Domingo 12º C
(Za 12,
10-11.13-1; Ga 3 26-29; Lc 9, 18-24)
Queridos hermanos:
Dios, por la libre voluntad de su amor se hace presente en
Egipto y saca a los esclavos hebreos conduciéndolos al Sinaí, para hacerlos un
pueblo de su propiedad y darles una ley de santidad que los haga distintos de
todos los pueblos, con la misión de ser testigos de su gloria y luz de las
naciones, pero antes de entregarles el código de su alianza, Él mismo se
presenta ante ellos: “¡Yo, soy el Señor
que os sacó de Egipto!” El pueblo responderá: “Haremos cuanto ha dicho el Señor”.
También en el Evangelio, Dios se hace presente en este
mundo, en Cristo, para librarlo de la esclavitud al diablo y sellar con los
hombres una alianza nueva y eterna, pero antes se presenta primeramente a sus
discípulos: ¿Quién decís vosotros que soy
yo? El Espíritu de Dios da la respuesta por boca de Pedro: “Tu eres el Cristo”, que Mateo
completa: “El Hijo de Dios vivo.”
Entonces Jesús, después de anunciarles su pasión, muerte y resurrección, añade:
“Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame.”
Detrás de esta palabra está la invitación a su misión de
amor, que no puede ser objeto de constricción, sino aceptación libre y
responsable, como corresponde a la grandeza del ser persona humana. El amor es
siempre una entrega, que cuando tiene por objeto a Dios, implica la fe y no
admite términos medios: “Amarás al Señor
tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”.
Dios
desvela a los discípulos la persona del Cristo que viene a salvar lavando los
pecados, como Zacarías anuncia en la primera lectura, fuente que brota de la
casa de David, en Jerusalén, en medio de un sufrimiento profundo, en el que
será traspasado el “hijo único”, que
en el Evangelio se revela como: “Hijo del
Dios vivo”. De su costado abierto, manarán como de una fuente, agua y
sangre. Se derramará “un espíritu de
gracia y de clemencia”, en el que la Iglesia ve anunciado el Bautismo que nos
salva, y que lava el pecado.
La
dialéctica entre muerte y vida, ha sido introducida en la historia por el
pecado del hombre, y la salvación del pecado participará en ella, cuando la
historia sea recreada por la misericordia divina, mediante la aniquilación de
la muerte en la cruz de Cristo Jesús, el
Hijo de Dios vivo, que da paso a la vida eterna. Esta fuente abierta está
en la Iglesia, y sus aguas saludables brotan sin cesar de su seno bautismal,
como del corazón de Cristo crucificado, para comunicar vida eterna, a cuantos
se incorporan a él mediante la fe revelada a Pedro, como dice la segunda
lectura.
“Elige la vida”, dice la Escriturara (Dt
30, 15-20), mientras que Cristo en el Evangelio, habla de perderla; la vida a
elegir es Dios, que se nos ha hecho accesible en Cristo, que es la Resurrección
y la Vida, y por esa vida somos invitados a perder la nuestra: “el que pierda su vida por mí, la salvará
para una vida eterna”. Cristo es el camino la verdad y la vida, por eso,
seguirle a él es elegir la vida, y dejarlo por guardarse a sí mismo, es elegir
la muerte ineludible a la naturaleza caída de la condición humana. Al hombre
viejo, sus concupiscencias y pecados, le llevan a la muerte.
El
hombre nuevo se recibe en el seguimiento de Cristo, con lo que tiene de auto
negación, de cruz, y de inmolación, y es un fruto del Espíritu derramado en el
discípulo, por la fe, causa de salvación y testimonio de vida eterna. Querer
guardarse a sí mismo, es cerrarse a la vida nueva que trae el Evangelio, por
causa de la incredulidad. Acoger a Cristo, que es la Vida, es sumergirse en la
fuente de su gracia, mediante el Bautismo, para hacerse uno con Él.
La
Eucaristía nos introduce en este misterio de vida eterna, a través de la carne
entregada y la sangre derramada de Cristo en favor nuestro. A este misterio
somos invitados a unirnos por este “sacramento de nuestra fe”: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene
vida eterna, y yo le resucitaré el último día.”
Proclamemos
juntos nuestra fe.
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