Domingo 3º de Pascua A


Domingo 3º de Pascua A (cf. miércoles de la octava)
(Hch 2, 14.22-28; 1P 1, 17-21; Lc 24, 13-35)

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos invita a situarnos frente al acontecimiento pascual que celebramos en la Eucaristía. Todas las lecturas nos presentan la glorificación del Señor, pero hemos escuchado que: “era necesario que el Cristo padeciera estas cosas para entrar así en su gloria.” ¿Acaso no era su propia gloria; la que tenía junto al Padre antes que el mundo existiese? ¿Cómo entonces era necesario que padeciera para entrar en la gloria que le pertenecía? ¿Para quién era necesario? No ciertamente para él, sino para nosotros; para nuestra justificación y salvación; para que al regresar a su gloria no lo hiciese solo, sino con todos nosotros como hermanos suyos: “Subo a mi Padre y (ahora) vuestro padre”.
          No es a Israel a quien iba a librar el Mesías, sino a toda la humanidad, y no de un poder humano, sino de la esclavitud al diablo y de la muerte consecuencia del pecado de nuestros padres que aparece de fondo en esta palabra.
          Para llevar a cabo esta salvación, Cristo hace Pascua por nosotros. Y la pascua de Cristo, de la que brota la vida para nosotros, se actualiza en la Eucaristía, que es la realidad que nos presenta esta palabra como viático de camino que a través de Cristo nos une al Padre, en la comunión que él tenía desde siempre en su gloria. El Antiguo Testamento fue un tiempo para hambrear la salvación de Dios que ahora podemos gustar en Cristo, mediante la comunión con Dios y con los hermanos.
Los discípulos de Emaús hacen presente a Jesús y su Pascua: Conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado”, y él, que está allí en medio de ellos, fiel a sus palabras: “donde estén dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo”, comienza a manifestárseles, para constituirlos testigos de su Resurrección.  Esta es la experiencia pascual de la Iglesia: Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos” (Lc 24, 36).  
          Dice el Evangelio que “iban dos de ellos; uno, llamado Cleofás”. Debían ciertamente ser al menos dos para testificar, pero ¿por qué uno queda en el anonimato? hay quién afirma que el mismo Lucas era el otro testigo y por eso prefiere mantener incógnito su nombre. También podríamos interpretar este silencio como una invitación del evangelista a incluirnos y encarnar nosotros mismos el rol de testigos en el acontecimiento. “Cuando leemos la Escritura, nosotros somos el texto. No es tanto que el texto hable de nosotros o que nosotros nos encontremos en él, sino que nosotros somos el texto sagrado. Del mismo modo que la finalidad de la música, -como arte de combinar los sonidos con el tiempo-, no es simplemente el ser oída, sino el vivir en nuestro oído; el ser nuestro oído mismo; parte de nuestra alma, así la Palabra, desea hacerse “Uno” en nosotros a través del texto.[1] Por eso, de cada relación personal con la Palabra, nace un nuevo significado en base al sujeto que la estudia, la interpreta, la escucha, la proclama o la anuncia.
          Los dos discípulos abandonaban la ciudad. La tristeza de la incredulidad velaba sus ojos y disolvía los lazos de la comunión que los congregaba en Jerusalén: “tardos de corazón para creer” les dirá Jesús.
“Jesús se acercó a ellos y caminó a su lado; sus ojos estaban como incapacitados para reconocerle”. Los Evangelios muestran frecuentemente que, Cristo resucitado, no es reconocido cuando aparece. Lo es en un segundo momento y sólo por algunos. Juan explica este hecho, con el verbo “manifestarse”. Cristo es reconocido, no cuando aparece, sino cuando “se manifiesta”. Es por tanto una gracia especial concedida a quién él quiere, y que suele asociarse a una relación especial de amor a Cristo: Así sucede en el caso de Juan y de María Magdalena; también en un contexto litúrgico, como en este pasaje o en el del Cenáculo con los once (cf. Lc 24, 31.36; Jn 20, 16.20).
Podemos saber la conciencia que tenían los de Emaús acerca de Jesús antes de su pasión y de la resurrección, por sus mismas palabras: “Jesús el Nazoreo, profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel. “Los discípulos de Emaús tienen una memoria abstracta de las profecías mesiánicas y de las Escrituras en general y una expectativa concreta del Mesías, desligadas la una de la otra: esperaban que Jesús expulsase a los romanos, al estilo de Judas Macabeo que combatió precisamente en Emaús (1M 4, 3.8ss) y cuyo discurso ante la batalla es claramente mesiánico: «No temáis a esa muchedumbre ni su pujanza os acobarde. Recordad cómo se salvaron nuestros padres en el mar Rojo, cuando el faraón los perseguía con su ejército. Clamemos ahora al Cielo, a ver si tiene piedad de nosotros, si recuerda la alianza de nuestros padres y destruye hoy este ejército a nuestro favor. Entonces reconocerán todas las naciones que hay quien rescata y salva a Israel.» Después del encuentro con Jesús vuelven a Jerusalén con una mentalidad distinta: El encuentro con Cristo resucitado y con la palabra de Jesús, unen en su espíritu pasado, presente y futuro. Esta es la obra del Espíritu Santo en la comunidad cristiana cuando se proclama la palabra”.[2]
Siempre hemos escuchado y aceptado que los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús “al partir el pan”, como dice el mismo texto, pero el texto dice también que, Jesús partió, y les dio el pan.  Pero no dice solamente que entonces le reconocieron, sino que, “entonces, se les abrieron los ojos”, que son las palabras textuales, las palabras exactas de lo que les ocurrió a Adán y Eva al comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y no sólo al tenerlo en sus manos. Si este: “entonces se les abrieron los ojos” hace referencia al comer, parece, por tanto coherente pensar, que también a los de Emaús, “se les abrieron los ojos”, al comer el pan que Jesús les “iba dando”. Dicho en otras palabras, al comer el pan sobre el que Cristo pronunció la bendición; es decir, al comer del fruto del árbol de la vida, ya que: “El que coma de este pan, vivirá para siempre”. El primer árbol situado al centro del Paraíso, “de la ciencia del bien y del mal”, abrió los ojos a la muerte como fruto de la rebeldía, y el segundo árbol, -también al centro del Paraíso-, los abrió a la vida, ante el signo oblativo de la fe. “Al partir el pan” significa pues, al participar plenamente del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, más que a la simple contemplación del gesto de la fracción (cf. Hch 2, 42+).
Por eso, en este pasaje evangélico, se hacen presentes cada una de las partes de la Eucaristía, como si de una catequesis mistagógica se tratara: Ya en la “liturgia de la Palabra”, mientras les “explicaba las Escrituras”, y recibida “la exhortación”, de que “era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria”, después de haberse reconocido en el “acto penitencial”, “insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas”, el ardor del corazón les hacía barruntar la presencia de Jesús. La Palabra tiene la capacidad de hacerse presente cuando es proclamada. Puede entrar en el que la escucha y cambiarlo.[3] Por fin, en la “liturgia eucarística” en que: “sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando, y sobre todo, en la consumación sacramental de “la comunión”, su corazón se abrió al Misterio de la fe. Y ante la fe, ya no es necesario el testimonio de los sentidos; bastan los signos sacramentales, y por eso, en ese momento: “él desapareció de su vista.”.
“¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!”. Con esta expresión de júbilo, experiencia de su encuentro sacramental con Cristo, superior a la visión física, los discípulos regresaron a la comunión con la comunidad en Jerusalén, dieron testimonio de la resurrección y acogieron la confirmación de los hermanos.
          ¡Que así sea también para nosotros en la Eucaristía!

Proclamemos juntos nuestra fe.
                                                           www.jesusbayarri.com


[1] (Cf. Lawrence Kushner, “In questo luogo c´era Dio e io non lo sapevo” p 170.)
[2] Nodet,  Etienne, Origen hebreo del Cristianismo
[3] Nodet,  Etienne, Obra citada:

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