Miércoles 2º de Cuaresma

Miércoles 2º de Cuaresma 

(Jer 18, 18-20; Mt 20, 17-28)

 Queridos hermanos:

En este tiempo de Cuaresma, hoy la palabra nos presenta el anuncio de la pasión como antesala de la Pascua. La esclavitud al faraón, la idolatría y la multitud de los pecados, asumidos por Cristo, le sumergirán en la muerte para resurgir victorioso y salvador. Mientras Cristo se prepara para entregarse, los discípulos no logran superar la concepción mundana del reino, en el que esperan figurar, sin discernir que su gloria no es de este mundo, en el que cada cual utiliza sus influencias, porque la carne mira siempre por sí misma.

En esta palabra aparecemos también nosotros con las consecuencias de nuestra naturaleza caída, en la realidad carnal de los apóstoles, que buscan ser, en todo, y aparece también el hombre nuevo, en Cristo, que, se niega a sí mismo por amor, anteponiendo al propio bien, el bien del otro mediante el servicio, hasta el extremo de dar la propia vida. Este es el llamamiento a sus discípulos a seguirle: «que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

Es muy fácil dejarse llevar de los criterios del mundo, pero Cristo vive la vida en otra onda, propia del Espíritu, que es el amor. Su Reino es el amor y quien quiera situarse cerca de Cristo, seguirlo, debe acercarse a su entrega, su bautismo y su cáliz.

          Jesús va delante porque indica el camino, trazándolo con sus huellas, porque él es el camino. Sabiendo que buscaban matarlo los judíos, sus discípulos se sorprenden y tienen miedo.

Este puede ser un punto importante para nuestra conversión cuaresmal: centrarnos en el amor y en el servicio a los demás sin contemplarnos a nosotros mismos, sino a Cristo, en cuyo amor resplandece el rostro del Padre. El amor, el servicio, es la gracia que Cristo nos ofrece y es la paga por acogerla; el que ama no necesita esperar la vida eterna en recompensa, porque el amor es Dios, y el que ama está ya en Él. Ha pasado de la muerte a la Vida.

Que así sea.

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Domingo 2º de Cuaresma B

Domingo 2º de Cuaresma B 

(Ge 22, 1-2.9-13.15-18; Rm 8, 31-34; Mc 9, 2-10)

Queridos hermanos:

Hoy, en este caminar cuaresmal hacia la Pascua,  somos llamados a contemplar la gloria de Dios sobre el monte, como Abrahán, como Isaac, como Moisés, como Elías, como el pueblo, y los discípulos, a través de nuestra fe. Todos ellos han sido llevados por Dios al monte para contemplar su gloria acogiendo su palabra. El Moria, el Horeb, el Tabor, y sobre todos el Gólgota, se disputan hoy la gloria del Señor y nos muestran la fe sobre la tierra, como abandono, como confianza en la voluntad de Dios y en su amor misericordioso. El monte, como elevación del hombre hacia Dios, es el lugar privilegiado para que el hombre reciba y testifique su fe, y Dios manifieste su gloria.

Abrahán es elegido para la obra sobrenatural de la fe, y es llevado por Dios en etapas, de fe en fe (cf. Rm 1, 17), hasta la anticipación del Gólgota en el Moria, en el que la obra de su fe quedaría terminada y probada: Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, hasta entregarle a su propio hijo, a su único, al que amaba. Más que de la entrega de nuestras cosas o de nuestra propia vida, de lo que Dios se complace es de nuestro abandono en sus manos, porque él no quiere nuestro mal, sino nuestro bien eterno, aunque sea a través del mal propio de cada día (Mt 6, 34).

Así ha tenido que ser preparado Abrahán durante más de 25 años, para llegar a ser capaz de entregarse totalmente en su voluntad “esperando contra toda esperanza”, y alcanzar a ver no sólo el nacimiento, sino después de unos cuarenta años más, la “resurrección” de Isaac; el día de Cristo, en el que la muerte sería definitivamente vencida por el amor de Dios, origen de nuestra fe. Creyó Abrahán al principio en Dios el día de su llamada, y se apoyó después en él ante la muerte, completando la obra de su fidelidad. Dios se complace al ver la fe en el hombre, y promete con juramento su bendición para todos los pueblos. Como dijo Jesús a Marta: Si crees verás la gloria de Dios (cf. Jn 11, 40).

El cumplimiento de las bendiciones hechas por Dios a Abrahán es Cristo, el Hijo, el Amado, el Elegido, el Siervo en quien se complace su alma, que será entregado por nosotros, y en quien han sido bendecidas todas las naciones de la tierra. Esta manifestación suprema del amor de Dios que será realizada en Cristo, Dios la ha querido hacer nacer en el corazón del hombre mediante la fe en él. La fe da gloria a Dios, porque le permite mostrar su amor y su misericordia infinitos. Cristo dirá: ¡Padre, glorifica tu Nombre! Como glorificaste tu Nombre sacando a Israel de Egipto, y devolviendo vivo a Isaac a su padre, glorifícalo ahora resucitándome de la muerte, porque: En tus manos encomiendo mi espíritu.

Dios quiso que Cristo pasara por la muerte ocultándole un instante su rostro, pero no lo abandonó en el Seol ni permitió que experimentara la corrupción. Como dice san Pablo, si Dios nos entregó a su Hijo, cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas: la fe, la esperanza y la caridad; la salvación, la vida eterna. “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Abrahán fue preservado de la sangre de Isaac, pero no del sacrificio de su corazón, y Dios quedó complacido de su fe. Había de ser Cristo quien consumara “hasta el extremo” el sacrificio en su testimonio de la Verdad, del amor del Padre. Hoy, sobre el monte, el Padre testifica por él; nos presenta a su Palabra hecha “cordero” enviándole la consolación de las Escrituras: Moisés y Elías; la Ley y los Profetas, para ungirlo ante su “tránsito que debía cumplir en Jerusalén”.

También nosotros somos llamados a un testimonio que, perpetúe la bendición de Dios mediante la confesión de Cristo.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 1º de Cuaresma B

Domingo 1º de Cuaresma B

(Ge 9, 8-15; 1P 3, 18-22; Mc 1, 12-15)

Queridos hermanos:

En este comienzo de la Cuaresma, la Palabra nos muestra la alianza de paz prometida a Noé; nos muestra también a Jesús, siendo impulsado y conducido en el desierto por el Espíritu, porque fue allí donde Dios hizo su Alianza con el pueblo en el monte Sinaí, a la que ellos fueron infieles sucumbiendo a las tentaciones. Allí, Cristo, va a manifestar su fidelidad a la Alianza venciendo las tentaciones, y sellando con su sangre, en la cruz, la Alianza Nueva y Eterna, a la que nosotros nos adherimos por el bautismo que nos salva, como decía la segunda lectura.

Ciertamente es necesario el Espíritu para ir al desierto, y sobre todo para permanecer en él, al encuentro con Dios y en combate con el diablo. El desierto nos ayuda a entrar en nosotros mismos con el ayuno, buscando en primer lugar la caridad con la limosna, y poniéndonos a la escucha de la voz de Dios con la oración. El desierto es, en efecto, el lugar bíblico de los desposorios con el Señor, que nos preparan a la consumación del amor en la Pascua; en la mutua entrega y posesión: “Mi amado es para mi y yo soy para mi amado”. Es Dios quien llama a su pueblo a la unión amorosa con él y le conduce al desierto como a Moisés, a Elías, a Juan Bautista, a los profetas y a cuantos va eligiendo, para mostrarles el Árbol de la Vida, hablarles al corazón, purificarlos de los ídolos y lavarlos de sus pecados. La mirada a la Pascua es, por tanto, la que provee de sentido a la Cuaresma que ahora estamos comenzando: ¡La cuaresma ha llegado, la Pascua está cerca!

Después de la destrucción consecuencia del pecado, la alianza con Noé anuncia un nuevo principio en el que Dios se compromete a no destruir toda carne a causa del pecado. Se abre un tiempo de salvación que concluirá con el establecimiento definitivo del reinado de Dios sobre el mundo, cuando sea definitivamente vencido el pecado y aniquilado el instigador del mal. Durante este tiempo, Dios asistirá al hombre haciéndolo retornar de sus desvaríos e infidelidades, hasta que con la llegada del Mesías sea establecida una Alianza Nueva y Eterna, cuando la efusión de su Espíritu sobre toda carne, derrame en el corazón del hombre el amor de Dios. Entonces el tiempo se habrá cumplido y el Reino de Dios habrá sido implantado en el mundo.

Este es el testimonio de Cristo anunciado ya por Juan Bautista, que es una llamada para acoger la salvación esperada. Las palabras de Cristo son confirmadas por la acción del Espíritu Santo que testifica en su favor. Al hombre toca discernir y aceptar su testimonio con la conversión de su mente y la adhesión de su voluntad, mediante la penitencia de su vida, como fruto de haber creído la Buena Noticia del Evangelio, y haber sido purificado en el bautismo.

Como el hombre por el pecado fue expulsado del Paraíso, ahora mediante la conversión el Señor le dice ¡Vuelve! El Evangelio abre al hombre un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo se hace historia que brota de la llamada, por la que el hombre se pone en marcha en seguimiento de la promesa. El tiempo concedido a la desobediencia y el tiempo mismo del pecado se han terminado.

          Después del pecado y sus consecuencias, Dios anuncia una alianza de salvación para el hombre, que alcanza a toda la creación y que se proclama incluso a los muertos, porque para Dios todos viven. Termina el tiempo del pecado que esclaviza al hombre al poder del diablo. Se anuncia la conversión por el Evangelio. Dios quiere la conversión, para el bien, y anuncia la buena noticia de su amor, que debe ser acogida por la fe, mediante los enviados que él llama.

          Esta vida nueva se nos comunica en la Eucaristía, por la que somos introducidos sacramentalmente en Dios.

                 Proclamemos juntos nuestra fe.   

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Sábado después de Ceniza

Sábado después de ceniza

Is 58, 9-14; Lc 5, 27-32

Queridos hermanos:

          El Evangelio nos presenta la vocación de Mateo y nos da el sentido de la misión del Señor, de buscar y llamar a los pecadores a que se conviertan para que vivan. La misericordia de Dios se acerca constantemente a los pecadores para buscar su salvación arrancándolos de la esclavitud de los ídolos y de la enfermedad por la que la muerte del pecado los consume y los empuja al abismo, y para incorporarlos al reino de Dios mediante el anuncio de la Buena Nueva que les trae la salud. El Señor llama a Mateo desde una realidad de pecado concreta que es el dinero, por eso, tiene una conexión especial con la misericordia, al estilo de Zaqueo, aunque llamado al ministerio grande de apóstol.

Mientras Cristo se acerca a los pecadores, los fariseos se escandalizan. Si el acercarse Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, es ésta la causa del escándalo farisaico. De qué sirve a los fariseos pecar menos si eso no les lleva al amor y la misericordia, en definitiva a Dios. Ser cristiano es amar y no sólo no pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para nosotros, o nos excluimos de la salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio? Pensémoslo bien, porque ahora es el día de la salvación.

La palabra nos habla del amor de Dios como Misericordia; amor entrañable, maternal, que no sólo cura como hemos escuchado en el Evangelio, sino que regenera la vida, que es recreador. No por casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, en que se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia, comprobaremos que todas están en este contexto: “este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida. También a Nicodemo le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios.»

Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de progreso en el amor, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de partida de este camino es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que reconociéndonos pecadores, testificamos el amor de Dios en nosotros.

Se trata, por tanto, de un amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los Gálatas, que le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo por tanto, profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, “sin desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada”, como dice Oseas. Sólo un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra, lleva consigo la fecundidad que produce fruto, y que en Abrahán, se hace vida más fuerte que la muerte, en la fe, y en la esperanza; y pacto eterno de bendición universal.

La Misericordia de Dios se ha encarnado en Jesucristo y ha brotado de las entrañas de la Vida por la acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica, perdona y salva.

 Que así sea.

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Domingo 6º del TO B

Domingo 6º del TO B 

(Lv 13, 1-2.44-46; 1Co 10, 31-11, 1; Mc 1, 40-45)

Queridos hermanos:

La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios por todo, como dice la segunda lectura, pero sobre todo por Jesucristo, nuestro médico, en quien hemos obtenido la curación de nuestra lepra, por el perdón de los pecados. Con él todo es gracia para nosotros de parte de Dios, y como agraciados, somos llamados a ser agradecidos.

Para comprender el significado de la lepra y la razón por la que el Señor nos  habla de ella, debemos acudir a las Escrituras. Vemos que la lepra separa al hombre de la comunión con la comunidad, como le ocurrió a María la hermana de Moisés, y es por ello figura de la murmuración, el juicio y la maledicencia, que además rompe la comunión con Dios, que es amor.

Al venir Cristo a restablecer la comunión del hombre con Dios y con los demás hombres, mostrando el amor de Dios, su caridad, que es el fundamento y el fin de la ley, como médico que cura nuestros pecados, la verdadera lepra es ahora también nuestra incredulidad, impedimento para acudir a él, y dejarnos bañar por su caridad, glorificando a Dios.

La figura del leproso del Evangelio es muy importante para nosotros, porque acude a Jesús de Nazaret, y va a profesar su fe en él, postrándose ante el Señor, y más que pedir su curación, se somete a su discernimiento, a su voluntad y a su poder, reconociendo su autoridad sobre la lepra y sobre la Ley: “Si quieres, puedes curarme.” Recordemos que la ley prohibía a los leprosos acercarse. Nunca el Señor se resiste a la fe y a la humildad del pecador, que acudiendo a él: se humilla, suplica su ayuda apelando a su caridad infinita, y obedece a su palabra que le dice: “preséntate al sacerdote.”

Puede sorprendernos que Jesús toque al leproso, siendo así que él puede curar con sólo su palabra y decirle solamente queda limpio. Además, también, porque la ley prohibía tocar a un leproso. Nosotros sabemos que Jesús, no sólo no puede ser contaminado por la impureza, sino que puede limpiar toda impureza con sólo quererlo. Podemos decir que lo tocó ya curado, pues le dijo “quiero, queda limpio”. Es su voluntad lo que cura y lo que le hizo extender la mano sobre el leproso. Además quiso someter al leproso a la ley en lugar de ignorarla, mandándole presentarse al sacerdote, siendo así que, como dice san Juan Crisóstomo (en: Mateo 25,1) : Cristo no estaba bajo la Ley, sino sobre ella como Señor de la Ley, y así lo testifica la curación.

La severidad con la que Cristo pide al que había sido leproso que no publique el suceso, y su “cólera” cuando es forzado a realizar las curaciones, se debe al impedimento que suponen los milagros a su predicación, y en general a su misión de suscitar la salvación por la fe, más que a procurar el bienestar de las curaciones que la gente busca sin relación alguna con la voluntad divina. Jesús relativiza siempre el valor del milagro, cuya finalidad última es suscitar la fe que salva.

La curación, como dijo el Señor, buscó además dar testimonio a los sacerdotes que no creían, de manera que fueran inexcusables si persistían en su incredulidad. El leproso, en cambio, hizo la profesión de la fe que lo salva, como dice Cromacio de Aquilea (en: Mateo 38, 10). El Señor cura y manda al leproso para evangelizar a los sacerdotes y para que viesen su fidelidad a la Ley, como dice san Jerónimo (en: Mateo 1,8, 2-4), y no porque la felicidad del leproso dependiera de su salud; ni lo hizo tan sólo para que cumpliera un precepto de la Ley.

Cuando la suegra de Pedro es curada, se pone a servir; cuando el endemoniado es curado, es enviado a testificar a los de su casa; ahora el leproso es enviado a evangelizar a los sacerdotes. También nosotros que estamos siendo curados por el Señor, somos enviados a anunciar la Buena Noticia a todos los hombres.

 Profesemos juntos nuestra fe.

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Viernes 5º del TO

Viernes 5º del TO 

Mc 7, 31-37

Queridos hermanos:

Jesús es el enviado de Dios; más aún, es Dios mismo que se hace nuestro prójimo y viene a salvarnos destruyendo la acción del mal en nosotros y en la creación entera como anunció el profeta Isaías y se cumple en el Evangelio: “se abrirán los oídos de los sordos” (Is 35, 5). Como signo de esta restauración, la naturaleza es sanada. Lo mismo que en la creación “todo era bueno”, en la nueva creación “todo lo hace bien”. El mal con el que la creación ha sido frustrada por nuestros pecados, no tiene ya lugar sobre la tierra porque ha llegado la misericordia de Dios a recrearlo todo de nuevo con su salvación.

Un sordomudo es un hombre deformado por el pecado, porque Dios crea el oído, siendo él la Palabra; crea la vista, siendo él la Luz; y crea el corazón, siendo él, el Amor. El pecado, apartando al hombre de Dios, lo deja en las tinieblas, el silencio, la soledad y la muerte; tiene ojos pero no puede ver, oídos pero no puede escuchar, corazón, pero no puede amar. Cristo, perdonando el pecado, hace una nueva creación en la que todo está bien hecho: los ciegos ven, los sordos oyen, y los pecadores se convierten.

Con todo, Cristo no quiere ser confundido con un Mesías temporal que viene a solucionar los problemas de este mundo instaurando un “estado de bienestar” o una “calidad de vida”, intramundanos, sino a instaurar la fe, e impone el silencio a quienes favorece con los signos de su mesianismo espiritual como en tantas otras curaciones, para llevar al hombre a la trascendencia de la fe.

Nosotros necesitamos que nuestros oídos se abran a la Palabra y quizá como aquel sordo, que alguien nos presente a Cristo, o como en el caso también del paralítico, y que venza nuestra incapacidad de escuchar introduciendo su dedo en nuestro oído enfermo; el dedo con el que Dios gravó sus preceptos de vida en las tablas de piedra para Moisés, y que nos conceda un encuentro personal con él, separándonos de la gente, para curarnos, centrando nuestra atención en él, e intercediendo por nosotros con gemidos inefables ante el Padre.

          El corazón tiene unas puertas por las que Dios quiere entrar para llenarlo de vida, que son los oídos, y una puerta de salida que es la boca, para alcanzar la salvación, proclamándolo. Un sordo fácilmente será mudo. Porque: “Con el corazón se cree para conseguir la justicia como dice san Pablo, y la fe viene por el oído, y con la boca se proclama para alcanzar la salvación. Cristo tiene que tocar al enfermo incapacitado; entrar por sus sentidos sanos metiendo el dedo en sus oídos como cuando puso barro con su saliva en los ojos del ciego.

Después del tiempo que llevamos escuchando su palabra y tocando a Cristo en los sacramentos, podría decirnos como a aquel ciego que no acababa de curarse: “¿Ves algo?, ¿qué oyes?, ¡habla!, proclama la bondad del Señor contigo.

Que así sea.

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Domingo 5º del TO B

Domingo 5º del TO B 

(Jb 7, 1-4.6-7; 1Co 9, 16-19.22-23; Mc 1, 29-39)

Queridos hermanos:

          La palabra de este domingo nos presenta la vida como un servicio, como una misión, para la que hemos sido preparados, siendo alcanzados por el amor de Dios en Jesucristo, tomados de la mano y levantados (resucitados) de nuestra enfermedad de muerte que nos encerraba en nosotros mismos; así hemos sido capacitado para servir, y amar, como la suegra de Pedro que nos presenta el Evangelio.

          Para esta misión ha “salido” Cristo de las entrañas del amor del Padre, y ha sido enviado, introduciéndonos a nosotros. Esta es también la misión de Pablo a través del anuncio del Evangelio, y también la nuestra. Hemos nacido del Amor, y a él nos encaminamos llevando con nosotros a cuantos el Señor pone a nuestro alcance. En este caminar no faltan las luchas, ni los trabajos, como tampoco la recompensa, que como decía san Pablo, es el amor que se nos ha dado, que nos empuja a anunciar el Evangelio de la misericordia que el Señor ha tenido con nosotros. Nuestra vida es por tanto una milicia, como decía Job en la primera lectura.

          Somos introducidos a la existencia y se nos concede un principio, un cuerpo y un tiempo para alcanzar una meta recorriendo un camino. Pero como la meta es el Amor, el camino no consiste en cubrir una distancia, sino en un progresar en el acercamiento a Dios a través del prójimo, porque nuestro camino no lo realizamos en soledad sino en comunidad. Saliendo del ámbito de nuestro yo, y encontrando a los demás que nos entornan, vamos progresando en nuestra ascensión amorosa, hasta alcanzar al “Yo” que es, Señor del universo, que manifestó su nombre a Moisés, y se nos ha manifestado a nosotros en Cristo.

          En Cristo se ha dado el recorrido inverso al nuestro. Él ha “salido” en misión desde el extremo Centro de la dimensión divina, para alcanzar nuestra extraviada realidad, en el deambular por el espacio y el tiempo, muertos a consecuencia del pecado. Cristo, ha recibido también un cuerpo y ha sido injertado en un principio como el nuestro, para que, a través del Evangelio, consiga unificarnos en el amor.

          Él se ha acercado a los postrados el su lecho, impedidos para la donación de sí mismos, y les ha tomado de la mano, levantándolos al servicio de la comunidad. Sus manos clavadas, han dado vida a las nuestras consumidas por la fiebre del mal. Hemos sido levantados para permanecer en pie y testificar la Verdad que se nos ha manifestado. La fe y la esperanza de la hemorroísa tocaron a Cristo para alcanzar la curación, y hoy la caridad de Cristo toma la mano enferma para restablecerla. Él, que iba a tomar sobre sí nuestras enfermedades y dolencias, no dudó en curar a los que estábamos sometidos al dominio del mal.

          Cristo, testifica la Verdad del amor del Padre, que no se ha desvanecido por el pecado, para deshacer la mentira primordial del diablo y reunir a los que son de la Verdad. Pablo anuncia el Evangelio para suscitar la fe, como un deber al que no puede renunciar y para el que ha sido ungido por el Espíritu Santo.

          Como la suegra de Pedro, también los que acogen el testimonio de los enviados, son constituidos en anunciadores de lo que han recibido, incorporándose al servicio de la comunidad en el amor: La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo, van así impregnando los tejidos de la humanidad, que se encamina a la realización definitiva de su vocación universal al Amor.

          Ahora en la Eucaristía, somos servidos por el Señor, que nos da su cuerpo y su sangre para la vida del mundo, y partimos en Paz.

           Proclamemos juntos nuestra fe

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