La Sagrada Familia

 La Sagrada Familia

(Eclo 3, 3-7.14-17; Col 3, 12-21; o bien, 1S 1, 20-22.24-28; 1Jn 3, 1-2.21-24;

A: Mt 2, 13-15.19-23; B: Lc 2, 22-40; C: Lc 2, 41-52). 

Queridos hermanos: 

Celebramos la fiesta de La Sagrada Familia, que en el trasfondo de la alegría anunciada por los ángeles, propia de la Navidad, y que lo será para todo el pueblo, destaca la cruz de la misión a la que es llamada en el Hijo que guarda en su seno.

La Sagrada Familia, que ha sido constituida por Dios, vive en castidad perfecta la unión virginal de María y José, está sujeta incondicionalmente a la voluntad de Dios, llevando a cabo su plan de salvación, haciendo crecer en su seno a Cristo, Palabra y Gracia de Dios, hasta la estatura adulta de su entrega en la cruz para la redención de los hombres, y permanece unida en medio de las dificultades de la vida, muchas y graves, que Dios ha permitido para ella. Dios ha querido realizar en ella un modelo teológico, no demográfico, de la familia, en cuanto a la entrega fecunda y a la renuncia personal de los esposos en favor del Hijo, que vivirá sujeto a ellos. Modelo, por tanto, de amor esponsal en perfecta castidad, llevado a su plenitud por la presencia en cada uno de ellos del Espíritu Santo, en una vida de “humildad, sencillez y alabanza”.

Dios ha querido que nuestro Redentor fuera verdadero hombre y en consecuencia tuviera una verdadera familia y una historia humana en la que fuera preparada y realizada su misión de salvación. Esto debe cuestionarnos en nuestras expectativas respecto de nuestra familia y de nuestra vida, en la que tantas veces nos escandaliza la aparición de acontecimientos que se nos antojan adversos, precisamente porque no los contemplamos bajo el prisma de la fe, que ilumina su sentido último y trascendente en relación a la llamada de Dios. Si la misión de Cristo implicaba su oblación total, tendremos luz para comprender el sentido del sufrimiento, que lo acompañará siempre y con el que será preparado junto con su familia: “Experta en el sufrir” como la llama un himno litúrgico. 

Si bien, Dios, preserva la misión de su Hijo, no le evita los trabajos y sufrimientos que implica su auténtica redención, por la que se hizo hombre verdadero. “Era necesario que el Cristo padeciera”. Todo lo que implicaba la auténtica encarnación de Cristo, requería que fuera tal su familia. Las gracias necesarias que se les concedieron, no disminuyeron en nada su condición de familia humana. Su santidad, ilumina aquella a la que somos llamados como familia en Cristo.

La santidad de Dios, fue el motivo y la causa de la llamada a la santidad que hizo Dios a su pueblo: “Sed, pues, santos porque yo soy santo.” San Pablo dirá que para eso hemos sido elegidos en Cristo antes de la creación del mundo: “Para ser santos e inmaculados en el amor.” Por eso la santidad no es algo abstracto, sino en relación al amor: Sed santos con los demás como yo soy santo con vosotros.

La palabra nos ilumina la disposición total de la Sagrada Familia a la misión y sus consecuencias, y por tanto a la voluntad de Dios. Al interno, esto se traduce en relaciones de amor entre sus miembros: cónyuges, padres e hijos, que no se miran a sí mismos, sino al bien del otro, como vemos en las lecturas. José, el menor en dignidad, será cabeza, y Jesús, el mayor, estará sujeto a ellos. San Pablo habla de que el marido es cabeza de la mujer, y vemos que en el Evangelio, Dios dice a José y no a María lo que debe hacer la familia de su Hijo. Mientras su pueblo ignora y persigue a Cristo, será Egipto quien lo acoja y lo guarde de sus enemigos como ocurrió con José. Sólo entonces: “De Egipto llamé a mi Hijo”, el nuevo y verdadero Israel. : “Familia en misión, Trinidad en misión”.                                                                                                                                (San Juan Pablo II, en 1988). 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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5ª Feria mayor de Adviento "Oh Sol"

 5ª Feria mayor de Adviento “Oh Sol”

(Ct 2, 8-14; So 3, 14-18; Lc 1, 39-45) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes de ángeles y del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos que guardan sus madres al encontrarse. Unidos en la estirpe y en la gracia. El mayor entre los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación. La voz y la Palabra. El Amor y la Esposa se encuentran y el poder y la fecundidad de Dios hace fructificar a la virgen y a la estéril en medio del gozo y la exultación.

          “María se puso en camino y se fue con prontitud”. María es movida por el Espíritu hacia Isabel, porque Cristo va al encuentro de Juan. El gozo de María es el de Cristo que vive en ella, Juan lo percibe junto con Isabel y hace exultar y profetizar a la madre, quedando ambos llenos del Espíritu: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” El Espíritu Santo por boca de Isabel, exalta la fe de María en las promesas que le han sido comunicadas de parte de Dios. La fe de la Iglesia es la de María, y la que se nos ofrece hoy a nosotros juntamente con la promesa del Espíritu, que dará fecundidad al desierto de nuestra vida.

          Dios se fija en la humildad de María, a la que ha santificado desde su concepción: “el Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan, ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (Eclo 47, 22).

          María se apoyó en Dios en su pequeñez, y nosotros debemos hacerlo en nuestra debilidad, para poder alcanzar la dicha de ella por nuestra fe, pues también a nosotros nos ha sido anunciada la salvación en Cristo.

          Juan ha sido lleno del Espíritu y de gozo con la cercanía de Cristo. Nosotros en la Eucaristía somos llamados no sólo a su cercanía, sino a hacernos un espíritu con él, de manera que el “Dios con nosotros” llegue a ser Dios en nosotros. Recibámoslo con fe y que su gozo llene nuestro corazón y le bendiga nuestra boca. 

          Que así sea.

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Miércoles 3º de Adviento

 Miércoles 3º de Adviento 

Is 45, 6-8.18.21-25; Lc 7, 19-23 

Queridos hermanos: 

Cristo define su misión como el anuncio de la Buena Noticia y la proclamación del “año de gracia” del Señor. Viene a encarnar lo más profundo de la esencia divina; las entrañas de su misericordia. Juan, en cambio, debe preparar su acogida llamando a la conversión y a la penitencia en la severidad de la ley, y su impaciencia lo desconcierta por la mansedumbre de Cristo, hasta el punto de enviar discípulos a preguntarle si es él el “esperado”. Cristo le invita a discernir constatando, si sus obras responden con las expectativas mesiánicas de las Escrituras, que no son sólo la justicia, el juicio y la venganza de los enemigos de Dios, como el pueblo las espera, sino también el “año de gracia del Señor” y el tiempo de la misericordia.

Es normal que nosotros nos formemos proyecciones sobre Dios, de acuerdo con nuestra experiencia y nuestros conocimientos; concepciones personalizadas de lo que nos sobrepasa, y de forma inconsciente pretendemos que Dios responda a nuestras expectativas ajustándose a nuestros conceptos. En consecuencia, Dios nos sorprende siempre y nos llama a convertirnos a él y a seguir sus caminos que aventajan a los nuestros como el cielo a la tierra, aunque a veces no nos gusten. En ocasiones pensamos que le seguimos a él, cuando en realidad seguimos nuestras propias ideas y proyecciones, y no estamos dispuestos a cambiar nuestra mente. Jesús dirá: “Dichoso el que no se escandalice de mí.” “Yo quiero amor, conocimiento de Dios.”

Feuerbach tenía algo de razón al hablar de un dios proyección humana, pues ese debía ser su desconocimiento del Dios revelado en Jesucristo y que ha querido hacerse concreto, desconocimiento que compartían muchos de sus contemporáneos, más llenos de ideas que del verdadero conocimiento de su palabra, y de la fe. 

Sólo en la cruz de Cristo brillará la justicia de Dios sobre el pecado, su venganza sobre el Enemigo y el juicio de misericordia sobre los pecadores, que se nos entrega en el sacramento de la fe, comunicándonos vida eterna. 

Que así sea

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Domingo 2º de Adviento C

 Domingo 2º de Adviento.  C

(Ba 5, 1-9; Flp 1, 4-6.8-11; Lc 3, 1-6) 

Queridos hermanos: 

          La profecía de Isaías sitúa esta Palabra, en el contexto de que Dios quiere consolar a su pueblo, porque ya ha pagado por sus pecados (Is 40, 1ss). La consolación le vendrá por la acogida de la gracia de la conversión, que le llegará mediante el anuncio del “mensajero” del Señor, que viene delante del Salvador preparando su camino. Después vendrá el Señor a perdonar sus pecados y a bautizar en el fuego del Espíritu.

          Dios proclama su Palabra de vida, a oídos de aquel que ha elegido para llevarla a cumplimiento, y escucharla es ya recibir la misión y el poder de que se realice. Los evangelistas, identifican a este mensajero con Juan el Bautista, que prepara el camino de Cristo invitando a la conversión, mediante la confesión de los pecados, la penitencia, y el bautismo de agua en el Jordán.

          El camino del Señor debe prepararse en el desierto, por el que como en un nuevo Éxodo, Dios va a caminar para conducir a su pueblo de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. El desierto será siempre para Israel referencia insustituible. La añoranza de su primer amor. Ha sido en el desierto donde Israel ha visto realizado, que los caminos de Dios han sido sus caminos. Dios caminaba en medio de ellos. Él era su luz, su protección y su guía. Él, era su pastor. 

          El camino del Señor, queda preparado en aquel que acoge a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, sometiéndose a su bautismo, aceptando la conversión. La gracia que lleva en sí esta Palabra, le abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). En el Evangelio de  Lucas, esta es la causa de que ni saduceos, ni fariseos ni legistas pudieran acoger a Cristo: “al no aceptar el bautismo de él (Juan el Bautista), frustraron el plan de Dios sobre ellos”. (Lc 7, 30) mientras hasta los publicanos y las prostitutas creyeron en él.

          Es por tanto el Señor, quien como el buen samaritano, ansía venir al encuentro del hombre, que se ha separado de él por el pecado: Ha dejado Jerusalén, lugar de su presencia, y se ha encaminado a Jericó, imagen del mundo, cayendo en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se han ido dejándole medio muerto. Los profetas serán los encargados de anunciar con insistencia estos ardientes deseos de la voluntad amorosa de Dios. Juan, será el designado para  precederle con el espíritu y el poder de Elías a preparar su camino, y Cristo, el elegido para encarnar su venida.

          Dios es espíritu, y aun a través de Jesucristo, el encuentro del hombre con Dios, ha de realizarse en el espíritu, y por tanto en su libertad. Los obstáculos que encontrará el Señor en su camino al corazón del hombre serán por tanto espirituales. Ningún obstáculo puede oponerse al Señor sino el espíritu del hombre, al cual dotó Dios de libertad, para que pudiera amar: Los “montes” de la soberbia y el orgullo, levantan el yo del hombre, impidiendo el acceso al Señor, que viene manso y humilde de corazón. Estos montes deberán ser demolidos, y rellenados estos “valles”, abismos de la hipocresía y simas insaciables de las pasiones.  Carencias socavadas en el espíritu del hombre que ha abandonado a su Dios.

          Sólo el Señor mediante la fe, puede arrancar estos montes y plantarlos en el mar de la muerte, para desecar su poder, y convertir el corazón del hombre, en un vergel en el que florezca la justicia, camino llano para el Señor. 

          En quién acoge la gracia de la conversión aparecen los frutos de la humildad y del perdón, que obtienen de Dios la salvación, la comunión con el Amor. El bautismo de Espíritu y fuego, que purifica el fruto y quema la paja.

Por tanto: “¡Preparad el camino al Señor!” “Y todos verán la salvación de Dios”. Israel, por la fidelidad de Dios a sus promesas, y los gentiles por su misericordia. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 30º del TO

 Viernes 30º del TO 

Lc 14, 1-6 

Queridos hermanos: 

          Nuevamente la palabra nos sitúa ante la letra del precepto y su espíritu que es el amor. Entramos de nuevo en el tema de la misericordia como corazón de la ley y de la superficialidad del legalismo inmisericorde de quien está alejado de Dios. “Yo quiero amor, conocimiento de Dios.”

          El Espíritu Santo hace ver la realidad con su óptica de misericordia: “misericordia quiero”; pero sin el Espíritu no puede captarse más que la materialidad de la Ley, sabiendo, no obstante, que su corazón es el amor, y mientras la caridad edifica, la letra mata. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a los sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia. Sólo la madurez en el amor, es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal podemos decir: “El amor (corazón) tiene razones que la razón no comprende” El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. Santiago dirá que, “amar, es cumplir la ley entera”, y que quien ama a cumplido la ley.

          La respuesta de Jesús viene a ser: El sábado se puede amar. Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios ha descansado del trabajo de crear, pero no suspende nunca la actividad de amar, porque su naturaleza es el amor: “mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” dirá Jesús.  El Padre no deja de gobernar la creación ni de amarla.  En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “haces la paz y todo (lo) creas. Tú que iluminas la tierra y (a) todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”.

          También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si con el salmo, “por la mañana proclamamos tu misericordia, Señor”, testificándola con nuestra vida.

          Es interesante la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad, como acción de Satanás: Con Satanás entró el pecado y la muerte. El mal y la enfermedad no son más que sus manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una creatura como el diablo puede ser tal, cuál no será la misericordia de Dios su creador, viendo la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal: “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

          A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización inmanente, puramente mundana, y mediante la humildad abre el camino a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema de la libertad, y del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser una expresión de amor, y un medio muchas veces insustituible, para obtener un bien superior? ¿No es posible que los enfermos del Evangelio, en el caso de haber gozado siempre de buena salud se hubiesen perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo en su enfermedad temporal, les haya alcanzado una salud eterna salvándolos definitivamente?      

          Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa. 

          Que así sea.

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Lunes 30º del TO

 Lunes 30º del TO 

Lc 13, 10-17 

Queridos hermanos: 

          El centro de esta palabra no es, la mujer enferma de la que el Señor se apiada, ni tan siquiera la falta de discernimiento que muestra el legalismo de los judíos respecto al sábado, sino la cerrazón del jefe de la sinagoga y de los judíos que despreciando a Dios se resisten a acoger su iniciativa de misericordia para volverse a él.

          La voluntad amorosa de Dios es la salvación de su pueblo, que se extiende a todos los hombres y que se hace carne primero en la elección de su pueblo, después en la ley, y por último en Cristo, que viene a perdonar el pecado y a dar a los hombres su naturaleza de amor con el Espíritu Santo.

          La predicación de Cristo, los milagros y en fin la entrega de su vida, hará posible el cumplimiento del plan de salvación de Dios, pero sólo en quien lo acoja. En cambio los judíos han hecho de su relación con Dios un legalismo de auto justificación y cumplimiento de normas externas que no llevan a Dios, porque el amor a Dios y al prójimo ha quedado sustituido por ritos anquilosados en su materialidad sin relación alguna con la verdad de su corazón. Cristo insistirá constantemente en aquello de: “Misericordia quiero; Yo quiero amor, conocimiento de Dios”. Entramos de nuevo en el tema de la misericordia como corazón de la ley, y de la superficialidad inmisericorde de quien está alejado de Dios.  

          También nosotros necesitamos poner nuestro corazón en Dios, de forma que sea el amor el que dirija nuestra vida, el culto y nuestra relación con Dios y con los hermanos. Si el origen, el medio y la finalidad de nuestra relación con Dios no es el amor, nuestra religión es falsa, y vacía.

          Como premisa, podemos tomar conciencia de lo despiadado de la tiranía del demonio: Dieciocho años de opresión imperturbable sobre una persona, que sin la redención de Cristo podría ser interminable. Es interesante la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción de Satanás: Con él entró el pecado y la muerte, de la cual el mal y la enfermedad no son más sus manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una creatura puede ser tal, cuál no será la misericordia de Dios su creador, viendo la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal: “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

          A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor curativo de salvación incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización puramente mundana, y mediante la humildad abre el camino del corazón humano a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser un medio pasajero, muchas veces insustituible, para obtener un bien definitivo? ¿No es posible que la mujer del Evangelio, en el caso de haber gozado siempre de buena salud se hubiese perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo después de su enfermedad la haya salvado definitivamente? Sin duda, pero subsiste además el sufrimiento como consecuencia de la libertad humana y del pecado.

          En el Evangelio podemos descubrir, cómo sólo el Espíritu Santo hace ver la realidad con su óptica de misericordia: “misericordia quiero”; pero si falta, no puede captarse más que la materialidad de la apariencia; mientras la letra de la Ley mata, su corazón es el amor, y la caridad edifica. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia, porque su corazón cerrado a Dios, se cierra a la caridad. Quien no se conmueve ante el sufrimiento y la perdición ajenos, tampoco lo hará ante la misericordia. Sólo un amor que madura, es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal podemos decir: “El “amor” tiene razones que la razón no comprende” El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. La Escritura expresa claramente que, “quien ama, cumple la Ley”.

          La respuesta de Jesús viene a ser: ¡En sábado se puede amar!

          Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios descansa del trabajo de crear pero no suspende nunca la actividad de su amor: “mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” dirá Jesús. El Padre descansó de crear, y ahora no deja de amar, gobernar y renovar cada día la creación. El trabajo del amor, nunca se detiene. En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “haces la paz y todo (lo) creas. Tú que iluminas la tierra y (a) todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”. También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si como el salmo: “por la mañana proclamamos, Señor tu misericordia” testificándola con nuestra vida.

          Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa. Una cosa es trabajar para sostener el cuerpo y otra, para inmolarlo por amor y para amar. 

          Que así sea.

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San Lucas

 San Lucas 

(2Tm 4, 9-17; Lc 10, 1-12.17-20 

Queridos hermanos: 

          Hoy celebramos la fiesta de san Lucas, evangelista, compañero de san Pablo en la evangelización y testigo del Evangelio y de la acción de Dios, como él mismo nos cuenta en sus escritos de los Hechos de los apóstoles. No hay mejor forma de hacerlo presente que, con el Evangelio de la misión de los setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños y con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida Nueva. Esta fue su vida en lo que conocemos.

          Si ciertamente es importante la obra de san Lucas, sus escritos como testimonio de Cristo, más importante es el testimonio de su vida, entregada al servicio del Señor en la evangelización, contribuyendo a la propagación de la fe, haciendo de su vida un culto espiritual a Dios por la predicación del Evangelio, verdadera liturgia de santidad. Ciertamente es una gracia haber sido llamado a encarnar la misión del enviado del Señor, pero su gloria es haberla aceptado, gastando su vida siguiendo en la Regeneración del mundo, a aquel que murió y resucitó para salvarnos. Cuanta gente malgasta su vida en sobrevivir, sin más fruto que tratar de satisfacer su propia carne, a riesgo de frustrarse a sí mismo en su vocación al amor.

          Los apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel, de quien son enviados a dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom., 17, 1-4.7s). Decía san Pablo: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en ella.

Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en la libertad y en la humildad de quienes lo presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la omnipotencia del amor.

También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fue él mismo Lucas y todos los demás discípulos, cuyos nombres escuchamos unidos a la historia de la salvación y cuyos hechos proclamamos como palabras del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando a la humanidad.

          En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los hijos de Dios; la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).

          A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 29º del TO B

 Domingo 29º del TO B

(Is 53, 10-11; Hb 4, 14-16; Mc 10, 35-45)

 Queridos hermanos: 

Tanto ha hablado Cristo a sus discípulos de su Reino, que todos ansían alcanzarlo. Pero tratándose de un reino de amor, reinar equivale a amar, y siendo el Reino de Dios, debe amarse como ama Dios y no como lo hace el mundo. Por eso dice Cristo: “Como el Padre me amó, yo os he amado a vosotros”, y “este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.

Yo os he amado a vosotros entregándome en la cruz, porque así me ha amado mi Padre, entregándose totalmente, eternamente a mí. A mi vez, yo os envío mi Espíritu Santo, mi Amor, para que podáis amaros así, entregándoos mutuamente, totalmente y para siempre, los unos a los otros, sirviéndoos mutuamente hasta dar la vida.

Eso es reinar en mi Reino, dice el Señor, y a mayor entrega, servicio y humillación, mayor será vuestra grandeza, y más cerca estaréis del “trono de la gracia” del que habla la segunda lectura, en el que me ha colocado mi Padre, en la cruz, cúspide de su amor. 

Hoy la palabra nos hace contemplar el anuncio de la pasión  antesala de la Pascua, y mientras Cristo se prepara para entregarse, los discípulos siguen en su concepción carnal del Reino, en la que los judíos esperan la glorificación de Israel, sin integrar al plan de Dios las figuras del Siervo sufriente, del pastor herido, o la oscuridad del “día del Señor”.

Es inmediato dejarse llevar de los criterios carnales, pero Cristo vive en otra onda, propia del Espíritu, que es el amor. Su Reino es el amor, y quien quiera situarse cerca de Cristo debe acercarse a su entrega de amor que es eminente, e inaudita en su misericordiosa justicia.

Este puede ser un punto importante para nuestra conversión: centrarnos en el amor, en el servicio a los demás sin contemplarnos a nosotros mismos, sino a Cristo, en cuyo amor resplandece el rostro del Padre.

 Con nuestra naturaleza caída que nos incapacita para comprender las Escrituras, nos mantenemos en la realidad carnal, que al igual que a los apóstoles nos lleva a buscan ser, en todo. Frente a esta realidad, el Evangelio nos sitúa ante el hombre nuevo, en Cristo, que, se niega a sí mismo por amor, anteponiendo el bien del otro mediante el servicio, hasta el extremo de dar la propia vida, apurando la copa de la ira en el bautismo de su propia sangre. Este es el llamamiento a sus discípulos como “seguimiento de Cristo”: «que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

          Jesús va delante porque indica el camino, abre el camino, es el camino mismo. Sabiendo que los judíos buscan matarlo, sus discípulos se sorprenden y tienen miedo, pero ya el Señor les tiene preparadas unas buenas obras que deberán realizar cuando reciban la fuerza del Espíritu Santo. Para esto hemos sido también llamados nosotros, como dice san Pablo, “en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios para que caminásemos en ellas” 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Santos Ángeles Custodios

 Santos Ángeles Custodios

(Ex 23, 20-23; Mt 18, 1-5.10) 

Queridos hermanos: 

          Celebramos esta fiesta, para que estos ayudadores nuestros tan olvidados, por no decir desconocidos, no sean del todo ignorados por nosotros que somos los beneficiados de su servicio. Atribuimos muchas insidias a los demonios y somos relativamente conscientes de la acción de la concupiscencia, pero descuidamos el invocar la ayuda celeste, o nos pasan desapercibidas las consecuencias de la solicitud de nuestros ángeles custodios, por mediación de los cuales sólo nos alcanzan las solicitaciones del mal que Dios permite en la medida de nuestras fuerzas y para nuestro bien.

          Cristo mismo nos habla de que los ángeles custodios de los que creen, ven constantemente el rostro del Padre, lo que supone una ayuda y protección singular: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños (que creen en mí) (v. 6); porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos (Mt 18,10).

          Al Mesías mismo, son asignados los auxilios de los ángeles (Sal 91, 11-12): A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna.»

          En la iniciación cristiana, la Iglesia, parte del anuncio del Kerigma, de la centralidad de Cristo, y del amor de Dios, para paulatinamente ir descubriendo a la Virgen María, a los santos y también debemos tomar conciencia y acudir frecuentemente a los ángeles en su función de ayuda y de comunión con la Iglesia que peregrina en este mundo, como también ser conscientes de la existencia y la actividad del Enemigo y sus demonios.

          El Evangelio nos habla de los ángeles, en el contexto de los pequeños identificados con los discípulos. El pequeño es opuesto al soberbio, y el discípulo, al demonio; en efecto, al discípulo le acompaña un ángel, servidor de Dios. La humildad del “pequeño” le acerca a la obediencia, al servicio, y al amor. Despreciar a un pequeño en Cristo, es pues, situarse del lado de los soberbios, y de los demonios contrarios a Dios. De ahí la necesidad de hacerse pequeño, como un niño en la fe, para ser introducido en el Reino. Para eso vienen en nuestra ayuda los ángeles del Señor, custodios nuestros por la divina piedad. 

          Que así sea.

 

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Domingo 23º del TO B

 Domingo 23º del TO B 

(Is 35, 4-7; St 2, 1-5; Mc 7, 31-37) 

Queridos hermanos: 

 Jesús es el enviado de Dios; es Dios mismo que se hace nuestro prójimo y viene a salvar destruyendo la acción del mal en el hombre y en la creación entera, como anuncia la primera lectura. Como signo de esta restauración, la naturaleza es sanada. Lo mismo que en la primera creación “todo era bueno”, en la nueva creación “todo lo hace bien”, como dice el Evangelio. El mal con el que la creación ha sido herida por nuestros pecados, ha sido sentenciado, y sus días están contados; no tiene ya futuro sobre la tierra porque ha llegado la misericordia de Dios a recrearlo todo de nuevo con su salvación.

Con todo, Cristo no quiere ser confundido con un Mesías temporal que viene a solucionar los problemas de este mundo instaurando un “estado de bienestar” intramundano, e impone el silencio a quienes favorece con los signos de su mesianismo espiritual como en tantas otras curaciones, para llevar al hombre a la trascendencia de la fe.

          Sabemos que las promesas anunciadas por el profeta Isaías en la primera lectura, no se agotan en una restauración física con una vigencia tan breve como esta vida. Si Dios es luz de amor y palabra creadora y omnipotente, hay una ceguera y una sordera mucho más terribles que las del cuerpo, porque impiden que nuestro espíritu se abra a la virtud divina que implica eternidad de amor. ¡Effetá!, es pues, un evangelio de misericordia omnipotente que brota de la iniciativa amorosa de Dios.

          El corazón, seno del encuentro vital con el Señor, tiene unas puertas que lo acogen a través de los sentidos, ya sea como Palabra, como luz, como belleza, como don, y fructifica en nosotros: mente y voluntad, como fe, como alabanza y caridad que se dona agradecida en comunión de amor. Todos los límites, barreras y obstáculos, se desvanecen ante el “dedo” de Dios que cimbra el ser compartido de la creación entera: ¡Effetá!; la salvación llama a nuestra puerta. Porque: “Con el corazón se cree para conseguir la justicia (como dice san Pablo; la fe viene por el oído y necesitamos escuchar), y con la boca se proclama para alcanzar la salvación, y así podamos testificar. Cristo, tocando al enfermo, entra por los sentidos del sordo para sanarlo; mete el dedo en sus oídos como puso barro con su saliva en los ojos del ciego.

          Necesitamos que nuestros oídos se abran a la Palabra y quizá como el sordo del Evangelio,  que alguien nos presente a Cristo como en el caso también del paralítico, y que venza nuestra incapacidad de escuchar introduciendo su dedo en nuestro oído enfermo; el dedo de Dios que gravó sus preceptos de vida en las tablas de piedra para Moisés, y que nos conceda un encuentro personal con él, separándonos de la gente, para curarnos, centrando nuestra atención en él, e intercediendo por nosotros con gemidos inefables ante el Padre. Hay ocasiones extremas en las que la oración, requiere pasar a la acción heroica de un amor, por el que se niega uno a sí mismo en favor del otro; que no sólo implica nuestra preocupación o nuestro tiempo, sino que incluso requiere involucrar nuestro dolor o nuestra propia vida, como al “abrir el techo encima de donde él estaba”, y que el evangelista interpreta diciendo: “la fe de ellos”. Así ha hecho Cristo por nosotros.

Después del tiempo que llevamos escuchando su palabra y tocando a Cristo en los sacramentos, podría decirnos como a aquel ciego que no acababa de curarse: “¿Ves algo?, ¿oyes?, ¡habla! 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 22º del TO B

 Domingo 22º del TO B 

(Dt 4, 1-2.6-8; St 1, 17-18.21-22.27; Mc 7, 1-8.14-15.21.23) 

Queridos hermanos: 

Dios ha dado a Israel caminos de vida y de sabiduría, a través de su palabra, y de la Ley, que por provenir de Él tiene un corazón que es el amor. Por eso, entrar en sintonía con la Palabra, sólo es posible al hombre cuando ésta alcanza su corazón, su voluntad y su libertad, con las que se ama. Es el amor, el que purifica el corazón del hombre de todo el mal que describe el Evangelio, y sin el amor, el culto y la Ley, se convierten en preceptos vacíos y en ritos muertos incapaces de dar vida. Santiago, habla de esto mismo al decir que si la palabra no fructifica en el amor, de nada sirve. Dice San Ireneo de Lión (Adv. haer., 4, 11, 4-12) que: “Jesús recrimina a aquellos que tienen en los labios las frases de la Ley, pero no el amor, por lo que en ellos se cumple aquello de Isaías (29, 13): “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres" .

Hoy la palabra viene en nuestra ayuda, primero a vigilar nuestro corazón y que permanezca en la gracia del Señor y así, unido a él, pueda fructificar en el amor. Nos muestra la diferencia entre los preceptos divinos cuya raíz es el amor y las tradiciones humanas, que sólo buscan seguridad en la propia complacencia y la autonomía, que se resiste al amor y a la propia condición de creatura dependiente de Dios, en quien sólo puede alcanzar su plenitud.

          Engañado y seducido por el diablo, el hombre cree realizarse encerrándose en su propia razón, cuando su vocación y predestinación son el amor y la oblación, a imagen y semejanza de Dios su creador. La frustración consecuente a su perversión existencial, le lleva a una búsqueda constante de auto justificación, mediante el cumplimiento de normas que lo encadenan, sofocan su capacidad de donación y lo hacen profundamente infeliz. El empeño del hombre debe ser el encuentro con la voluntad de Dios encerrada en la letra del precepto, sabiendo que el corazón de los mandamientos es el amor. Vaciado de su esencia divina de amor, el precepto, indicador del camino de la vida, se transforma en carga insoportable de la que es preciso desembarazarse. Dios queda así marginado en la nefanda búsqueda de sí mismo, y con él, la razón y el sentido de la existencia. Como dice el Evangelio, el problema está en el corazón que se ha alejado de Dios. Jesucristo dirá siempre a los judíos: “Cuando vais a comprender aquello de: Misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos”.

Cristo ha venido precisamente a deshacer el engaño diabólico, dando al hombre la posibilidad de abrirse al amor negándose a sí mismo, para ser, solamente en Dios. Su entrega, es luz y es libertad de poseerse y de darse en el amor, y el amor es Dios. Si el amor de Dios está en el corazón del hombre, su vida está salva y hay esperanza para el mundo. Si no tengo en el corazón este amor que es Dios, “nada soy” como dice San Pablo en su himno a la Caridad.

En Cristo, el amor vertical a Dios de la creatura, se cruza con el amor horizontal al prójimo. Cristo es nuestro Dios, y prójimo nuestro. La gratuidad de su amor, nos libra de la esclavitud de encerrarse en sí mismo, y nos abre al don de sí, que es vida; al conocimiento de Dios, y a la misericordia, como culto grato a Dios. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 19º el TO B

 Domingo 19º del TO B 

(1R 19, 4-8; Ef 4, 30-5, 2; Jn 6, 41-52) 


Queridos hermanos: 

          Hoy la Palabra se nos presenta como un pan en el desierto con el que se nutre durante cuarenta días Elías, como en otro tiempo Moisés, como lo fue durante cuarenta años el pueblo en el desierto y también Cristo.

          “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Todo pan nutre la vida del hombre por un tiempo y después perece; Dios les dio el maná a los israelitas durante cuarenta años, y murieron unos en el desierto y otros en la tierra prometida. Dios dio a Abraham la promesa y la ley cuatrocientos años después a Israel, pero siguieron muriendo sin ver su pleno cumplimiento. Sólo en Cristo se anuncia un pan que no perece y un alimento que sacia: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Yo soy el pan de vida; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera;  es mi carne por la vida del mundo.» Lo ha dicho san Pablo en la segunda lectura: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.» Cristo ha recibido una carne para entregarse por el mundo: “Me has dado un cuerpo para hacer tu voluntad” (cf. Hb 10, 5-7). Comer la carne de Cristo es entrar en comunión con su cuerpo, con su entrega, y por tanto alimentarse con la voluntad de Dios.

          La carne de Cristo, la entrega de Cristo, el donarse de Cristo, es pues, el alimento de la vida definitiva que ansía el corazón humano y que el mundo necesita, porque tanto el que lo da y el que lo acepta, reciben vida. Pero hemos escuchado a Cristo que dice: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae;»  El Padre atrae hacia Cristo, pero lo hace con lazos de amor, y no de constricción, a los cuales debe responder el albedrío de nuestro amor. Nuestro corazón debe aceptar ser atraído hacia Cristo, tener en él nuestra delicia, y el Padre que ve los deseos de nuestro corazón, nos lo concederá como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y el te dará lo que pide tu corazón” (Sal 36,4).

          El poeta Virgilio decía: «Cada cual es atraído por su placer» (Virgilio, Egl., 2). Nosotros hoy, diríamos por su amor, por aquello que ama. Por eso dice Cristo: permaneced en mi amor; y la carta a los efesios nos exhorta: “Vivid en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.”  Vivid en la entrega con la que Cristo se entregó.

          Hoy somos invitados en la Eucaristía a entrar en comunión con la carne de Cristo que se entrega por la vida del mundo y en la que recibimos vida eterna.         

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 16º del TO

 Viernes  16º del TO

Mt  13, 18-23 

Queridos hermanos: 

La palabra hace referencia a aquello de “tener ojos para ver, oídos para oír y corazón para comprender”. Hay un combate entre la fuerza del Evangelio y las dificultades que le oponen la dureza de nuestro corazón y la seducción del mal, para fructificar. A la dureza del corazón, se unen los obstáculos del ambiente, el ardor de las pasiones, la seducción de la carne, el mundo, y las riquezas.

En definitiva, nuestra naturaleza caída (la concupiscencia), a fuerza de ofrecer resistencia a la acción sobrenatural de la gracia, ha quedado indispuesta para la conversión, y necesita un suplemento de ayuda, “una gracia especial” que hay que impetrar, una nueva acción gratuita de Dios que abra el corazón humano a la omnipotencia de su misericordia. Hace falta, en fin, acoger el “año de gracia del Señor”, el tiempo favorable que nos llega con Cristo, por medio del Evangelio. Después seguirá siendo necesario un constante: cuidado, vigilancia  y atención, como si del cultivo de un campo se tratara. Dios es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a él. Recordemos aquello de “La Imitación de Cristo”: “Temo al Dios que pasa.”

Velad y orad; esforzaos por entrar por la puerta estrecha; permanecer en mi amor; el que persevere hasta el fin, se salvará; el Reino de los cielos sufre violencia, y sólo los que se hacen violencia a sí mismos, a su carne, lo arrebatan. Como dijo el Señor a Conchita, la beata mejicana: “Hay gracias especiales que se compran con el dolor”. Estas palabras del Evangelio no contradicen en absoluto la gratuidad de la salvación de Cristo, pero son necesarias para que se realice en nosotros con nuestra adhesión libre y voluntaria: “Por qué me llamáis Señor, Señor y no hacéis lo que digo”.

Estas palabras nos recuerdan la necesidad del combate inherente a la vida cristiana, para el cual hemos recibido gratuitamente el Espíritu Santo, sin el cual es imposible dar el fruto del amor, necesario para alimentar al mundo. Unos con treinta, otros con sesenta y algunos con ciento. 

Que así sea.

 

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Domingo 11º del TO B

 Domingo 11º del TO B 

(Ez 17, 22-24; 2Co 5, 6-10; Mc 4, 26-34) 

Queridos hermanos: 

          Dios reina eternamente en la gloria que quiso compartir con los ángeles, pero quiso también incorporar a su reinado al ser humano, en el que fusionó espíritu y materia, capacitándolo para relacionarse con él en el amor. Incorporó de forma íntima y maravillosa a su propio Hijo en su naturaleza, y a través de él en cada corazón humano que lo acoja por la fe, le concedió el don de su Espíritu.

          El Evangelio nos habla de este Reino de Dios, como la gran fuerza misteriosamente oculta en la pequeñez de la semilla divina, que depositada en la creatura humana, brota humildemente hasta alcanzar la plenitud del fruto por su propia virtud. Brota como germen en Israel mostrándonos la fidelidad de Dios a sus promesas, y tiene después su desarrollo, hasta hacerse un gran árbol, capaz de acoger a todos los hombres por la potencia de Dios y su amor universal, si la semilla es mantenida en “la tierra” del propio corazón. El que llegue a ser árbol acogedor, y fruto abundante, después de haberse desarrollado como semilla, hierba, tallo y espiga, depende de la fuerza interior de la semilla.

          No son comparables los cuidados humanos necesarios, con la virtualidad de la semilla y la inmensa riqueza de la tierra. El Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas al principio, es la acción dinámica que impulsa el Reino de Dios. La suavidad y la paciencia se aúnan con la fortaleza en un canto a la esperanza y a la fidelidad del Señor. Así es también su misericordia, capaz de pulverizar la más dura roca del corazón empedernido.

          La semilla del Reino necesitará de un tiempo de discernimiento, de paciencia y de confianza en la acción de Dios, durante el cual, despreciar la debilidad de lo que aparece como hierba, puede frustrar la potencialidad del fruto. Si es semilla de fe, tendrá la potencia de mover montes cuando llegue a la madurez del fruto en la caridad. 

Al final del trabajo está el descanso y la abundancia del fruto; y el amor, que está al origen, es también la meta. Alfa y omega, primero y último, principio y fin, hasta que Dios sea todo en todos.

          El Reino de Dios es Cristo, retoño verde de Israel, escondido en la pequeñez de nuestra humanidad como semilla sembrada en un campo “sin apariencia ni presencia; sin aspecto que pudiésemos estimar” (Is 53, 2), que se hace árbol. El hijo del carpintero que se manifiesta Hijo de Dios y que acoge en las ramas de la Iglesia a toda la humanidad.

          Hoy somos invitados a mirar al Señor, aunque la realidad del Reino en nosotros sea todavía hierba. Salvación y misión, son las características del Reino. Planta que necesita ser cuidada y mantenida limpia al amor de nuestra “tierra”. A este Reino somos llamados y en él acogidos por la fe, para que en nosotros madure el fruto de la Caridad de Cristo. Campo y lagar donde maduran la mies y los racimos; pan y vino para la vida eterna. Sacrificio de Cristo. Eucaristía.

          El Señor dará el incremento si nos mantenemos en él. “Venga a nosotros tu Reino”. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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El Sagrado Corazón de Jesús B

 El Sagrado Corazón de Jesús B

(Os 11, 1. 3-4.8-9; Ef 3, 8-12.14-19; Jn 19, 31-37) 

Queridos hermanos: 

          Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.  Aunque se tienen noticias de esta devoción desde la Edad Media (s. XII), y después con los misioneros jesuitas y San Juan Eudes, no es hasta 1690 que comienza a difundirse con fuerza, a raíz de las revelaciones a Santa Margarita María Alacoque.

          Clemente XIII, en 1765 permite a los obispos polacos establecer la fiesta, en esta fecha, del viernes siguiente a la octava de Corpus Christi pero será Pío IX en 1856, quien la extienda a toda la Iglesia. Después León XIII consagra al Corazón de Jesús todo el género humano. Pio XII el 15 de mayo de 1956 publica su encíclica: Haurietis Aquas, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

          Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, que nos lleva a contemplar el amor de Cristo por nosotros, que le ha llevado a la cruz, padeciendo la pasión, y derramando su sangre, y de cuyo costado traspasado por la lanza del soldado, ha manado sangre y agua, como hemos escuchado en el Evangelio; sangre y agua en las que los Padres ven prefigurados los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo.

          La clave con la que han sido escritas todas las Escrituras, con la que ha sido hecha la creación entera, la historia de la salvación y la redención realizada por Cristo, es el amor. Pero el amor no es una cosa sentimental y meliflua; el amor de Dios se nos ha manifestado como entrega, en la cruz de Cristo: Con esta clave, si leemos, por ejemplo, en la Escritura: “Jesús comenzó a sentir pavor y angustia y dijo: Ahora mi alma está angustiada; Mi alma está triste hasta el punto de morir”, el texto se transforma y nos dice: Te amo, hasta el punto de morir de tristeza y de angustia por ti. Pero si esta clave del amor de Dios está dentro del corazón del que lee, el texto se transforma de nuevo para él de esta manera: Dios me ama, hasta el punto de morir de tristeza y de angustia por mí.

          Así, el contemplar el corazón de Jesús a través de la Palabra, es el Señor quien habla a nuestro corazón.

          El Señor nos llama a estar arraigados en este amor como ha dicho san Pablo en la segunda lectura y para eso necesitamos de la Eucaristía. 

          Que así sea.

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Lunes 10º del TO

 Lunes 10º del TO

Mt 5, 1-12 

Queridos hermanos: 

Dios ha creado al hombre para que comparta con él su vida beata, y ha puesto en su corazón una tendencia insaciable a la bienaventuranza que llamamos felicidad. Si tal es nuestra vocación, inscrita en lo más profundo de nuestro ser: la comunión con Dios, podemos comprender el estado constante de frustración que experimenta el hombre, en la medida de su alejamiento del objeto de su bien. Precisamente para hacer posible que el hombre alcance su bienaventuranza, de la que se había apartado por el pecado, nos fue enviado Cristo, “vida nuestra”, en quien Dios, su vida beata, y nuestra bienaventuranza, se han encarnado y se nos da por gracia en lo que llamamos el Reino de Dios.

Ante Jesús está la muchedumbre, y sus discípulos que habiendo creído en él, han arrebatado el Reino de los cielos. La muchedumbre está también llamada a poseerlo acogiendo la predicación; por eso hay dos bienaventuranzas que se refieren al presente del discípulo y el resto al futuro de la muchedumbre llamada a creer. Las bienaventuranzas referidas a los discípulos, situadas al principio y al final del discurso, abrazan a las demás y con ellas a la muchedumbre, invitándola a entrar. Los discípulos son los pobres de espíritu y los perseguidos por abrazar la justicia que viene de Dios, y que los introduce en el Reino. Ambas: pobreza y persecución, les acompañarán hasta el final del camino a la meta.

La palabra nos hace contemplar el Reino que Cristo viene a inaugurar en el corazón del hombre, completamente opuesto al espíritu del mundo. Lo poseen los humildes, y los perseguidos por abrazar la justicia. Los mansos, los atribulados, los contritos de corazón, los misericordiosos, los puros y los pacíficos, cuyo corazón debe estar conformado a Cristo, tienen la promesa de poder alcanzarlo.

Este Reino, lleva consigo una invitación a recibirlo, y un cambio total en quien lo acoge por la fe. Para algunos es esperanza, y para otros, la posibilidad de conversión, pero para todos implica un combate y un hacerse violencia que les permita arrebatarlo.

Dice el Señor que el Reino de los Cielos viene sin dejarse sentir, sin imponerse y, adquiere fuerza con nuestra adhesión humilde y libre. 

Esta pertenencia del Reino, al discípulo, se caracteriza por la humildad (pobreza espiritual, mansedumbre, paciencia en el sufrimiento), habiendo sido curado de la soberbia, y el orgullo, que son la rebeldía, a su condición de creatura. Por eso no puede gloriarse ante el Señor, sino por el Señor, como dice san Pablo. El Señor viene a decirnos: Quienes poseéis estos dones por causa mía, gracias a mí, ¡alegraos!, ¡gozaos! Que vuestra recompensa es grande en los cielos y de ella gozan los profetas, perseguidos antes de vosotros.

Ahora nosotros, según seamos los pobres de espíritu, los que somos perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe, o los demás de los que habla el Evangelio, estamos llamados a ser un día, bienaventurados como los santos, en medio de la muchedumbre inmensa de la que habla el Apocalipsis (Ap 7,9). San Pablo recordará a los Tesalonicenses: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (cf. 1Ts 4,3). En los albores del Cristianismo, así se denominaba a los miembros de la Iglesia. En la primera Carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo dirige su discurso: “a aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, junto a todos aquellos que en todo lugar invocan el nombre del Nuestro Señor Jesucristo”. La santidad consiste en que sea derramado en nuestro corazón el amor de Dios por obra del Espíritu Santo, y santo es quien se mantiene en este don, según la palabra del Señor: “Permaneced en mi amor”.

En efecto, decía el Papa Benedicto (Ángelus del día de Todos los Santos de 2007).: El cristiano, es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo debe convertirse, conformarse a Él, cada vez, más íntimamente, hasta que sea completada en él la imagen de Cristo, del hombre celeste. A veces, se piensa que la santidad sea una condición de privilegio reservada a pocos elegidos. En realidad, ser santo es el deber de cada cristiano, es más, podemos decir, ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios desde siempre nos ha bendecido y nos ha elegido en Cristo, para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor”.

Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad, que en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella “semejanza” con Él, según la cual hemos sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios, (en sentido lato) y todos deben convertirse en aquello que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El “Camino” es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie va al Padre sino es por medio de Él (cf. Jn14, 6).

Que la fidelidad de los Santos a la voluntad de Dios «nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo».

Ellos que han vencido en las pruebas, pueden con su intercesión ayudarnos ahora en el combate. Nuestra esperanza se fortalece y en ella se van quemando las impurezas de nuestra debilidad. 

          Que así sea.

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