Domingo de Pasión
o de Ramos A
(Is 50, 4-7; Flp 2, 6-11; Mt 21,1-11; 26,14-27, 66)
Queridos
hermanos:
Con este domingo de Pasión o de Ramos,
comenzamos la Semana Santa que la Iglesia de Oriente llama Grande. La procesión
de las palmas tiene su origen en Jerusalén, donde los fieles se reunían el
domingo por la tarde en el Monte de los Olivos y después de la lectura del
Evangelio caminaban hasta la ciudad. Los niños llevaban en las manos ramas de
olivo y palmas. En Roma, la descripción más antigua de esta fiesta, data del
siglo X.
Hacemos presente la pasión del Señor,
porque Cristo sube a Jerusalén sabiendo que el tiempo de la predicación ha
llegado a su fin y comienza el tiempo del sacrificio: Había llegado “Su hora”,
la hora de pasar de este mundo al Padre y abrir las puertas del Paraíso a la
humanidad; la hora de humillarse hasta la muerte de cruz asumiendo la condición
de siervo, lleno de confianza en su Padre y de amor a nosotros.
Cristo es entregado: Dios lo entregó por
compasión al linaje humano; Judas por avaricia; los judíos por envidia; y el
diablo por temor a que con su doctrina arrancase de su poder al género humano,
no advirtiendo que por su muerte se lo arrancaría mejor de lo que se lo había
arrancado ya por su doctrina y sus milagros.[1]
Cristo mismo, se entrega por amor a nosotros y por obediencia y sintonía total
a la voluntad del Padre.
La gente que lo acompaña y lo ensalza en
su entrada gloriosa, se diluye entre la multitud que lo abandona cuando aparece
la cruz, a excepción del discípulo y la madre, a los que es el amor el que los
hace permanecer unidos a Cristo.
Toda alma santa es en este día el asno
del Señor, como dice un escritor anónimo del siglo IX.
Acoger
a Cristo con palmas y ramos, debe responder a la adhesión a sus preceptos, a su
voluntad, y a su palabra, que se muestra en las obras de misericordia. Aquel
que guarda odio o cólera en el corazón, aunque sea sólo hacia una persona,
celebra la Pascua para su desventura, y por eso los judíos buscan y eliminan
toda levadura, toda corrupción, antes de celebrarla, como un signo de purificación.
En este domingo proclamamos los
misterios de nuestra salvación. Para la Iglesia sería pecado de ingratitud no
hacerlo, pero también lo sería para nosotros, el no prestarles la debida
atención. Purifiquémonos, pues, y perdonémonos unos a otros en el amor del
Señor.
La palma que significa la victoria.
Llevémosla, pues, con verdad.
Oh Dios, a quien amor y
afecto son debidos por justicia.
Multiplica en nosotros los dones de tu
gracia inefable.
Concédenos, que así como por la muerte
de tu Hijo
nos has hecho esperar en aquello que
creemos,
por su resurrección alcancemos aquello a
lo que tendemos.[2]
Proclamemos juntos nuestra
fe.
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