7ª Feria Mayor de Adviento. Oh Emmanuel


7ª feria mayor de Adviento “Oh Emmanuel”
(Ml 3, 1-4.23-24; Lc 1, 57-66)

Queridos hermanos:

Ante la inminencia de la Navidad de Cristo, contemplamos hoy el nacimiento de su precursor que recibe su nombre y su misión: Juan, “Dios es favorable”, abre un tiempo de gracia y conversión, para esperar el año de gracia que inaugurará el Mesías.
Expectación, miedo y estupor del pueblo, por la proximidad de Dios a la indignidad del hombre, ofuscado por lo numinoso, como en el caso de Pedro ante la pesca milagrosa: “Apártate de mi, Señor, que soy un hombre pecador.”  
Al mismo tiempo, todo queda envuelto en un clima de gozo, propio de la presencia del Espíritu que se cierne sobre las tinieblas del mundo que se apresta a recibir la luz.
Se palpa el poder creador de Dios, y el calor de su misericordia relativiza las negatividades humanas, ante la fuga de las vanas potestades del mal. Satanás se tambalea en su pedestal, pronto a precipitarse como un rayo de su usurpada altura, con el resonar de la Buena Nueva.
El Señor está cerca; huyan las tinieblas y las sombras que brilla la luz de Cristo. Que exulten el desierto y la montaña de Judea elegidos por Dios para manifestarse, se regocije el Jordán y cante Jerusalén; que se engalane para las bodas la Hija de Sión.
Ven Señor y arrástranos tras de ti; compadécete de nuestra tristeza y soledad infinitas; se tú nuestro consuelo en este destierro y aflicción mortales.

          Que así sea.
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DOMUND C


Domingo mundial de la propagación de la fe
(Za 8, 20-23; Rm 10, 9-18; Mc 16, 15-20)
Misa por la Evangelización de los pueblos.

Queridos hermanos:

Celebramos hoy el domingo dedicado a conmemorar la evangelización de los pueblos; la misión universal con la que la Iglesia prolonga la de Cristo, que nos hace presente el amor del Padre, porque: “Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo, para que el mundo se salve por él.”
Esta misión salvadora que Cristo ha proclamado con los hechos de su entrega y con las palabras de su predicación, nos ha obtenido el perdón de los pecados y nos ha suscitado la fe que nos justifica y nos alcanza el Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra.
Esta misión, Cristo la entregó a sus discípulos para que alcanzara a todos los hombres de generación en generación: “Como el Padre me envió yo os envío a vosotros”; “Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación”. La creación, como dice san Pablo “gime hasta el presente y sufre dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios”, que proclamen la victoria de Cristo, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna y llegue al conocimiento de la verdad del amor de Dios.
A través del anuncio del Evangelio, Jesucristo ha puesto un cimiento nuevo, sobre el que edificar el verdadero templo, en el que se ofrezca a Dios un culto espiritual que brota de la fe; por ella el Espíritu Santo, derrama en el corazón del creyente el amor de Dios que lo salva y lo lanza a la salvación del mundo entero como hijo de Dios. En efecto, la predicación del Evangelio de Cristo suscita la fe y obtiene el don del Espíritu Santo.
Es urgente por tanto la predicación creída en el corazón y confesada con la boca para alcanzar la salvación como dice san Pablo en la segunda lectura. Pero¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Id pues, y anunciad el Evangelio a toda la creación.”
          No hay, por tanto, belleza comparable a la de los mensajeros del Evangelio, que traen la regeneración de todas las cosas en Cristo: La enfermedad, la muerte, la descomunión entre los hombres y todas las consecuencias del pecado, se desvanecen ante el anuncio. Irrumpe la gracia y el Reino de Dios se propaga. Cristo en sus discípulos se dispersa por toda creación como peregrino; padeciendo hambre, sed, enfermedad, y prisión,  suscitando la fe.
Este es el envío que la Iglesia ha recibido de Cristo y que se perpetúa hasta la Parusía. Esto es lo que hacemos hoy presente en la Eucaristía y a lo que nos unimos comiendo el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo: “Pues cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos la muerte del Señor, hasta que vuelva. ¡Maran atha!

          Proclamemos juntos nuestra fe.
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LEER LA VIDA La acequia de Dios va llena de agua

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He querido agrupar estos pequeños escritos sin más conexión entre ellos que una reflexión cristiana actual basada en las Escrituras, que se hace vivencia cotidiana en el cambiante acontecer de una historia, zarandeada por ideologías, intereses, pasiones y esperanzas, amalgamada con los imperativos que la naturaleza mueve interiormente con fuerzas instintivas, que no son regidas por los criterios de la racionalidad.
Con la recopilación de estos pequeños artículos, que han ido jalonando en estos últimos años vivencias personales, quiero presentar distintas inquietudes y tomas de posición, ante la cotidianidad que nos entorna. La luz de la Palabra de Dios que nos viene servida continuadamente por la liturgia, acompaña nuestro itinerario personal y comunitario, proveyendo de sentido y toma de conciencia nuestra vivencia cristiana, en relación a nuestra situación existencial, y como respuesta a la llamada al servicio del bien común trascendente, tanto en el propio entorno como en el de la entera comunidad.
Para amplios sectores de nuestros semejantes, la existencia no pasa de ser un continuado intento de satisfacción inmediata de necesidades perentorias escasamente cubiertas, que sofocan sus capacidades vitales, apagando sus ideales de superación y sometiendo sus ansias de trascendencia propias del espíritu, a la frustración, en busca fundamentalmente de seguridad y estabilidad, a las que sólo engañosamente puede responder la precaria existencia en este mundo que pasa. Que alguien levante una voz en su favor, puede mover voluntades y actitudes, además de plegarias de solidaridad.
A veces, de repente surge la motivación de alguna lectura, alguna noticia, o algún acontecimiento, que viene a interpelar la pasividad que pretende evadirse de su entorno, provocándolo a anotar alguna idea, o a pergeñar algún razonamiento, bajo la guía generalmente inconsciente de aquellos criterios, principios, y discernimiento, propios de lo que con Scheler, y rescatándolo del pensamiento antiguo, podemos denominar como el propio “ordo amoris”. 
La mente va así deslizándose sucesivamente de un tema a otro, conformando discursos con los que “leer la vida”.
Presentamos, pues, algunas reflexiones, en torno a argumentos vitales, trascendentes, o simplemente dignos de meditación, bajo el prisma de la fe, la vida cristiana y la persona misma de Jesucristo, bendito sea, cuyo inagotable conocimiento, a través del contacto cotidiano con las Sagradas Escrituras se va acrecentando en profundidad, como afirmaba San Jerónimo.


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DESINFORMACIÓN


Tiempo de crisis III

Desinformación

          Podemos pensar que el análisis que se hace de la realidad en medios oficiales y en los de comunicación, políticamente correctos, de una superficialidad, de hecho, rayana en la incultura, es simplemente ignorancia, pero a mi entender es además culpa. Un análisis más profundo, simplemente no interesa, a una sociedad que es la promotora última de gran parte de los males que nos aquejan, y prefiere instalarse en la “desinformación” sistemática y culpable, cultivada, por no decir engendrada, por ideologías antisociales, de una siniestralidad de sobra conocida.
          Cómo escandalizarse, por ejemplo, de la plaga de “criminalidad pasional”, que eufemísticamente se ha dado en denominar “violencia de género” o “violencia machista” sin detenerse a profundizar, denigrando sus raíces en el “divorcio”, considerado como uno de los grandes logros por esta sociedad ilustrada, progre y engañosamente demócrata, ahora exacerbado por un “feminismo galopante”, que ha alcanzado ya límites preocupantes, que son, no obstante, silenciados. La unión conyugal del matrimonio es de una exigencia tan formidable, que Dios la ha dotado de auxilios extraordinarios para que se dé, y de la gracia de estado, del Espíritu Santo, para que pueda perdurar. Se comprende perfectamente la escalada de los crímenes pasionales, cuando ya no existe la gracia sacramental que aporta el matrimonio cristiano. Conduciendo a la confusión y al enfrentamiento de los sexos, se fomenta la inestabilidad, la descomposición y en fin la destrucción de la sociedad, minando la cohesión social que aporta la familia, dejando a la sociedad indefensa frente a las perniciosas ideologías emergentes, que la instrumentalizan para sus espurios fines.
          Cómo desentrañar la nefasta lacra actual de la “lujuria”, omnipresente en todos los estamentos, y a todos los niveles, sin criticar las causas que la engendran, con la “erotización” gratuita de la sociedad por los medios de comunicación, y la propaganda, verdaderos promotores de la exaltación de las más bajas pasiones que anidan en la animalidad humana, e inspiradores de la “mentalidad pornográfica” ya imparable en la subcultura actual, supuestamente progresista y emancipada. Si la meta a la que encaminamos nuestra sociedad actual es la “barbarie”, ciertamente estamos progresando velozmente en su consecución.
          Cómo combatir radicalmente la descomposición de esta sociedad, sin cuestionar y contradecir la “relativización de los valores morales” que promueve, y los postulados en que fundamenta las leyes que la fomentan e inspiran. Exhibimos nuestras lacras, sin detenernos con auto crítica, a buscar responsabilidades. En otro aspecto, se relatan las catástrofes naturales, pero nadie se molesta en reflexionar acerca de sus causas y de la indiferencia de quienes deben prevenirlas, evitando la “violación sistemática de la naturaleza”, en nombre de una “ciencia” y un “progreso”, en cuyas raíces hay sólo soberbia y avaricia.
          Nos repugnan las violaciones y los abusos sexuales, pero exaltamos y fomentamos el “erotismo” degenerado y vil; no queremos “corrupción”, pero fomentamos la “avaricia” rindiendo pleitesía a lo económico, como el motor de nuestras instituciones, en pos de un idolatrado “estado de bienestar”.
          Si queremos llamar a las cosas por su nombre, deberemos reconocer la “hipocresía” de nuestra cultura, omnipresente, en los poderes legislativos, en la información, convertida en negocio, y en la política, vendida al poder del voto de las mayorías.
          ¿Quién levanta hoy la voz en favor de una cultura que guíe a los pueblos, rescatándolos de la decadencia moral, en lugar de dejarse arrastrar por las masas abandonadas a su auto descomposición, con la única preocupación de captar su poder electoral en favor de los propios partidos?
          ¿Acaso quedan aún filósofos, de aquellos que postulaba Platón para encomendarles el gobierno de los pueblos?
          Es evidente que la verdad ya no interesa y es mejor negar su existencia emulando al avestruz. Es más conveniente exaltar la tolerancia y la pluralidad que aceptar la justicia, el bien y el mal. Es más lucrativo honrar la democracia que la justicia, la mayoría que la verdad.
          ¿Es suficiente llenar los estómagos y satisfacer las pasiones, o debemos procurar, elevar la dignidad de nuestros semejantes, abandonados a la cadena productiva que estabula sus capacidades en un régimen de engorde, sin otra perspectiva que la de ser llevados al matadero.
          Es más fácil aprobar el “divorcio” que proteger el matrimonio y la familia. Más liberal regular el “aborto”, que promover la fidelidad, la continencia y la castidad. Más democrático hablar de igualdad sexual, que valorar la eficiencia y la capacidad. Es más fácil “empujar”, que “conducir” a las personas como decía alguien.
         Qué decir también del silencio acerca de la lacra de los suicidios, muy superior en número a la de los crímenes pasionales, frente a la que se guarda un silencio culpable, para no tener que reconocer el fracaso de una colectividad, que apoya sus fundamentos sobre la ciénaga de una inmoralidad fulminante.

Disolución de la civilización

          Lo que comenzó como un desprecio ideológico a la verdad, la razón y la justicia, ha ido manifestándose progresivamente con todo descaro y claridad, (debido a la impunidad que le otorgan las instancias internacionales que debían velar por el bien y la concordia de los pueblos), como el más espantoso totalitarismo de la historia, ante el que palidecen los fascismos conocidos hasta ahora, a la cabeza de los cuales el comunismo, en su realización concreta en la disuelta URSS, que durante setenta años de desolación, sometió desde Rusia a media Europa.
          De la mano de un liberalismo salvaje y luciferino que pretende enmascararse travistiéndose (nuevamente en la historia) de la luz de un “conocimiento gnóstico” redivivo en cada generación y camuflado en propuestas falsas y altisonantes, de progresismo, tolerancia y equidad, se esconde realmente, la más burda dictadura ideológica jamás engendrada por la “bestia apocalíptica”, cuya finalidad bimilenaria, no es otra, que la ilusoria tentativa de aniquilar a quien ya la ha vencido, y ante cuyo ataque, “no prevalecerán sus puertas”, que se yerguen como espantajos del “humo” nauseabundo, fragante de cultura, modernidad, orden y progreso, incapaces de disimular su hediondez.
          Se propone de nuevo aquella insurrección atemporal de los espíritus, encarnada ahora en el escenario espacio-temporal de nuestra época soberbia y altanera, que se alza rebelde ante el trono de la Majestad divina, despreciando el escabel de sus pies de nuestra Naturaleza. Abomina coercitivamente el seno amoroso de la vida familiar, imagen humana de la comunión trinitaria, como intento de demolición de la sociedad cristiana, detonando así inconsciente y fatalmente su propia aniquilación, pergeñada desde antiguo por el envidioso enemigo ancestral, y que es actuada ahora por sus idólatras y secuaces adoradores, “constructores” de infamias, subyugados de soberbia, y cegados del orgullo satánico de su encumbrado tirano.
          Valores eternos como la Ley natural y el derecho a la vida, son pisoteados ahora, con el intento furtivo de sustituirlos por “nuevos” y espurios, intuidos ya por León XIII en 1891, y que han ido eclosionando desde antiguo a través de herejías, revoluciones, y cismas.

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Domingo 27º del Tiempo Ordinario C


Domingo 27º del TO C
(Ha 1, 2-3.2, 2-4; 2Tm 1,6-8.13-14; Lc 17, 5-10)

Queridos hermanos:

          La palabra de hoy nos presenta la fe, que amalgamada con la cruz de cada día se transforma en la fidelidad de la que habla Habacuc en la primera lectura. La vida, de hecho, es un sucederse de pruebas y consolaciones, de las que habla también San Pablo, y que en la fe son sobrellevadas con la ayuda de la gracia de Dios.
            Timoteo es invitado a la fidelidad de reavivar el Don recibido, gracias al cual, y sólo por él, nosotros como siervos inútiles del Señor podemos acoger la voluntad salvadora de Dios y realizar la misión que se nos encomiende (St 1, 17) (1Co 4-7). Lejos, por tanto de nosotros toda presunción y toda vanagloria, si nos es dado el permanecer fieles al amor de Cristo. Si nosotros, por la fe recibimos su espíritu de obediencia y de servicio, somos incorporados a su misión, y devolvemos así lo que hemos recibido gratuitamente de Dios en favor de los hombres, “no hemos hecho más que lo que debíamos hacer,” y nuestros méritos, debemos agradecerlos a su bondad.
Somos “siervos inútiles” por nosotros mismos; inadecuados, total impedimento diría san Ignacio de Loyola. En efecto, para servir al Señor, hemos sido antes rescatados de la esclavitud al diablo, en la que caímos por nuestra pretensión de ser dioses de nuestra vida. Ser plenamente hombres, pasa por el aceptar nuestra condición de creatura, nuestra verdad, y por tanto, por el reconocer a Dios como Señor, y a Cristo como el autor de nuestra fe. Dios que es amor y sabe que la felicidad del hombre está en amar, envió a su Hijo a servir al hombre para rescatarlo de la soberbia del diablo, mediante su obediencia total hasta la muerte y muerte de cruz, y darle, por la fe, la capacidad de amar que había perdido.
Hemos escuchado que el siervo debe reconocer su inutilidad después de haber realizado cuanto le fue encomendado y dejar su recompensa en manos de su Señor, a quien “su recompensa lo precede.” Cuando alguien nos dice: Dios te lo pague, deberíamos responder siempre: ya me lo ha pagado y con creces. Al Señor, se le debe servir, aunque también en esto, Él nos sirvió primero. En Dios, el servicio es amor gratuito. La llamada al servicio es por tanto una llamada a la participación en la vida divina que es el amor. No hay mejor paga. Dice san Pablo que servir al Señor es ya su recompensa: “Mi paga es anunciar el Evangelio”.
          Los apóstoles reconocen su incapacidad frente al perdón de las ofensas (cf. v. 4); su caridad y por tanto su fe es precaria, y necesita de la ayuda y protección constante del Señor (Lc 22, 31-32). Es necesaria la unión constante con Cristo: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,4-5); ya el desear la fe y el pedírsela al Señor, es la mejor preparación para acogerla como don de Dios que es, y para perseverar en el combate que ella supone. Que el Señor nos lo conceda en este “sacramento de nuestra fe”.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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Domingo 24º del Tiempo Ordinario C


Domingo 24 C
Ex 32, 7-11.13-14; 1Tm 1, 12-17; Lc 15, 1-32

Queridos hermanos:

           
           La naturaleza amorosa de Dios es nuestro origen; podemos decir que hemos sido gestados en la fecundidad de sus entrañas y somos, por tanto, algo propio, destinados a recibir su misma naturaleza divina con el Espíritu Santo, por la fe. El don inefable de nuestra libertad, mediante la seducción diabólica, desembocó en ofensa y muerte, de las que hemos sido salvados por Cristo, cuyo amor, rico en piedad y misericordia, nos rescata, y nos regenera para una vida eterna. El amor no se deja vencer por la ofensa; la piedad renuncia al castigo, y la misericordia nos lleva de nuevo a la inocencia.
          Como Dios se ha mostrado grande, omnipotente y sabio en la creación, se nos muestra ahora misericordioso. Las aguas torrenciales de nuestras infidelidades y pecados, no pueden apagar el fuego de su amor. Nuestra extrema miseria hace resaltar su infinita bondad, y nuestra grandeza, posible sólo por su gracia, testifica su poder.
          La misericordia divina busca, acoge y perdona; regenera, glorifica y salva. Desea no sólo compartir su Reino con sus criaturas, sino su misma vida, dignificando sin asomo de paternalismo a cuantos acoge en su cortejo triunfal.
Él sabe de qué estamos hechos, conoce nuestra “masa” y usa de misericordia con nosotros. A Dios se le perdió una oveja en el paraíso y fue a buscarla diciendo: “¿dónde estás?”. Te has apartado de mí, escondiéndote de ti mismo, pero yo te busco. Dios viene en Cristo al encuentro del hombre, buscándolo descarriado por los montes del orgullo y los barrancos de las pasiones. Después de buscar a las ovejas perdidas de la casa de Israel, el Señor se va en busca de las otras que aún no son de su redil, para formar un solo rebaño al amor de su fuego.
Mediante la Redención, Cristo, nos da la posibilidad de renacer en una humanidad nueva, con una vida nueva. Renacer “de agua y de Espíritu”, como dijo a Nicodemo (Jn 3, 5). Entrando en el sufrimiento y la muerte para destruirlos, Dios nos ha rescatado en Cristo, mediante su amor redentor que llamamos misericordia, y así, redención y sufrimiento, han aparecido desde entonces, indisolublemente unidos, quedando aparentemente identificados, siendo así que proceden de orígenes tan opuestos como el amor, y el pecado, como observó alguien. El Señor se hizo pecado por nosotros, como dice san Pablo (2Co 5, 21).
Las parábolas llamadas de la misericordia, nos muestran el corazón de Dios, sus entrañas maternales, que ven al pecador como una pérdida de algo propio y no sólo como un trasgresor de su voluntad. Así se revela en las Escrituras: “Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado; mi corazón se conmueve dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor; sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.”
 Todos los hombres estamos en el corazón amoroso de Dios, que deja libre al ser amado para que corresponda a su amor, pero se duele de nuestro desdén. “Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos, bajo las alas y no habéis querido. Id a aprender aquello de Misericordia quiero”.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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El nacimiento de San Juan Bautista


Natividad de San Juan Bautista
Misa de la vigilia (Jer 1, 4-10; 1P 1, 8-12; Lc 1, 5-17).
Misa del día (Is 49, 1-6; Hch 13, 22-26; Lc 1, 57-66.80).

Queridos hermanos:
         
          Recordamos hoy al mayor entre los nacidos de mujer; a Elías; al último mártir del A.T; al último profeta; al testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa (Jn 5,35); al amigo del novio; a la voz de la Palabra; al Precursor del Señor; al nacido lleno del Espíritu Santo, y único santo del que la Iglesia celebra el nacimiento, pero del que había añadido Cristo en su testimonio, que el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.

Juan viene a inaugurar el Evangelio con su predicación (Act 1,22; Mc 1,1-4). Confiesa humildemente a Cristo, de quien no se siente digno de desatar las correas de sus sandalias. Como su nombre indica, el ministerio de Juan Bautista anuncia un tiempo de gracia, en el que “Dios es favorable” para volver a Él. La conversión, como sabemos, es siempre una gracia de la misericordia divina que acoge al pecador. Ahora, la fidelidad a Dios de los “padres”, puede llegar al corazón de los hijos. Es tiempo reconciliación de los padres con los hijos y de todos con Dios. Es tiempo de alegrarse con la cercanía de Dios y volver a él con gozo, porque: “Al volver vienen cantando”.

          Cristo se somete al bautismo de Juan como signo de acogida del enviado del Padre, porque en eso consiste la justicia ante Dios, de la que se privan los escribas y fariseos rechazándolo (cf. Lc 7,30). No la justicia de los jueces sino la justicia de los justos, como acogida del don gratuito de Dios.

          «Vino para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él» (Jn 1,7s). La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar al Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Hay que recordar que la misma palabra puede significar siervo, y cordero. Uno y otro, toman sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo.

Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan en medio de las aguas del Jordán quien es su Elegido: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.» Ya en tiempos de Noé, sobre las aguas mortales, descendió una paloma, pero no encontró sobre quien posarse. Ahora, el Espíritu que se cernía sobre las aguas en la primera creación, se posa sobre Cristo para que de las aguas de la muerte surja la Nueva Creación.

También nosotros hemos sido llamados a un testimonio, y también el Señor nos acompaña, confirmando nuestras palabras como precursores, y más que precursores suyos en esta generación, con los signos de su presencia, sosteniéndonos con su cuerpo y con su sangre.

Proclamemos juntos nuestra fe.  
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Domingo 12º del Tiempo Ordinario C


Domingo 12º C
(Za 12, 10-11.13-1; Ga 3 26-29; Lc 9, 18-24)

Queridos hermanos:

          Dios, por la libre voluntad de su amor se hace presente en Egipto y saca a los esclavos hebreos conduciéndolos al Sinaí, para hacerlos un pueblo de su propiedad y darles una ley de santidad que los haga distintos de todos los pueblos, con la misión de ser testigos de su gloria y luz de las naciones, pero antes de entregarles el código de su alianza, Él mismo se presenta ante ellos: “¡Yo, soy el Señor que os sacó de Egipto!” El pueblo responderá: “Haremos cuanto ha dicho el Señor”.
          También en el Evangelio, Dios se hace presente en este mundo, en Cristo, para librarlo de la esclavitud al diablo y sellar con los hombres una alianza nueva y eterna, pero antes se presenta primeramente a sus discípulos: ¿Quién decís vosotros que soy yo? El Espíritu de Dios da la respuesta por boca de Pedro: “Tu eres el Cristo”, que Mateo completa: “El Hijo de Dios vivo.” Entonces Jesús, después de anunciarles su pasión, muerte y resurrección, añade: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame.”
          Detrás de esta palabra está la invitación a su misión de amor, que no puede ser objeto de constricción, sino aceptación libre y responsable, como corresponde a la grandeza del ser persona humana. El amor es siempre una entrega, que cuando tiene por objeto a Dios, implica la fe y no admite términos medios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”.
Dios desvela a los discípulos la persona del Cristo que viene a salvar lavando los pecados, como Zacarías anuncia en la primera lectura, fuente que brota de la casa de David, en Jerusalén, en medio de un sufrimiento profundo, en el que será traspasado el “hijo único”, que en el Evangelio se revela como: “Hijo del Dios vivo”. De su costado abierto, manarán como de una fuente, agua y sangre. Se derramará “un espíritu de gracia y de clemencia”, en el que la Iglesia ve anunciado el Bautismo que nos salva, y que lava el pecado.
La dialéctica entre muerte y vida, ha sido introducida en la historia por el pecado del hombre, y la salvación del pecado participará en ella, cuando la historia sea recreada por la misericordia divina, mediante la aniquilación de la muerte en la cruz de Cristo Jesús, el Hijo de Dios vivo, que da paso a la vida eterna. Esta fuente abierta está en la Iglesia, y sus aguas saludables brotan sin cesar de su seno bautismal, como del corazón de Cristo crucificado, para comunicar vida eterna, a cuantos se incorporan a él mediante la fe revelada a Pedro, como dice la segunda lectura.
Elige la vida”, dice la Escriturara (Dt 30, 15-20), mientras que Cristo en el Evangelio, habla de perderla; la vida a elegir es Dios, que se nos ha hecho accesible en Cristo, que es la Resurrección y la Vida, y por esa vida somos invitados a perder la nuestra: “el que pierda su vida por mí, la salvará para una vida eterna”. Cristo es el camino la verdad y la vida, por eso, seguirle a él es elegir la vida, y dejarlo por guardarse a sí mismo, es elegir la muerte ineludible a la naturaleza caída de la condición humana. Al hombre viejo, sus concupiscencias y pecados, le llevan a la muerte.
El hombre nuevo se recibe en el seguimiento de Cristo, con lo que tiene de auto negación, de cruz, y de inmolación, y es un fruto del Espíritu derramado en el discípulo, por la fe, causa de salvación y testimonio de vida eterna. Querer guardarse a sí mismo, es cerrarse a la vida nueva que trae el Evangelio, por causa de la incredulidad. Acoger a Cristo, que es la Vida, es sumergirse en la fuente de su gracia, mediante el Bautismo, para hacerse uno con Él.
La Eucaristía nos introduce en este misterio de vida eterna, a través de la carne entregada y la sangre derramada de Cristo en favor nuestro. A este misterio somos invitados a unirnos por este “sacramento de nuestra fe”: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día.”

Proclamemos juntos nuestra fe.
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Cuarto domingo de Pascua C


Domingo 4º de Pascua
(Hch 13, 14.43-52; Ap 7, 9.14-17; Jn 10, 27-30)

Queridos hermanos:

Con esta imagen del pastor y del rebaño, la palabra nos presenta el sentido de la vida como llamada al seguimiento de Cristo, en la escucha de la voz del amado, que nos guía y nos nutre en el camino, hacia la meta que nos muestra el Apocalipsis, como muchedumbre incontable en la presencia amorosa de Dios y del Cordero, y nos propone las relaciones de su amor solícito (conocimiento) por nosotros para apacentarnos, y cuidarnos hasta la total entrega de su vida, frente a las asechanzas del lobo, y el egoísmo del asalariado a quien mueve sólo el propio interés y no el de las ovejas.
La vida cristiana, comunión de amor fundada en la relación entre el Padre y el Hijo, requiere de la vigilante escucha del pastor, frente al acecho del depredador, y es urgida por el amor, al culmen de la unidad.
Cristo, con su gracia, no sólo nos da su vida, sino a su propio Padre, mediante la filiación adoptiva que nos hace hermanos suyos. El pastor que fue herido está de nuevo al frente de su rebaño, y va delante de nosotros abriendo camino, y nos sale al encuentro en el testimonio de la misión: ¡La muerte ha sido vencida y el pecado ha sido perdonado!
El Señor se compara a sí mismo, al pastor por su amor a sus ovejas, a las que conoce una a una por su nombre y de las que se cuida alimentándolas y haciéndolas descansar a su sombra en lugar seguro, protegiéndolas del ataque de los enemigos y defendiéndolas aun a costa de su vida para salvarlas. Las ovejas por su parte, escuchan a su pastor, al que aman, permaneciendo unidas para no ser dispersadas y dañadas por el devastador mientras dura la tribulación.
Cristo presenta al Padre como protagonista de su condición de pastor porque es uno con él, de él procede todo y a él todo se ordena: Mis ovejas escuchan mi voz, dice Cristo, palabra del Padre, que lo hace presente en el pueblo de Israel y con el ministerio de su predicación, va separando las ovejas de los cabritos; los peces buenos de los malos, y va podando y cortando los sarmientos de la vid. En la primera lectura vemos que también los apóstoles siguen reuniendo a las ovejas que escuchan la voz de Cristo, incluso de entre los gentiles.
Yo las conozco y ellas me siguen. A través de su palabra, Cristo, va pastoreándolas en su amor y ellas dejando a sus ídolos, le siguen en su camino hacia la vida eterna, pasando como él por el valle del llanto, de la cruz, y bebiendo con él del torrente, para levantar con él la cabeza en su resurrección.
Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás. Escuchando la voz de Cristo por la fe, sus ovejas reciben el Espíritu Santo, que derrama en sus corazones el amor de Dios. La vida divina por la que el Padre y el Hijo son uno, en una comunión perfecta de amor; comunión a la que son incorporadas sus ovejas quedando así preservadas de la malignidad de la muerte.
Y nadie las arrebatará de mi mano, porque en la vida eterna nadie tentará ni será tentado. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Es decir de mis manos, porque el Padre ha puesto todo en mis manos ya que: Yo y el Padre somos uno.

Proclamemos juntos nuestra fe.
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Relativismo

Relativismo

El relativismo, como “inaferrabilidad de la verdad y su inexpresabilidad”, es en realidad una indigestión, una sobredosis, o mejor un empacho del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal del que nos habla el libro del Génesis, cuyos efectos padece ahora nuestra vieja Europa, y que la ha llevado al suicidio demográfico, y cultural, forzándola a acoger en su seno un nuevo “caballo de Troya”, que esta vez sí ha conseguido penetrarla desde el sur para quedarse, mientras por otro lado la acecha inadvertidamente el abrazo del oso estepario del este (sin alusión alguna a Hermann Hesse), que despierta malherido y furioso del letargo de una posesión secular dando zarpazos.
Este cáncer relativista del alma, intenta corroer también las raíces de la fe de la misma Iglesia, mientras el Magisterio lo combate con anticuerpos saludables en su maternal dedicación y vigilancia.

“En el vivaz debate contemporáneo sobre la relación entre el Cristianismo y las otras religiones, se abre cada vez más camino la idea de que todas las religiones sean para sus seguidores caminos igualmente válidos de salvación. Se trata de una persuasión a estas alturas difundida no sólo en ambientes teológicos, sino también en sectores cada vez más amplios de la opinión pública católica y no católica, especialmente aquella más influenciada por la orientación cultural que hoy prevalece en Occidente, que se puede definir, sin temor de ser desmentidos, con la palabra: relativismo.

En base a tales concepciones, mantener que haya una verdad universal, vinculante y válida en la misma historia, que se cumple en la figura de Jesucristo y es transmitida por la fe de la Iglesia, es considerado una especie de fundamentalismo que constituiría un atentado contra el espíritu moderno y representaría una amenaza contra la tolerancia y la libertad.

El principio de la tolerancia como expresión del respeto de la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, defendido y promovido por el Concilio Vaticano II, y nuevamente repropuesto por la Declaración “Dominus Iesus”, es una posición ética fundamental, presente en la esencia del Credo cristiano,  pero este principio es hoy manipulado e indebidamente sobrepasado, cuando se extiende a la apreciación de los contenidos de las diversas religiones y también de las concepciones religiosas de la vida, poniéndolos en el mismo plano, como si no existiese ya una verdad objetiva y universal, porque Dios, el Absoluto, se revelaría bajo innumerables nombres, pero todos los nombres serían verdaderos.

Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris missio (n. 29) afirma: “Cuanto el Espíritu opera en el corazón de los hombres y en la historia de los pueblos, en las culturas y en las religiones, asume un papel de preparación evangélica”.                                                               (Card. Joseph Ratzinger, agosto 2000).

Aunque es verdad, lo dice Víctor Frankl (permítaseme la extrapolación) que: todos los relativismos y todos los escepticismos, se refutan a sí mismos, y que unos a otros se tiran los trastos a la cabeza, sin advertir que los ídolos de barro se resquebrajan, no hay que olvidar que aquellos que se aferran a ellos se hieren con sus despojos.
Al nihilismo como negación del sentido, es imposible la creencia en cualquier sentido. Por eso todo nihilismo equivale a un relativismo axiológico. Y así se pasa de la problemática del sentido a la problemática del valor.
El relativismo axiológico profesa la relatividad de todos los valores. Pero los valores son relativos en un sentido diferente al expresado por el relativismo. Son relativos a un valor absoluto. Sólo desde un valor absoluto es posible emitir un juicio de valor. Toda valoración supone un máximo de valor, lo óptimo. Sólo desde esa base adquieren las cosas su valor.

Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental que responde a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad –la Iglesia- y se adhieren con firmeza a ella, no son fiables desde el punto de vista democrático, porque no aceptan que la verdad esté determinada por la mayoría, o sea variable según los diversos equilibrios políticos. En el fondo la cuestión es, que no existe ninguna verdad que no sea el producto del consenso social.                                                           (Centesimus annus, del Papa Juan Pablo II).

Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser re­conocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo estético, que pueda oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello, el Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de amor.
(Evangelii Gaudium 167)

            Como dijo Emiliano Jiménez: Desde Adán, conocer es dar nombre a las cosas. Dándoles nombre, el hombre las domina, las pone a su servicio, le ayudan a vivir. Conocer es también conocerse, encontrar un sentido a la propia existencia. Y conocer es, además, reconocer al otro, porque “no es bueno que el hombre esté solo”, necesita reconocer al otro, como ayuda adecuada a él, para realizarse en el diálogo, saliendo de sí para entrar en comunión con el otro. Este triple aspecto del conocer es inagotable. Cada nuevo descubrimiento abre toda una gama de incógnitas y de ulteriores interrogantes, pues las verdades no se suman como los libros en una biblioteca. Los nuevos descubrimientos obligan a escribir continuamente libros nuevos; no es suficiente publicar suplementos, como hacen las grandes enciclopedias cada cierto tiempo. La posesión de la verdad no se conserva pasivamente una vez conquistada, como el oro en los subterráneos de un banco; sin que esto sea relativismo ni historicismo. En cada verdad descubierta hay aspectos de absoluto, válidos en cada época y contexto histórico.

No podemos adoptar la postura relativista según la cual no habría ninguna verdad absoluta..., pero la experiencia nos obliga a reconocer el carácter imperfecto, evolutivo y relativo de nuestra posesión de la verdad y, por consiguiente, la posibilidad constante de hacer progresar nuestras visiones anteriores. Gracias a la orientación fundamental hacia lo absoluto, la evolución incesante de la conciencia humana se realiza en una real continuidad. Sería falso decir que la verdad cambia, que lo que era verdadero ya no lo es...; es el punto de vista sobre la realidad lo que cambia, siendo así como nuestro conocimiento se desarrolla desde dentro.[1]

            Esta tensión entre estos dos polos de absoluto y relativo es la que impulsa hacia un incesante progreso el conocer, el conocerse y el reconocer al otro, impidiendo que el hombre descanse en la relatividad de los conocimientos adquiridos. En el campo técnico el hombre, desde sus comienzos, está librando una batalla para dar forma humana a la materia, venciendo sus resistencias. En el campo intelectual se le revela al hombre la verdad no como algo estático, sino dinámicamente; se va abriendo paso por la mente del hombre, que nunca la posee plenamente; lo único que puede hacer es rastrear aquí y allá, tratando de encontrar su camino. En el campo personal el hombre nunca acaba de conocerse del todo, cada día se sorprende a sí mismo con algo nuevo. Y en el campo interpersonal nunca puede sellar al otro, marcándole con una etiqueta definitiva, pues apenas lo hace el otro se encarga de desmentirla una y otra vez.

El naturalismo amenaza vaciar la concepción original del cristianismo; el relativismo, que todo lo justifica y todo lo califica como de igual valor, atenta al carácter absoluto de los principios cristianos; la costumbre de suprimir todo esfuerzo y toda molestia en la práctica ordinaria de la vida, acusa de inutilidad fastidiosa a la disciplina y a la «ascesis» cristiana; más aún, a veces el deseo apostólico de acercarse a los ambientes profanos o de hacerse acoger por los espíritus modernos —de los juveniles especialmente— se traduce en una renuncia a las formas propias de la vida cristiana y a aquel mismo estilo de conducta que debe dar a tal empeño de acercamiento y de influjo educativo su sentido y su vigor.

¿Hasta qué punto debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en que desarrolla su misión? ¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero ¿cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos, según el ejemplo del Apóstol: Me hago todo para todos, a fin de salvar a todos?
(Ecclesiam suam de Pablo VI, nn. 18 y 33.)

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[1] Cfr. E. SCHILLEBEECKX, Revelación y Teología, Salamanca 1969, p. 253-254.

YIHADISMO OCCIDENTAL


Yihadismo occidental

          En este viernes día 15 de marzo de 2019, se ha producido una matanza en dos mezquitas de Nueva Zelanda. Desgraciadamente para la comunidad musulmana, la sociedad occidental ha dejado de ser cristiana, y tanto el “yihadismo” occidental como el islámico, igualmente injustos y condenables, se precipitan en la pendiente imparable de la violencia que conduce a la barbarie, en una escalada satánica, sin otra meta que la implantación de la ley de la selva, el caos y las tinieblas del abismo.

          Con la irrupción de un poscristianismo en la sociedad occidental, tan celebrado por los autodenominados progresistas, emerge de nuevo el paganismo salvaje e inhumano, totalmente desconocido para las generaciones actuales, nacidas todas ellas a la sombra de una civilización fecundada por criterios cristianos. Quien se aleja de Dios, se separa también del hombre. El abandono de la fe, como dijo Chesterton, no ha llevado a los pueblos a la razón, sino a la idolatría. Pronto comprenderemos que el progreso social y humano de occidente, no proviene de las conquistas de la razón, sino de la fe cristiana que lo ha visto nacer, crecer y desarrollarse por veinte siglos. Pronto quedará manifiesta la falaz aspiración hegeliana de alcanzar el “espíritu absoluto”, y aquella otra de instaurar el “paraíso comunista”, evidentemente trasnochada, o el espejismo recurrente del liberalismo.

          El corazón humano no tiene arreglo; necesita de un trasplante. Sólo “un corazón nuevo y un espíritu nuevo” pueden salvarlo, según aquello de la profecía de Ezequiel. Ambos proceden y nos son accesibles en Jesucristo, que asumiendo en su cuerpo la injusticia y la violencia, ha sido capaz de aniquilarlas repartiendo despojos con sus discípulos.
         
          Que Dios se apiade de esta generación incrédula y perversa que retorna a su vómito.
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EL JUICIO DE LAS NACIONES


“La Iglesia, norma de juicio ante las naciones”

(Mt 25, 31)

(Serán congregadas delante de él todas las naciones[1])

           Con mucha frecuencia este texto es usado incluso por el Magisterio, como apoyo de la incuestionable tesis, según la cual, en las obras de misericordia realizadas en los necesitados, se encuentra al Señor. Pero la validez de esta actualización y de otras similares, impide en ocasiones al texto expresar la riqueza propia de su significado e incluso exponer tesis más específicas.

          Este texto tiene la virtud de presentar a los discípulos y por tanto a la Iglesia, como analogía del Verbo encarnado en su misión salvífica, y como norma de juicio ante las naciones, a través de la filiación divina que los constituye en “pequeños hermanos de Cristo”, y miembros de su cuerpo místico.

            El apelativo de “pequeños”, está suficientemente aplicado en el Evangelio a los discípulos y a los enviado a asumir la acogida o el rechazo de las naciones  en nombre de Jesús: “Todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mt 10, 42), cf. (Mc 9, 41 y 42;  Mt 18, 4 – 6. 10. 14; Lc 10, 21).

            Mas si son sus hermanos, ¿por qué los llama pequeñitos? Por lo mismo que son humildes, pobres y abyectos. Y no entiende por éstos tan sólo a los monjes que se retiraron a los montes, sino que también a cada fiel aunque fuere secular; y, si tuviere hambre, u otra cosa de esta índole, quiere que goce de los cuidados de la misericordia: porque el bautismo y la comunicación de los misterios le hacen hermano.  (San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 79,1).

          Por muy somera que quiera hacerse la lectura de la expresión: “estos” hermanos míos más pequeños, ésta, no es aplicable sin mas a cualquier tipo de pobres y necesitados de la tierra, a quienes su indigencia no redime sin más, de su posible precariedad espiritual: pasiones, perversiones e idolatrías. Este apelativo implica una pertenencia a Cristo: “Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mc 9, 41); cf.(Mt 10, 42). Además, el adjetivo “estos”, sitúa en el discurso al grupo de los “hermanos más pequeños”, separadamente al grupo de la derecha y al de la izquierda, frente a las naciones y fuera de ellas , porque constituyen un sujeto distinto a aquellos a quienes se aplica la bendición o la maldición. El calificativo de  “hermanos míos”, corresponde más bien, al de “hijos del Padre celeste”, a los cuales Cristo pone la premisa del amor a sus enemigos para merecerlo, (Mt 5, 44).  Implica además la posesión del espíritu del Hijo, y no sólo la condición de meros menesterosos y desheredados.

            Libremente podíamos entender que Jesucristo hambriento sería alimentado en todo pobre, y sediento saciado, y de la misma manera respecto de lo otro. Pero por esto que sigue: "En cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos", etc.  no me parece que lo dijo generalmente refiriéndose a los pobres, sino a los que son pobres de espíritu, a quienes había dicho alargando su mano: "Son hermanos míos, los que hacen la voluntad de mi Padre" (Mt 12,50).  San Jerónimo.

          A sus “hermanos más pequeños”, Cristo ha dicho: “Quien a vosotros recibe a mí me recibe” (Mt 10, 40). “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lc 10, 16). Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian; a todo el que te pida, da y al que te robe lo que es tuyo, no se lo reclames”, (cf. Lc 6, 27 – 35). Es a “las naciones” a quienes dice: “Tuve hambre –en la persona de mis hermanos más pequeños- y no me distéis de comer, tuve sed y no me distéis de beber”, y lo que sigue. Sois benditos, o malditos, porque en “estos”, mis enviados, me recibisteis o me rechazasteis a mí.

              Se escribió a los fieles: "Vosotros sois cuerpo de Cristo" (1Cor 12,27) Luego así como el alma que habita en el cuerpo, aun cuando no tenga hambre respecto a su naturaleza espiritual, tiene necesidad, sin embargo, de tomar el alimento del cuerpo, porque está unida a su cuerpo, así también el Salvador, siendo El mismo impasible, padece todo lo que padece su cuerpo, que es la Iglesia.  (Orígenes, in Matthaeum, 34). 

          También el Israel fiel a la primera Alianza, es un pueblo de hermanos de Jesús distinto de las naciones, pero distinto también hasta el presente de “sus hermanos más pequeños” por quienes será juzgado: “Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel”. (Mt 19, 28).

            Con el nombre de ángeles designó también a los hombres, que juzgarán con Cristo, pues siendo los ángeles nuncios, como a tales consideramos también a todos los que predicaron a los hombres su salvación. (San Agustín, sermones, 351,8).

          La interpretación de la expresión: “mis hermanos más pequeños” referida únicamente a los pobres y menesterosos, implica una concepción secularista, por la que la Iglesia carece de su carácter “sacramental de salvación”, que a la vez relativiza su misión evangelizadora, que como dice Cristo en el Evangelio, aporta una verdadera “regeneración” al mundo, que ha perdido la Vida como consecuencia del pecado. En caso contrario, bastarían las obras asistenciales de filantropía que cualquier hombre puede realizar sin necesitar de Jesucristo, para ayudar al mundo. El envío que Cristo resucitado hace a sus discípulos a todas las naciones, de modo que “el que crea se salvará y el que se resista a creer se condenará”, queda sin sentido por la interpretación secularizante que elimina toda componente trascendente y escatológica de la predicación cristiana.

          Si es suficiente el ejercicio de las obras asistenciales, ¿dónde quedan la fe, el perdón de los pecados y el testimonio? (Mt 10, 32s); ¿dónde la redención de Cristo, el don del Espíritu y la vida nueva? ¿Para qué el “vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo y el fermento? La misión de la Iglesia se reduciría a una función asistencial, a la que tristemente es reducida la pastoral de muchas de nuestras asociaciones clericales olvidando de hecho su misión fundamental.

          Frente a esta Palabra, los creyentes, no sólo deben tomar conciencia de su realidad ontológica de ”hijos del Padre” y de “hermanos de Cristo”, sino también de su misión de “pequeños”, mediadora de la salvación de Cristo a las naciones: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe”. Misión de destruir la muerte del mundo en sus propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues “mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida”, (cf. 2Co 4, 12).

          Esta palabra hace presente la misión salvadora de la Iglesia y exhorta a los fieles a permanecer unidos al grupo de los “hermanos más pequeños de Jesucristo, que la han encarnado en el mundo, siendo por tanto objeto del rechazo o de la acogida de los hombres, como lo ha sido Cristo mismo.

          Los cristianos, con el espíritu de Cristo, han hecho presente en sus cuerpos la escatología. Sobre ellos se ha anticipado el juicio de la misericordia divina (Jn 3, 18). Son conscientes de haber acogido al Señor, y ahora triunfantes por haber permanecido unidos a la vid, son norma de juicio para las gentes y paradigma de salvación o de condenación, frente al que serán medidas “todas las naciones” (Mt 25, 35 y 36. 42 y 43).

          Cuando un cristiano o una comunidad cristiana escucha la proclamación de esta Palabra, debe saberse situar en el grupo de los “pequeños hermanos del Señor”. Debe ser consciente de la salvación que gratuitamente ha recibido y de la cual vive. Debe recordar perfectamente los padecimientos sufridos por el testimonio de Jesús y sobre todo las consolaciones de haber visto su mensaje acogido por tanta gente, sobre la que ha visto irrumpir el Reino de Dios y el gozo del Espíritu Santo, cuando como “siervo inútil”, ha encarnado al mensajero de la Buena Noticia.

          Por eso, al escuchar esta Palabra y ver que aún es tiempo de salvación y de misericordia, su celo se robustece pensando en aquellos que aún no la han conocido. Su vigilancia se renueva, pues por nada quisieran abandonar el lugar privilegiado cercano a su Señor en el día del juicio y por toda la eternidad; ni dejar su puesto en la Iglesia o ser despojados de él por el enemigo que constantemente “ronda buscando a quien devorar”. Contemplan también las obras santas que les concede realizar Aquel que los conforta, por el cual están crucificados para el mundo, y no viven ya para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos.

          Son ellos, los hambrientos por Cristo, los desnudos, los presos, los enfermos, en los que Cristo es acogido o rechazado. No es ya su vida la que viven, sino que Cristo vive en ellos. Pero si al escuchar esta Palabra, caen en la cuenta de que ya el Maligno les ha desposeído de su puesto junto a los “hermanos más pequeños”, si ya se ven grandes y opresores, e hijos de otro padre, esta Palabra les llama nuevamente, porque cuando nosotros somos infieles, Él, permanece fiel.

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[1] En las 431 ocasiones en que la Escritura emplea el término “naciones”, el término está referido a los pueblos paganos que no han llegado a la fe y no a los pueblos de la antigua o de la Nueva Alianza.