Sábado 5º de Cuaresma

 Sábado 5º de Cuaresma

Ez 37, 21-28; Jn 11, 45-56 

Queridos hermanos: 

          Una vez más los judíos intentan matar a Jesús, pero en vano, porque aún no había llegado su hora; Jesús deberá confirmar su testimonio por tercera vez, y ante el Sumo Sacerdote, antes de ser consumado. Ignorando su mensaje de paz, los judíos juzgan su ministerio como un intento de alzarse con el poder, acarreando las represalias de Roma y provocando la ruina de la nación. Es exactamente lo que sucederá en el año 135 con la rebelión de Bar Kojba, reconocido como Mesías, y que supuso para Israel la mayor de sus catástrofes.

          Se cumple en ellos la sentencia manifestada a Isaías: “Mirarán pero no verán; oirán pero no escucharán; no se convertirán y no serán curados”. Se ha embotado el corazón de este pueblo, han cegado sus ojos, y han tapado sus oídos.

          Olvidando que la misión de su nación era la de ser testigo de las obras de Dios ante los poderes del mundo, prefirieron salvar su miserable existencia de pueblo sometido, para no perder su bienestar y sus corrompidas canonjías, a manos de un Mesías que fustigaba su prevaricación.

          También nosotros seremos tentados en nuestras seguridades, y en nuestras reivindicaciones frente al Cordero manso que no abre su boca ante el esquilador, dejándose degollar para lavar con su sangre nuestras inmundicias. ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! 

          Que así sea.

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Lunes 5º de Cuaresma

 Lunes 5º de Cuaresma

(Dn 13, 1-62; Jn 8, 1-11 ó 12-20 en el ciclo C) 

Queridos hermanos: 

          Cristo ha venido a dar la luz a los ciegos, que como nosotros, pueden decir con el salmo “en la culpa nací; pecador me concibió mi madre”. Pero para ser curados de nuestra ceguera, necesitamos aceptar el juicio de Dios sobre nuestros pecados. Necesitamos acoger el Evangelio del perdón y la misericordia, reconociéndonos pecadores; la Palabra debe iluminar nuestra ceguera, como dice Jesús a los fariseos: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero como decís, vemos, vuestro pecado permanece” (Jn 9, 41). No basta solamente con tener delante el agua, hay que beberla, sumergirse en ella; hay que creer. Hay que dejarse iluminar por la luz que se ha acercado a nosotros.

Dejarse iluminar es aceptar el testimonio de Cristo, y el del Padre, que testifica a través de las obras que realiza Cristo en su nombre, y que le acreditan como enviado de Dios. Si no me creéis a mí, creed por las obras.

Cuando la luz es rechazada, el hombre es emplazado a juicio: “Y el juicio está en que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3, 19-21).

A cuantos la reciben, en cambio, les da el poder hacerse hijos de Dios y los constituye en luz. Con la “luz”, sucede como con el “agua” de la fe, cuya virtud no es la de quitar la sed simplemente, sino la de hacer brotar la fuente en el corazón del que cree en Jesucristo. Así, la “luz” de la fe, no solo tiene la virtud de iluminar al creyente en Cristo, sino la de hacerlo luz en el Señor. En el corazón del cristiano, por el Espíritu, hay luz. Luz del intelecto y llama ardiente de amor en el corazón, como cantamos en el “Veni Creator Spiritus”. Luz, también para iluminar a otros y para ver con la mirada de Dios el corazón del hombre, sin quedarnos en la apariencia de las cosas.

Si la luz ha llegado a nosotros, escuchemos, pues, lo que nos dice el apóstol: Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz (Rm 13, 12).   

          Que así sea.

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