a decir que no venía de Dios. Ahora dudan de Jesús, no creen de hecho en él, pero se creen con autoridad para cuestionarle, sin tener en cuenta lo que enseña y realiza con signos y curaciones. Jesús va a arrancar de su boca la respuesta que los desautoriza  a ellos, porque temen perder la estima de la gente, y no les ha importado tener que discernir la presencia de Dios en Juan, a quien han rechazado. Si no son capaces de afrontar su propio discernimiento sobre Juan, han perdido toda la autoridad que pretenden ejercer sobre Jesús al preguntarle. Jesús viene a decirles: ¿Y vosotros, con qué autoridad me preguntáis a mí? Manifestando ignorancia sobre Juan, se acusan a sí mismos de incumplimiento de su deber de discernir ante Dios respecto de los que se presentan como sus enviados. ¿Qué autoridad pueden, pues, esgrimir ante Jesús, si no la han ejercido respecto a Juan por miedo al rechazo del pueblo? Jesús, por tanto, ignora su pregunta, y  deja que sea su Padre, a través del Espíritu quien hable a su favor.

Rechazando a Juan han frustrado el plan de Dios sobre ellos, porque de hecho es a Dios a quien han rechazado en su enviado. Si su autoridad les venía de Dios, la han perdido, y Jesús no se la reconocerá en ningún momento, y en consecuencia no responderá a su pregunta. Como en el caso de Juan, deben discernir a través de las palabras y de los hechos de Cristo, que lo acreditan como enviado de Dios, y más aún, como su Cristo, el Hijo de Dios vivo. En efecto, él habla y actúa con la autoridad que respalda el Espíritu Santo a través de sus obras: “Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36).  “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38). Si no creen en las señales que Dios hace en Cristo, cómo van a creer en sus palabras.

Conocer la voluntad de Dios implica discernimiento, sometimiento y obediencia a las señales y a los enviados que la anuncian. Ellos, están obligados a discernir la autoridad de Cristo y la de Juan, por las obras, y al no hacerlo, se declaran autosuficientes y se sitúan fuera de la voluntad de Dios. Un corazón recto que ama al Señor discierne fácilmente su presencia. Como dice la Escritura, Dios se manifiesta “al humilde y al afligido que se estremece ante mis palabras”, pero “al soberbio lo mira desde lejos”. ”Dios, resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes.”

Cómo podemos pretender que Dios nos hable si nuestro corazón está lejos de él, y nuestros ojos y oídos están cerrados. También nosotros hemos de discernir la voluntad de Dios a través de sus enviados, de la Iglesia y de los signos que los acreditan, de que es Dios quien nos los envía. Nos guste o no, el que hace el bien es de Dios, y el que obra el mal, del diablo. El que obedece nunca se equivoca, mientras no se le incite a pecar. Hoy tenemos su palabra y este sacramento, que nos llama a entregarnos juntamente con Cristo diciéndole ¡Amen!

Que así sea.

                                       www.jesusbayarri.com

 

 

La Visitación de la B. Virgen María

La Visitación de la B. Virgen María 

(So 3, 14-18; ó Rm 12, 9-16; Lc 1, 39-56)

Queridos hermanos:

La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes de ángeles y del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan las madres en su encuentro. El mayor entre los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación. La voz y la Palabra. La voz es el sonido que hace vibrar el aire, mientras la Palabra es la idea, la voluntad divina, el acontecimiento creador de Dios que da vida a todo cuanto existe.

María llena del gozo del Señor, se puso en camino y se fue con prontitud, movida por el Espíritu, hacia Isabel, porque Cristo quiere encontrar a Juan y ungir a su profeta con el Espíritu, para su misión como amigo del novio, que será lavar al esposo en las aguas del Jordán, antes de que tome posesión de la esposa subiendo a la cruz. Isabel escucha a María, y Juan advierte al Señor. El gozo de María, es el de Cristo que vive en ella; Juan lo percibe, y salta en el seno con el gozo del Espíritu, que hace profetizar a su madre para ensalzar la fe de María, que acoge el cumplimiento de las promesas de la salvación que se cumplen en ella: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”

El Espíritu Santo hace profetizar a Isabel, exaltando la fidelidad y el poder de Dios que cumple las promesas en su misericordia para con los pobres, los humildes, y los pecadores, comunicadas en su nombre por el arcángel, y la fe de María: “bendita entre las mujeres” como Yael, y como Judit, que abatieron la cabeza del enemigo, figura del adversario por antonomasia, cuya cabeza aplastará definitivamente Cristo, descendencia de la mujer, y nueva Eva, María.

Grande, ciertamente es el amor de Dios, que se fija en la pequeñez de María, y la engrandece subiéndola a su carroza real, como a la esposa del Cantar: Maravillaos conmigo hijas de Jerusalén, porque ayer me fatigaba espigando entre los rastrojos, quemada por el sol, y hoy he sido arrebatada por el Rey a su presencia. Esta es también la experiencia de la Iglesia, pues el don que se le otorga, es infinitamente grande para cualquier mortal, porque “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan, ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (cf. Eclo 47, 22).

María, en su humildad, se apoyó en Dios, y nosotros debemos hacerlo también, en nuestra debilidad, para poder alcanzar su dicha  por nuestra fe, pues también a nosotros ha sido anunciada la salvación en Cristo, invitándonos a unirnos a su cortejo hacia la casa del Padre.

Juan ha sido lleno del Espíritu con la cercanía de Cristo. Y nosotros, al contemplarlo encarnado en el seno de María, derramando el Espíritu Santo, somos testigos de que las promesas se están realizando. La voluntad de Dios se hace accesible a nuestra impotencia, porque el Verbo de Dios ha recibido un cuerpo, y ha entrado en el mundo para hacer posible que se cumpla en la debilidad de nuestra carne.

Nosotros en la Eucaristía somos llamados a abrir la puerta a Cristo, que quiere entrar a cenar con nosotros y hacernos un espíritu con él, de manera que el “Dios con nosotros” sea, Dios “en nosotros”, por el Espíritu Santo, y que nuestro gozo sea el de Juan, el de María, y el de Cristo, y que sea pleno.

            Que así sea.

                                       www.jesusbayarri.com

Jueves 8º del TO

Jueves 8º del TO 

Mc 10, 46-52

Queridos hermanos:

          El Evangelio de hoy nos presenta al “ciego de Jericó”, un viejo compañero nuestro de camino. Para Mateo se trata de dos ciegos que aparecen en dos ocasiones. Mc. le da el nombre de Bartimeo, que llama a Jesús Rabbuni, haciéndose a sí mismo fiel y discípulo. No deja de ser curioso que un pobre mendigo ciego haya llegado a ser conocido por su nombre en el correr de los siglos. El Evangelio de hoy nos describe la gesta de su fe, su oración y su testimonio de la Verdad.

          Este ciego es además pobre, y como consecuencia mendigo, y está sentado junto al camino, porque aún no ha encontrado el Camino, pero ha llegado por los caminos misteriosos de la gracia, que desconocemos, al discernimiento de la fe: Ese tal Jesús de Nazaret es el Mesías, a quien las Escrituras llaman: “Hijo de David”. Ciertamente que cuando venga el Mesías dará luz a los ciegos.

          He aquí un ciego que ve; un pobre que a encontrado el “tesoro escondido”; un mendigo docto que conoce la verdad de la Vida, y en este momento que la tiene a su alcance, la proclama. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén.

          Ha llegado el momento de proclamar su fe como dice san Cirilo; de registrar su hallazgo en propiedad: ¡Jesús!, ¡Hijo de David! (Mesías), ¡rabbuni! (mi maestro y mi Señor). He aquí a un ciego que con su oración hace detenerse al “Sol” en Jericó, como Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a todo el pueblo; un “ignorante” que instruye a los doctos; un pobre que enriquece a los potentados.

          No en balde Jesús le deja seguir gritando con insistencia como a los niños de Jerusalén: Está proclamando el Evangelio con todo su ser, un pobre mendigo ciego. A este ciego, como a “sus elegidos que están clamando a él día y noche les hace esperar”, porque con sus clamores están salvando al mundo proclamando la fe que salva: Cristo es el Mesías que da la vida al mundo, perdonando sus pecados como testimonio del amor de Dios.

          Después, el ciego añade su súplica: ¡Ten compasión de mí!

          Jesús viene a responderle: ¿Que quieres que haga por ti, si ya has alcanzado el Reino de Dios y su justicia?, ¿que quieres por añadidura? Todo se te puede dar. Recobra la vista ya que así lo deseas, pero tu fe, ya te ha salvado.

          Ha llegado el momento de dejar las seguridades que le ofrece su manto, dice Mc, de ponerse en pie y seguir al Señor que es el Camino. Ha llegado el momento de entrar en la alabanza de los elegidos.

          A eso nos invita ahora el Señor en la Eucaristía a nosotros ciegos y pobres, si es que compartimos la fe de Bartimeo, este pobre mendigo ciego.

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

Miércoles 8º del TO

Miércoles 8º del TO

Mc 10, 32-45

 Queridos hermanos:

         En esta palabra aparece la naturaleza caída del ser humano en la realidad carnal de los apóstoles, que, busca ser, en todo, bajo el estado de precariedad existencial, que el pecado ha socavado en su personalidad, y aparece también el hombre nuevo, en Cristo, que es capaz de negarse a sí mismo con la libertad del amor, anteponiendo el bien ajeno mediante el servicio desinteresado, hasta el extremo de entregar la propia vida como realización plena de sí, trascendiendo las limitaciones de un ser cercado por la muerte. Este es el llamamiento a sus discípulos como “seguidores de Cristo:” «que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

          Jesús va delante porque en su caminar indica el camino, hace el camino, es el camino al Padre, y si no va delante de nosotros, no sabemos por dónde ir, y ni siquiera podemos. El Señor se encamina al Padre a través de la pasión, con decisión, y atrae a los discípulos a seguirle, pero no los empuja; los reúne pero no los amontona. Como reconoce Tagore: No es fácil conducir a los hombres; empujarlos, en cambio es muy sencillo. Sabiendo que buscaban matarlo los judíos, sus discípulos se sorprenden y tienen miedo, pero Cristo sabe que el Padre se complace en su entrega y arde en deseos de consumarla.

 Los discípulos mientras tanto siguen a Cristo, pero su realidad carnal hace prevalecer en ellos su concepción mundana del Reino, en el que aspiran a realizarse sobresaliendo sobre los demás, sin comprender que la grandeza en el Reino está en relación directa con el servicio y el amor. El que está en la carne desea lo carnal, pero Cristo vive en otra onda propia del Espíritu, que es la donación. Su reino es el amor y quien quiera situarse junto a Cristo debe acercarse a su entrega.

Este puede ser un punto importante para nuestra conversión, en nuestra condición de discípulos: centrarnos en el amor de Cristo, en el servicio, sin contemplarnos a nosotros mismos, sino a Cristo, en cuyo amor resplandece el rostro del Padre.

           Que así sea.

                                                  www.jesusbayarri.com

 

La Santísima Trinidad B

La Santísima Trinidad B

(Dt 4, 32-34.39-40; Rm 8, 14-17; Mt 28, 16-20)

Queridos hermanos:

Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, que fue instituida por el Papa Juan XXII en el siglo XIV. En esta fiesta contemplamos a Dios, en su íntima actividad de amor, que se difunde en la creación y en la redención. Dios fuerte y cercano; Dios de paternal caridad; Dios que envía y se entrega por la vida de su criatura.

Cristo, al revelarnos a Dios como Padre, Hijo y Espíritu, unidos en el amor, no sólo nos desvela un misterio, sino que nos introduce en él. Misterio de amor y de unidad en el que se penetra por la fe, acogiendo la gracia de su misericordia, “que nos ha elegido antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en el amor,” como dice san Pablo. Para eso nos creó y nos redimió en Cristo, enviándonos en su nombre a reunir a cuantos aceptasen ser guiados por el Espíritu Santo, constituyéndolos en hijos de Dios, como hemos escuchado en la segunda lectura.

El Padre envía al Hijo, el Hijo revela al Padre y ambos envían al Espíritu Santo. La fe en el Hijo nos revela el amor del Padre que nos crea y nos predestina a la comunión con él; amor, que nos llama al amor en la libertad y nos redime de nuestro extravío, para salvarnos entregándonos su Espíritu, que de nuevo nos une a sí y a los hermanos en comunión con él. Dios es, pues, comunidad fecunda de amor que se abre al encuentro con la criatura, para abrazarla en la comunión por la entrega de sí, reconciliándola consigo.

Que Dios se nos revele como comunidad de amor, nos muestra algo muy distinto a un “ser solitario y fríamente perfecto y poderoso, que gobierna y escruta todas las cosas desde su impasibilidad inconmovible, legislador distante a la espera de un ajuste de cuentas inapelable”, como lo definió alguien. El amor salvador y redentor de Dios, testifica la naturaleza divina que le hace implicarse con sus criaturas, a las que no solamente concibe, sino a las que se dona, uniéndose a su acontecer de forma total e indisoluble.

El Misterio de Dios en tantos aspectos inalcanzable a nuestra mente, podemos contemplarlo en la palabra, tal como él mismo ha querido manifestárnoslo para unirnos a él: Padre, Espíritu y Verdad, moviendo nuestra voluntad con lazos de amor, para amarlo. Contemplamos su misterio de amor que nos alcanza y nos arrastra tras de sí al encuentro del otro, como hemos escuchado en el Evangelio.

Dios se deja conocer por nosotros a través del Hijo de su amor, para comunicarnos su Espíritu, que nos introduce a su comunión eterna. Por la gracia de Cristo, llegamos al amor del Padre, en la comunión del Espíritu Santo. Ya desde el nacimiento de la Iglesia con la efusión del Espíritu, la fe y el conocimiento de Dios, han ido progresando, en este irnos  introduciendo en la Verdad completa de Dios que realiza el Espíritu. Desde la fe en Yahvé a la fe en la Trinidad, hay todo un camino que la Iglesia ha recorrido guiada por el Espíritu.

Nuestro origen queda recreado, cancelando nuestra mortal ruptura con el Origen del universo. Misterio de amor omnipotente, de comunión y de gracia, con el que Dios se revela íntimamente al abismo de nuestro corazón.

Profesar la fe en la Santísima Trinidad quiere decir aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu Santo. Creer que el Padre y el Hijo vienen al hombre a través del Espíritu y en él habitan; alegrarse de ser constituido templo vivo de Dios en el mundo; vivir en la tierra pero al mismo tiempo en Dios, caminar hacia Dios con Dios.

Si todo en la creación tiene como fuerza motriz el amor, que ha sido inscrito en ella por el Creador, de quien ha recibido la existencia, y el Amor engendra amor, que busca un fruto a través del servicio, cuál no será el amor del Creador por los hombres. Santo, Santo, Santo; Padre, Hijo, y Espíritu.

Por la Eucaristía tenemos acceso sacramental a la comunión de amor del Padre y el Hijo, en el Espíritu Santo.

 Profesemos juntos nuestra fe.

 

                                                 www.jesusbayarri.com

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

 Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

 Jr 31, 31-34; Hb 10, 11-18; Mc 14, 22-25

 Queridos hermanos:

           En esta fiesta contemplamos el sacerdocio de Cristo, que como Siervo, sacerdote, víctima y altar, se ofrece en sacrificio, a sí mismo al Padre en un culto perfecto, según el rito de Melquisedec. En Cristo desciende la bendición de Dios al hombre, y sube la bendición del hombre a Dios: Eterno sacerdote y rey, que en el pan y el vino de su cuerpo y sangre, se entrega por los pecados, como dicen las Escrituras:

          Dándose a sí mismo en expiación, y habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que toca a Dios; no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado.

          Cristo es: el sumo sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado sobre los cielos; sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo, que penetró los cielos, y se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre.

          En Cristo, el culto ofrecido a Dios a través de los tiempos, se hace perfecto uniéndonos a él a través del memorial sacramental de su Pascua que es la Eucaristía: Cuerpo de Cristo que se entrega; sangre de la Alianza Nueva y Eterna que se derrama. Por ella nos unimos a Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para Dios su Padre.

          Por nuestra unión con él: Luz de las gentes, también nosotros recibimos el sacerdocio real en función del mundo, para el que somos incorporados al Sacramento universal de salvación. Amor y unidad, que son la expresión de la comunión entre las personas divinas, es lo que Cristo pide al Padre para nosotros. Cuando la comunidad cristiana, la Iglesia, recibe estos dones, aparece visible en el mundo la comunión divina, que lo evangeliza, mostrando que es posible al ser humano la vida eterna, por la fe en Cristo.

          Entonemos por tanto a Cristo el cántico celeste: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra.»

           Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

María, Madre de la Iglesia

María, Madre de la Iglesia

Ge 3, 9-15.20; ó Hch 1, 12-14; Jn 19, 25-34

Queridos hermanos:

          El Señor se ha formado un cuerpo de carne en el seno de la Virgen María, y un cuerpo místico, espiritual, en el corazón de sus discípulos mediante la fe en él. Jesús es, por tanto, hijo de María y cabeza de su cuerpo místico. Siendo María la madre de la cabeza, lo es también del cuerpo que es la Iglesia, y así lo proclamó Pablo VI en el discurso de promulgación de la Lumen Gentium, el 21 de noviembre de 1964, como conclusión de la tercera sesión del Concilio, declarando a María, como “Madre de la Iglesia”.

          Para formarse un cuerpo en María, el Hijo de Dios asumió de ella, la naturaleza humana que quiso salvar del pecado y de la muerte, preservándola del pecado de Adán, de manera que este cuerpo suyo, libre del pecado, que Cristo ofreció al Padre desde la cruz, nos ha obtenido el perdón de nuestros pecados, y nos ha adquirido el Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos de Dios, hermanos de Cristo y por tanto, hijos de María.

          Contemplamos, pues, a María, madre, esposa fiel y virgen fecunda, privilegiada ya en su concepción y constantemente unida al Amor que se hizo cuerpo en ella, tomando de ella lo que tiene de nosotros, excluido el pecado, que no halló en ella porque fue redimida ya en su concepción.

          Su corazón maternal rebosando serenidad y mansedumbre, refleja el de su manso y humilde hijo, que desde la cruz sólo suplicó para sus verdugos, perdón, mostrando piedad. No hay amor más grande, que el que ella quiso aceptar de quien lo asumió plenamente, haciéndose así mediadora de su gracia, con la que nosotros fuimos salvados y constituidos en sus hijos al pie de la Cruz. Por eso, si hacemos presente a María la madre amorosa, es para suplicar de su piedad, que nos alcance su fortaleza en el amor a Cristo y su sometimiento a la voluntad del Padre que nos dio a su Hijo.

          El discípulo es llamado hijo de la “mujer”, que es madre de todos los vivientes, renacidos a nueva vida, por la fe, que los hace hermanos de su hijo único, y que son uno en él, de manera que, desde entonces, en ellos lo ve a él. De hermana suya, en su naturaleza, ha llegado a ser su madre, en la dignidad de su elección. Gran misterio, en el que un hijo elige a su madre, santificándola de antemano y compartiéndola después con sus hermanos adoptivos, elegidos y salvados también ellos por su gracia.

          Concluyamos, pues, con san Bernardo, nuestra breve contemplación de María, nuestra Madre y Madre de la Iglesia:

          “Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial.”

          Que así sea.

                                       www.jesusbayarri.com

 

 

Domingo de Pentecostés

Domingo de Pentecostés B (misa del día).

(Hch 2, 1-11; Ga 5, 16-25; Jn 15, 26-27. 16, 12-15)

Queridos hermanos:

          Conmemoramos la efusión del Espíritu Santo, que narra san Juan, cuando Cristo resucitado sopla sobre los apóstoles, y el que san Lucas presenta solemnemente en los Hechos de los Apóstoles, cuando nace la Iglesia al recibir su alma desde lo alto. Con la fuerza del Espíritu comienza el anuncio de la Buena Noticia a todas las gentes que se reúnen en un solo corazón, sobre el que es derramado el amor de Dios.

          En este domingo, la palabra está llena de contenido. Aparece la comunidad cristiana unida por el amor, como una consecuencia de la obra realizada en ellos por Cristo: Los discípulos incorporados a la comunión del Padre y el Hijo, reciben el Espíritu Santo, el don de la paz, y la alegría, y son investidos del “ministerio” de Cristo para perdonar los pecados, incorporando así a los hombres a la comunión con Dios. Esta será su misión: comunicar el amor de Dios que les ha alcanzado en Cristo.

          Guiada por el Espíritu la Iglesia es conducida al conocimiento profundo de su Misterio y a permanecer atenta a sus inspiraciones. Por él, los fieles claman a Dios: “¡Abba!, Padre, y proclaman a Cristo como Señor. Él adoctrina a los apóstoles, inspira a los profetas, fortalece a los mártires, instruye a los maestros, une a los esposos, sostiene a los célibes y a las vírgenes, consuela a las viudas, y educa a los jóvenes. De él proceden la caridad y todas las virtudes.

          Mediante el don del Espíritu el hombre tiene acceso al Reino de Dios y es constituido miembro de Cristo unido a su misión y fortalecido ante las adversidades.

          La obra de Cristo en nosotros, ha comenzado por suscitarnos la fe, y concluye con el don de su Espíritu. Él será quien guíe la existencia y la misión de los discípulos, unidos definitivamente a él.

          Cristo ha sido enviado por el padre para testificar su amor y para que a través del Espíritu, recibiéramos la vida nueva para nosotros y eterna en Dios, de la comunión de su amor: “Un solo corazón, una sola alma, y unidos en la esperanza de la fe, que obra por la caridad. Así, visibilizando el amor del Padre que derrama en nosotros el Espíritu Santo, testificamos la Verdad que se nos ha manifestado y el mundo es evangelizado para alcanzar la  salvación

           Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                       www.jesusbayarri.com

 

 

Vigilia de Pentecostés

Vigilia de Pentecostés

(Ge 11, 1-9; Ex 19, 3-8.16-20; Ez 37, 1-14; Jl 2, 28-32 (3, 1-5); Rm 8, 22-27; Jn 7, 37-39)

Queridos hermanos:

          Conmemoramos hoy el acontecimiento de la efusión del Espíritu, con el que nace la Iglesia como pueblo, cuerpo de Cristo, y Reino de Dios. Israel ha sido liberado de Egipto en la Pascua, y constituido pueblo en la alianza del Sinaí, que conmemoramos en Pentecostés. Así, la humanidad redimida en la Pascua de Cristo, por la recepción del Espíritu, es constituida en pueblo de Dios el día de Pentecostés.

          En los sequedales del desierto del corazón humano que se ha separado de Dios por el pecado, el Señor ha colocado la Roca, que es Cristo, de cuyo seno brotan los torrentes de agua viva del Espíritu, como del Templo que vio Ezequiel, porque es en Cristo, en quien habita toda la plenitud de la divinidad. Para beber de esta agua hay que creer en Cristo: “Beba, el que crea en mí”.

          El que bebe de esta agua del Espíritu, queda saciado por la fe en Cristo, que a su vez se convierte en él en fuente de aguas que brotan para vida eterna, para saciar a otros. De la misma manera que al recibir la luz del Espíritu, el discípulo se convierte en luz, también al recibir el agua viva, se convierte en fuente, de cuyo seno brotan torrentes de agua viva, como del seno del Salvador, al que permanece unido por su fidelidad.

          El hombre sumergido en la insatisfacción profunda de su corazón, y alejado de Dios a causa del pecado, es empujado a una incesante búsqueda de sí mismo, y de Dios, en una sed insaciable que le frustrará continuamente, hasta que el “agua viva” del Espíritu sea derramada en su corazón por la fe en Cristo. Su sed de escalar la gloria y la comunión humana, le lleva a la gran confusión de Babel, que narra el libro del Génesis. De esta ansia han brotado en medio de claridades y tinieblas: religiones, cultos, magias, y supersticiones, sin saber distinguir tantas veces entre dioses y demonios. Será Dios mismo acercándose al hombre, quien le conducirá a la comunión con él, al encuentro del hombre mismo, y al descubrimiento de su incapacidad de dar vida a sus huesos calcinados. Será Dios, quien vivifique con el rocío de su Espíritu los áridos despojos, de quien sediento, acuda a Cristo y crea en él.

          Sólo la revelación de Dios por su Palabra, será capaz de separar en el corazón humano la luz de las tinieblas, e ir purificándolo para hacerlo digno de la presencia del Espíritu, como fuente de aguas vivas y fuego devorador que lo fecunden en el amor, purificándolo siete veces. La efusión del Espíritu dará cumplimiento a la profecía de Joel: «Derramaré mi espíritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros ancianos tendrán sueños, vuestros jóvenes verán visiones. Y hasta sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días.»  

          Toda carne será empapada de vida, y bautizada de Espíritu. Esta es la profecía que ansía toda la creación con angustiosa espera: comunión con Dios y con todos los hombres.

          Como dice la Escritura: ¿Quién puede conocer tu voluntad, si tú (Señor) no le das la sabiduría y le envías tu espíritu santo desde el cielo?

          Efectivamente la acción del Espíritu Santo será siempre protagonista en la Nueva Creación como nos dice la Escritura:

          En la gestación de Cristo: María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Así se lo anunció el ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios.» Así se lo confirmó el ángel a su esposo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo.»

          Nosotros por nuestra parte, aguardamos la promesa del Bautista referida a Cristo: «Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.» Se lo había dicho el Señor: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo'.» Él mismo, fue anunciado a su madre por el ángel que le dijo: «será para ti gozo y alegría y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre.» Así, cuando fue visitada por María: «Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor?  Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»

          En la presentación del Señor: Simeón. Era un hombre justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. El Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor.

          En el bautismo del Señor: «Se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: «Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado. Después: Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto.» Dios, a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder.

          También en su vida pública: «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.»

          Del mismo modo que está en Cristo, el Espíritu estará en sus discípulos; él mismo se lo entregará: «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho. Recibiréis la fuerza, del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. Después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue levantado a lo alto. Los discípulos,  se llenaban de gozo y del Espíritu Santo.»

          Desde entonces el Espíritu estará siempre en la Iglesia y acompañará a quienes predican el Evangelio: «Las iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; pues se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo. El Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la palabra.»

          El Espíritu asistirá y designará a los apóstoles: Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables. Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo.

          San Pablo aseguraba: El Espíritu Santo en cada ciudad me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. El Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. El Dios de la esperanza os colme  de todo gozo y paz en la fe, hasta rebosar  de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino movido por el Espíritu Santo.»

          Guiando la evangelización: «El Espíritu Santo les había impedido predicar la palabra en Asia.» De la misma manera había conducido a los profetas: «Nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres, movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios.»

          Podemos comprender ahora la diatriba de Jesús: «Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.»

          Por último, estará presente también en las persecuciones: «No seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo. Como dice el Espíritu Santo: Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones; el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» «Id pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.»

          Acudamos pues a la Fuente que brotó en Pentecostés y no deja de manar Agua aunque nosotros sigamos sedientos. Invoquemos al Viento impetuoso que sopla donde quiere, para poder discernir su camino y ser arrebatados por Él. Abracemos al hermano al amor de este Fuego que funde toda dureza y frialdad.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

 

Sábado 7º de Pascua

Sábado 7º de Pascua

(Hch 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25)

Queridos hermanos:

          Con este final del Evangelio de Juan, la liturgia ha querido terminar las ferias de Pascua. Los evangelios no pretenden ser una narración de la vida de Cristo, sino un instrumento que nos ayude a creer.

          Hoy el Evangelio nos habla de que cada uno debe atender a su propia misión. La llamada es personal y también la misión. Hoy nos dice el Señor: Tú, sígueme. No toca a nosotros querer saber lo que corresponde sólo al Señor. Cada uno tiene su propia tarea de la que deberá rendir cuentas y su propia gracia para realizarla. Todo es gracia, pero toda gracia necesita nuestra aceptación para no ser estéril en nosotros como dice san Pablo.

          Es Dios quien discierne y llama a quien quiere, dándole su gracia, pero es el hombre quien libre y diligentemente debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin mirarse a sí mismo, sino al que lo llama, y situándolo con su respuesta en el lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y prioridades humanas. La voluntad humana debe dar paso a la de Dios, y podemos acoger o rechazar la llamada, que es siempre iniciativa de Dios.

          Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión, que se van perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero hay también distintas funciones, como son distintos los miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que de por sí, constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

La carne y la sangre tienen también su propia solicitación a través de los afectos y de las demás fuerzas de la naturaleza, que es necesario distinguir de la llamada, ya que Dios y su llamada están en un plano sobrenatural, al cual es atraído el hombre elegido por Dios para una misión, en la que su existencia alcance su plena realización, contribuyendo a la edificación del Reino de Dios sobre la tierra. Todo proyecto humano debe supeditarse al plan de Dios, cuyo alcance trasciende nuestras limitaciones carnales, situándolo en una dimensión de eternidad.

Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

 

 

 

Viernes 7º de Pascua

Viernes 7º de Pascua

(Hch 25, 13-21; Jn 21, 15-19)

Queridos hermanos:

          Hoy, el Evangelio nos habla del seguimiento de Cristo y del ministerio de servicio a los hermanos, que siempre van unidos, pero ambas cosas deben ser fruto del amor firmemente ratificado, como lo han sido también nuestras infidelidades, desobediencias y pecados. El amor, en el Evangelio de hoy, es más bien una oferta a Pedro que la confesión de una propia disposición que ya conoce el Señor, ya que lo precede la triple negación: Simón, ¿estás dispuesto a aceptar amarme más que estos, ya que te he perdonado más? Lo que quiero confiarte requiere de un amor mayor, que esté por encima del de los demás. Dímelo también por tres veces, como triple fue también tu negación.

          Después de su confesión le será especificado que, su amor consistirá en gastar su vida en cuidar las ovejas, en procurar su salvación, y por último seguirlo hasta recibir la corona de su amor con la efusión de su sangre. No hay amor más grande, ni gracia mayor, y la recibirán también los demás apóstoles, de una u otra forma. A mayor cercanía a Cristo, mayor semejanza con él en su entrega.

La palabra de hoy nos sitúa a nosotros que estamos aquí como respuesta a una llamada personal a seguir a Cristo. Dice el Señor a Pedro, sígueme, después de anunciarle que será llevado a la muerte por voluntad de otro, como fue llevado Cristo. Ambos en la libertad del amor que se entrega voluntariamente, pero bajo la decisión de otro. No pertenece a la voluntad del hombre decidir el momento y la forma de su renuncia a sí mismo y de su muerte, pero si, el aceptarlos de la mano de Dios por el medio que sea. Quien así pone su vida en las manos del Señor, puede recibir la misión de apacentar un pueblo, aunque sea de una sola oveja: ¿Me amas más que a tu padre, a tu madre, más que al afecto de una mujer y de unos hijos, más que a tu propia vida?, ¡pues sígueme!

          También hemos escuchado la misión que le es encomendada a Pedro de vivir para los demás, después de su profesión de amor a Cristo, que le lleva a someterse a su voluntad mediante la fe. Como le decía el Señor a la Madre Teresa: “Quiero esto, de ti; ¿me lo negarás?” 

Que la eucaristía nos una cada vez más firmemente a Cristo en su seguimiento y en la entrega a nuestros hermanos.

  Así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

 

         

 

         

 

 

 

Jueves 7º de Pascua

Jueves 7º de Pascua

(Hch 22, 30. 23, 6-11; Jn 17, 20-26)

Queridos hermanos:

          El evangelio de hoy nos presenta el final de la oración sacerdotal de Cristo, y comienza pidiendo para la Iglesia (los discípulos que creerán por la palabra de los apóstoles), la unidad que hay entre el Padre y el Hijo: como tú Padre en mí, y yo en ti, y termina pidiendo para que esté en ella, el amor con el que el Padre lo ha amado desde siempre. Amor y unidad, que son la manifestación de la comunión entre las personas divinas.

          Recordemos que lo primero que Dios ha revelado a su pueblo es su unicidad, frente al politeísmo circundante de la idolatría: que él es único, y no hay otro dios fuera de él. Pero para llegar a alcanzar y a comprender su Unidad, deberemos esperar a Cristo, que nos revela a Dios como Padre, Hijo, y Espíritu, en comunión esencial de amor mutuo y de entrega. Todo lo que quiere el Padre, lo realiza el Hijo, en el Espíritu Santo. Siempre que pretendemos separar la acción de las distintas personas divinas, nos encontramos con serias dificultades: El Padre es el creador, pero todo fue hecho por Cristo, y es el Espíritu Santo quien realiza las obras, como dice la Escritura.

          Cuando la comunidad cristiana, la Iglesia, recibe estos dones, aparece realizada en el mundo la comunión divina, que lo evangeliza, mostrando que es posible al ser humano la vida eterna, por la fe en Cristo.

          Ayer contemplábamos nuestra relación con Dios y con el mundo, y hoy, nuestra relación con los hermanos, con la comunidad, pero siempre en función del mundo, para llevarlo al conocimiento de Dios y por tanto a la fe y a su salvación. No podemos separarnos de Cristo, ni de su ser “luz de las gentes”.

Cristo, que ha pedido al Padre para nosotros el amor, la unidad y la gloria del Espíritu; ruega para la Iglesia, la gracia de permanecer en él, y progresar en el conocimiento y el amor del Padre, por el que la comunión se hace patente en la unidad y evangeliza al mundo. Si los discípulos están en comunión de amor, su Señor será un Dios de amor. Para eso, Cristo, derrama sobre sus discípulos el Espíritu de amor que le une al Padre, su Gloria, el esplendor de su amor. Dios se ha cubierto de gloria, cuando ha manifestado su salvación gratuita, su amor, haciendo prodigios, en Egipto, en el mar rojo, en el desierto, y sobre todo enviando a su Hijo y resucitando a Cristo de la muerte.  

          El mundo que no cree, no puede conocer este amor del que los discípulos se hacen capaces por la fe, y por eso deben hacerlo visible en la unidad para que se convenza el mundo y pueda llegar a la fe y a la salvación. El amor y la unidad se corresponden y se implican mutuamente. Faltar contra la unidad, hace que se resienta el amor, y a la inversa, faltar al amor daña la unidad. Por eso el Señor manda “no juzgar”, y como consecuencia no criticar, ni hablar mal de nadie; y aunque en ocasiones sea necesaria, en casos graves, la corrección fraterna, mejor será excusar que juzgar; mejor perdonar, que condenar. El Señor insiste en un amor entre los hermanos que implica el perdón constante: “como yo os he amado”.         

La Iglesia y sus dones están en función de su misión, como lo está Cristo, en quien hemos sido “elegidos antes de la creación del mundo, para ser santos en el amor”. Así, los dones del amor y de la unidad al interno de la comunidad, su comunión, son una gracia para el mundo, al que muestran la comunión que hay en Dios, y que se hace presente  en la Iglesia, que la ofrece al mundo, para que tenga vida eterna. Por tanto, es también al mundo a quien dañamos con nuestras faltas contra la comunidad.

La Eucaristía viene en nuestra ayuda, fortaleciendo en nosotros la comunión en el Espíritu, y por tanto el amor y la unidad. Todos participamos de un mismo pan y todos hemos sido abrevados en un mismo Espíritu.

Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

Miércoles 7º de Pascua

Miércoles 7º de Pascua 

(Hch 20, 28-38; Jn 17, 11-19)

Queridos hermanos:

          Hoy el señor, continuando con la palabra de ayer, ruega al Padre por sus discípulos presentes, a los que él ha cuidado hasta ahora, y por los futuros, y le pide para ellos, que después de haberlos agraciado con la comunión de la unidad, por el don del Espíritu de su amor, sean ahora preservados de la división, obra del maligno, y permanezcan fieles al mandamiento del mutuo amor, siendo perfeccionados, (santificados, consagrados) en la verdad de su entrega, recibida de Cristo, alcanzando la plenitud del gozo del Espíritu, en medio del odio del mundo, al que son enviados.

          El centro de esta palabra es la santificación, la consagración, el ser “separados para Dios,” con miras a una misión y por tanto a un envío. Cristo, es enviado al mundo sin ser del mundo, y él mismo se santifica, se consagra totalmente a su misión salvadora. Además, consagra a sus discípulos, que estando en el mundo, son rescatados de su influencia, y santificados en la verdad de Dios, para ser enviados por Cristo, como el Padre le envió a él.

          El tiempo de la Iglesia es tiempo de misión, que se va a caracterizar por el odio del mundo que el Maligno dirige contra los discípulos, y por la protección del Padre que les envía al Espíritu para mantenerlos en la unidad, en la alegría, y en la verdad de la palabra de Cristo separándolos para Dios, de manera que lo que mueva su vida en lo más profundo, no sea el mundo, sino la verdad de Dios: su amor, y su llamada; que la misión y la vida cristiana no sean una tarea más a realizar o un medio de realizarse ellos mismos, sino el motor y el centro de su existencia, a imagen de Cristo. El centro de la vida cristiana, se desplaza así, de la onda del mundo y se centra en Dios.

          La vida cristiana no es, pues, una forma pía de ocupar el tiempo que sobra, una vez satisfechas las exigencias del mundo, sino al revés, un “estar en el mundo sin ser del mundo,” para llevarlo a Cristo. Habrá que dar su tiempo a las cosas del mundo, pero no el corazón; usar el dinero pero no amarlo; trabajar, pero no darle nuestra vida al trabajo; descansar, pero no hacer del “estado de bienestar” la meta de la existencia. Vivir como dice el salmo: "Siendo el Señor nuestra delicia, y él satisfará las ansias de nuestro corazón."  El cristiano que ha conocido el amor de Dios y recibido su Espíritu, hace de su vida una liturgia de santidad, que le lleva a la inmolación amorosa de su existencia en favor del mundo, según la voluntad de Dios, porque “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que el mundo se salve por él.

          Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

San Matías, apóstol

San Matías, apóstol

(Hch 1, 15-17.20-26; Jn 15, 9-17)

Queridos hermanos:

          La palabra de hoy está centrada en la Caridad de Dios; el amor del Padre y del Hijo que está a la raíz de todo dándole consistencia. En primer lugar lo revela a través de su Hijo hecho hombre, entregándose a sí mismo en su cruz, para el perdón de los pecados. Cristo mismo se entrega por amor al Padre y a nosotros, con el mismo amor del Padre que está en él. Este es el secreto de su amor al Padre, hacer siempre lo que a él le agrada, y sabemos que le agrada nuestro bien, porque es amor. El que ama, piensa más en el bien de la persona amada que en sí mismo y eso, a veces, implica renunciar al propio bienestar. Por eso el Padre entrega al Hijo por nosotros, y por eso el Hijo obedece al Padre hasta la muerte. Así le ama, le obedece, y lleno del gozo de su amor se entrega y sufre por nosotros.

          Cristo hace suya la iniciativa del Padre y se entrega totalmente para que su amor esté en nosotros, a quienes llama a ser sus hijos de adopción y discípulos de su Hijo, para que nosotros lo testifiquemos ante el mundo, como han hecho en primer lugar sus apóstoles. En este amor hemos sido introducidos por su gracia, y en él, somos invitados a permanecer, adhiriéndonos a su mandamiento, en el amor mutuo.

          El Señor desea para nosotros la plenitud de su gozo, en el amor que él nos ha traído de parte del Padre gratuitamente. Así lo ha querido el Padre porque nos ama y así lo ha realizado el Hijo por amor al Padre y a nosotros. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyo fruto en nosotros es el amor mutuo y también el gozo. El Señor nos ha dicho que quiere para nosotros su gozo, el gozo de su amor, y por eso nos da su mandamiento de entregarnos, sin límites, y sin temer al sufrimiento. Para eso, el Señor nos ha permitido escuchar el Evangelio, nos ha permitido creer, y nos ha dado su Espíritu gratuitamente. Nos ha introducido en su amor, para que permanezcamos en él. Todo es gracia.

          Dándonos el Espíritu Santo, su gozo en nosotros se hace pleno y testifica en nosotros el amor del Padre y del Hijo. La consecuencia es pues, el mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros”, sin reservarnos la vida que se nos ha dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados: “No me habéis elegido vosotros  a mi, sino que yo os he elegido.” El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él. Lo llama a la fe. Es apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros. Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros: “como yo os he amado”, que le ha llevado hasta el don de la vida. Este amor va acompañado de la amistad de Cristo y de la total confianza en Dios, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos y permanezca después de la muerte para vida eterna.

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

Lunes 7º de Pascua

Lunes 7º de Pascua

(Hch 19, 1-8; Jn 16, 29-33)

Queridos hermanos:

          Se acerca el momento en que los discípulos tienen que enfrentarse con la cruz de Cristo, y sólo la fe puede sostenerlos ante la prueba que los va a dispersar cuando llegue la tribulación. Jesús les previene y les anima a apoyarse en él, victorioso ante el mundo y unido al Padre. Este combate les adiestra para aquel que todo hombre debe enfrentar ante el sufrimiento y ante la propia cruz, que lo relativiza todo.

Para vencer la muerte hay que enfrentarla, pero debido a la experiencia de muerte consecuencia del pecado, el hombre está sometido a su poder, sin solución, ni respuesta ante ella, condenado a rehuirla, hasta ser devorado irremisiblemente por ella. Sólo Cristo, vencedor del pecado y de la muerte, puede entrar en ella para destruirla definitivamente.

“Os he dicho esto, para que tengáis paz en mí, mientras que en el mundo tendréis tribulaciones”. La paz que busca el mundo, es una huida impotente de la muerte y del sufrimiento y no una victoria, y por tanto, una ilusión pasajera que se desvanece antes o después: “¿Ahora creéis? Mirad que llega la hora en que os dispersaréis y me dejaréis solo”. Los discípulos, apoyados en Cristo, van a enfrentar la muerte y gustar la victoria sobre ella, de la que van a ser testigos ante el mundo.

          Los discípulos, han creído, pero su fe debe ser completada, purificada y cimentada sobre la roca de la cruz, iluminada por la resurrección, y sobre todo, fortalecida por el Espíritu, antes de ser probada. Su permanencia en el mundo y en la tribulación necesitará de su adhesión a Cristo para tener paz en él. Dice la profecía de Zacarías: “Meteré en el fuego este tercio (resto): lo purgaré como se purga la plata, lo refinaré como se refina el oro.” Si nos resistimos a entrar en la muerte desconfiando del Señor, jamás experimentaremos la victoria de la que el Señor quiere hacernos testigos. Dice san Pablo: “Sufro, lo que falta en mi carne a la pasión de Cristo,” porque en su carne, como en la nuestra, debe realizarse la Pascua de Cristo, a la que nos une nuestro bautismo. En la carne de todo cristiano debe completarse místicamente la pasión con Cristo, ya que: “si morimos con él, viviremos también con él.

          Todo pastor debe conducir su propia oveja y su rebaño por un camino conocido por él. Por eso fue perfeccionado Cristo en el sufrimiento, pues debía llevarnos a la salvación, como dice la Carta a los Hebreos, y enviarnos el Espíritu para fortalecernos en la misión.

          Nuestra adhesión a Cristo se afianza a través de la Eucaristía, por su gracia y mediante nuestro amén, y nuestra obediencia a Cristo en la historia, que hace más profunda nuestra unión con él. Por eso el Concilio la llama, de hecho: “fuente y culmen” de la vida en Cristo.

          Que así sea. 

                                                           www.jesusbayarri.com