Domingo 5º de
Cuaresma B
(Jer 31, 31-34; Hb 5, 7-9; Jn 12, 20-33)
Queridos
hermanos:
Llegamos al último domingo de Cuaresma
y la palabra nos presenta al Señor, que se apresta a establecer con los hombres
la “Nueva Alianza” anunciada por Jeremías, en la que el Espíritu Santo gravará
el “conocimiento de Dios”, su Ley, en el corazón de los fieles; en la que se
abrirá para siempre la puerta del perdón; en la que el mundo será juzgado y su
príncipe será echado fuera. Se trata de una alianza de amor, de unos
desposorios indisolubles basados en la fidelidad de Dios, en Cristo, que une a
Dios con la humanidad en su propio cuerpo. “Me has dado un cuerpo, para que
haga oh Dios tu voluntad” (cf. Hb 10, 5-7).
El grano de trigo debe caer en tierra
y morir para dar fruto, y Dios va a ser glorificado porque en su misericordia
el Padre no se reservó a su Hijo único; Dios va a ser glorificado, porque en el
Hijo, Dios no se reservó su propia vida sino que la entregó por todos nosotros.
Él, que fue levantado de la tierra para atraernos a sí, obedeciendo al Padre en
la entrega y el sufrimiento hasta la muerte, fructificó para una vida
eterna. Dios va a ser glorificado, en
fin, porque en el Espíritu Santo, su amor ha sido derramado en nuestros
corazones.
El fruto del amor encierra un misterio
de muerte y de vida. Dios ha querido que la vida no se transmita por contagio,
sino por donación de amor. La vida se engendra con gozo y se da a luz con
dolor, pero sólo llega a su plenitud mediante la entrega irrenunciable y la
inmolación. Lo vemos en la generación humana y de forma eminente en la
Regeneración realizada por Cristo y propagada por la Iglesia a través de los
siglos. Entonces, como ahora, el grano de trigo debe morir para dar fruto.
«El
que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda por mí, la
recobrará» (Lc 17, 33). Con estas palabras, Jesús describe su propio
itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la resurrección: el camino del
grano de trigo que cae en tierra y muere, dando así fruto abundante. Describe
también, partiendo de su sacrificio personal y del amor que en éste llega a su
plenitud, la esencia del amor y de la existencia humana en general (Deus
Caritas est, 6).
San Pablo nos recuerda que Cristo clamó
al que podía librarlo de la muerte, y fue escuchado. No le pidió como hacemos
nosotros, que le evitara la muerte y le ahorrara el sufrimiento; los aceptó por
amor a nosotros y fue resucitado.
Así pues, hermanos, este domingo a
través de la Eucaristía, abre ante nosotros las profundidades del amor, al que
Dios nos llama con su amor en la Pascua. Que la sangre de Cristo nos redima, y
nosotros le glorifiquemos con nuestra vida.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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