Domingo 26º del TO C
(Am 6, 1.4-7; 1Tm 6, 11-16; Lc 16, 19-31)
Queridos hermanos:
La vida es algo sumamente importante que
puede arruinarse o realizarse plenamente. Aparentemente el rico del Evangelio la
tenía plena y en cambio Lázaro fracasada, pero dado lo pasajero e instrumental de
esta vida, resulta ser lo contrario.
Por el conocimiento real del Reino de
los Cielos que tiene Cristo, para él la riqueza no es sino una trampa mortal
que amenaza a quienes la aman hasta el punto de quedar insensibilizados a la
caridad, y por tanto a la justicia divina, sean ricos o pobres. A ambos se
dirige Cristo cuando exhorta diciendo: “Guardaos
de toda codicia, porque aun en la abundancia, la vida no está asegurada por los
bienes”. Para ambos el Evangelio es “buena noticia” del amor de Dios que
busca su salvación, redimiéndolos de la idolatría al dinero que hay en su
corazón.
La clave para dar a la vida su mejor
orientación, está en la escucha de Moisés y los Profetas, en cuya voz ha
provisto Dios, mediante la predicación, los criterios de discernimiento, la luz
y la guía insustituibles, para que tanto el rico, como sus cinco hermanos, sean
conducidos por el camino de la vida: “Escucha Israel: Amarás al Señor tu
Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al
prójimo como a ti mismo. Haz esto y tendrás la vida eterna.” El tiempo presente y la relación con
nuestros semejantes, son componentes esenciales para configurar nuestra
relación perdurable con Dios en el amor, como dice la segunda lectura:” Combate
el buen combate de la fe y conquista la vida eterna.”
Conocemos el nombre del pobre y
bienaventurado Lázaro, nombre de vivo introducido en el seno de Abrahán, y no el del rico que fue enterrado y
permanece en el anonimato de la muerte. Como decía aquel famoso terceto: “Al final de la jornada, aquel que se salva,
sabe, y el que no, no sabe nada. ”Ya la parábola distingue entre el Hades y
la llama de sus tormentos, y el seno de Abrahán y sus consuelos, como destino
irrevocable e inmediato de los difuntos, en la llamada “retribución de
ultratumba”, bienaventuranza del cielo.
Son la acogida de la palabra y la “escucha”
de la predicación las que proveen la salvación mediante la fe y el don del
Espíritu, y no los prodigios, que son sólo un medio para acoger la Palabra, y
que dejaron en sus pecados a aquellos escribas y fariseos que los presenciaron
y ahora testifican contra ellos.
A nosotros, la proclamación de esta
palabra y la eucaristía, quieren abrirnos a la escucha de la Palabra y a la
mesa de la Caridad, que sanen nuestro corazón, para que mediante la conversión,
fructifiquemos en el bien y podamos ser recibidos en el Seno de Abrahán.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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