Domingo 24º del TO C
Ex 32, 7-11.13-14; 1Tm 1, 12-17; Lc 15, 1-32
Queridos hermanos:
La
naturaleza amorosa de Dios es nuestro origen; podemos decir que hemos sido
gestados en la fecundidad de sus entrañas y somos, por tanto, algo propio,
destinados a recibir su misma naturaleza divina con el Espíritu Santo, por la
fe. El don inefable de nuestra libertad, mediante la seducción diabólica,
desembocó en ofensa y muerte, de las que hemos sido salvados por Cristo, cuyo
amor, rico en piedad y misericordia, nos rescata, y nos regenera para una vida
eterna. El amor no se deja vencer por la ofensa; ni la Vida por la muerte; la
piedad renuncia al castigo, y la misericordia nos lleva de nuevo a la
inocencia.
Como
Dios se ha mostrado grande, omnipotente y sabio en la creación, se nos muestra ahora
misericordioso. Las aguas torrenciales de nuestras infidelidades y pecados, no
pueden apagar el fuego de su amor. Nuestra extrema miseria hace resaltar su
infinita bondad, y nuestra grandeza, posible sólo por su gracia, testifica su
poder.
La
misericordia divina busca, acoge y perdona; regenera, glorifica y salva. Desea
no sólo compartir su reino con sus criaturas, sino su misma vida, dignificando
sin asomo de paternalismo a cuantos acoge en su cortejo triunfal.
Él sabe de qué estamos
hechos, conoce nuestra “masa” y usa de misericordia con nosotros. A Dios se le
perdió una oveja en el paraíso y fue
a buscarla diciendo: “¿dónde estás?”. Te has apartado
de mí, escondiéndote de ti mismo, pero yo te busco. Dios viene en Cristo al
encuentro del hombre, buscándolo descarriado por los montes del orgullo y los
barrancos de las pasiones. Después de buscar a las ovejas perdidas de la casa
de Israel, el Señor se va en busca de las otras que aún no son de su redil,
para formar un solo rebaño al amor de su fuego.
Mediante la Redención,
Cristo, nos da la posibilidad de renacer en una humanidad nueva, con una vida
nueva. Renacer “de agua y de Espíritu”, como dijo a Nicodemo (Jn 3, 5).
Entrando en el sufrimiento y la muerte para destruirlos, Dios nos ha rescatado
en Cristo, mediante su amor redentor que llamamos misericordia, y así, redención y sufrimiento, han aparecido desde
entonces, indisolublemente unidos, quedando aparentemente identificados, siendo
así que proceden de orígenes tan opuestos como el amor, y el pecado, como
observó alguien. El Señor se hizo pecado por nosotros, como dice san Pablo (2Co
5, 21).
Las parábolas llamadas
de la misericordia, nos muestran el corazón de Dios, sus entrañas maternales,
que ven al pecador como una pérdida de algo propio y no sólo como un trasgresor
de su voluntad. Así se revela en las Escrituras: “Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y
fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la
rebeldía y el pecado; mi corazón se conmueve dentro de mí, y al mismo tiempo se
estremecen mis entrañas. Yo te
desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho,
en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al
Señor; sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; el Hijo del hombre ha venido a buscar y
salvar lo que estaba perdido.”
Todos los hombres
estamos en el corazón amoroso de Dios, que deja libre al ser amado para que corresponda
a su amor, pero se duele de nuestro desdén. “Cuántas
veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos, bajo las
alas y no habéis querido. Id a aprender aquello de Misericordia quiero”.
Proclamemos juntos
nuestra fe.
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