Inmaculada
Concepción de Santa María Virgen
(cf. La Anunciación; 4° Dgo. Adv. B; 20 de Dic.)
Ge 3, 9-15; Ef 1, 3-6.11-12; Lc 1, 26-38
Queridos hermanos.
Celebramos
en este día la plenitud de gracia concedida por Dios a María en virtud de la
redención de la humanidad realizada por Cristo y en función de nuestra
santificación, preservando del pecado original a la que iba a ser arquetipo de
la Iglesia, y madre de su Hijo encarnado, nuestro salvador.
La fiesta
fue instituida en Roma el año 1476, por el Papa Urbano IV y fue hecha su
declaración dogmática en el año 1854 por el Papa Pío IX.
Esta fiesta tiene además un significado particular por haber sido en el día 8 de diciembre de 1959, a las 3 de la tarde, cuando la Virgen María anunció a Kiko Arguello:
“Hay
que hacer comunidades como la Santa Familia de Nazaret,
que vivan en humildad, sencillez y alabanza.
El otro es Cristo.”
Con el
anuncio vino también el don del Camino Neocatecumenal, con el que ha sido bendecida toda la Iglesia, en orden a su misión evangelizadora en esta
generación, misión que ha sido reconocida oficialmente por la aprobación
definitiva del Estatuto en el día de Pentecostés de 2008.
La palabra
de esta liturgia nos presenta el llamado “Protoevangelio” o anuncio de la
victoria de Cristo sobre el diablo, y la aniquilación del mal, cuyo primer
fruto es precisamente la inmaculada concepción de la Santísima Virgen Maria que
hoy contemplamos.
Por la
unión indisoluble de Dios con la naturaleza humana, ha sido rota la cadena del
pecado y ha comenzado la gracia de la regeneración de la humanidad. María es la
primera redimida y santificada, “llena de gracia” como le fue anunciado por
Gabriel. De esta gracia nos beneficiamos todos, llamados gratuitamente a la
santidad que Dios ha hecho brillar en ella y a la nueva creación de la que ella
es prototipo en Cristo Jesús. En ella somos ennoblecidos con la belleza del más
bello de los hombres, con la que ha engalanado a su madre.
Como en
todas las fiestas de la Virgen, le dirigimos a ella nuestra mirada, en primer
lugar para contemplar la obra del Señor en ella, y en segundo lugar, la que el
Señor quiere realizar en nosotros según su promesa. En ambos casos nos
encontramos ante la gracia del Señor. Por gracia fue ella preservada del pecado
y por gracia somos nosotros purificados de él. Ella para dar a luz en la carne
al que llevaba en su seno por el Espíritu y nosotros para dar a luz en la fe al
que quiso asumir de ella nuestra carne. Ella no dijo no, por pura gracia, para
que nosotros pudiéramos decir sí, por pura gracia. Ella no dijo no, porque
nosotros no podíamos decir sí.
En María
somos hoy invitados a acoger la buena noticia de nuestro rescate, a creer en el
amor gratuito de Dios y a decir con María que se haga en nosotros su voluntad.
Y así: “El Espíritu Santo vendrá sobre
ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, de manera que el que ha
de nacer será santo y se le llamará hijo de Dios.”
Que así sea
en nosotros.
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