La fe, no es tanto la aceptación racional del discurso acerca de la existencia de Dios, susceptible siempre de la duda, frente a un concepto que supera infinitamente nuestro raciocinio, cuanto el testimonio interior y gratuito que el Espíritu Santo da a nuestro espíritu, consecuente con el obsequio de nuestra mente y nuestra voluntad a Dios que se revela. Este testimonio disuelve toda duda que pretenda imponerse a nuestro espíritu desde nuestra limitada razón.
La fe
Martes 16º del TO
Martes 16º del TO
Mt 12, 46-50
Queridos hermanos:
Aquellos en los que la palabra prende y fructifica, son la
familia de Jesús, porque reciben su mismo Espíritu. Dice Jesús en el Evangelio:
“la carne no sirve para nada; el espíritu
es el que da vida”. Como dice san Juan: “Sabemos
que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos”. La
vida y la muerte, están en correspondencia con la fe y la incredulidad. El
Evangelio pone de manifiesto la incredulidad de su pueblo y de sus parientes
respecto de Cristo, al que consideran “fuera
de sí” (Mc 3, 21), y al que tratan de despeñar en su ciudad de Nazaret (Lc
4, 29). “Ni siquiera sus hermanos creían
en él” (Jn 7, 5), mientras destaca la fe de paganos y extranjeros, últimos
que serán primeros. Cristo conoce perfectamente esta cerrazón, cuando dice que “ningún
profeta es bien recibido en su patria (Lc 4, 23-24)” y en su casa carece
de prestigio (Mt 13, 57).
Como en la Virgen María, en el seno del
creyente que acoge la palabra del Señor, comienza a gestarse Cristo en una
maternidad espiritual, que se hace plena en el cumplimiento de su voluntad,
dándolo a luz por la caridad. Al mismo tiempo, se recibe la filiación adoptiva
que le hace hermano o hermana de Cristo. Como dice la Escritura: “Grita de gozo
y alborozo, Sión, pues vengo a morar dentro de ti, dice el Señor. «Estos son mi
madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los
cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.» El Señor
quiere morar en nosotros y nos manifiesta su voluntad para que eso sea posible.
Jesucristo ha venido a unir con los lazos de la fe, en un
mismo espíritu a todos los hombres, para formar la familia de los hijos de
Dios, que conciben, gestan y dan a luz a Cristo. Lo concebimos por la fe, lo
gestamos en la esperanza y lo damos a luz por la caridad.
Por encima de parentescos y patriotismos, Cristo viene a
llamar a toda carne a su hermandad y maternidad; a la filiación adoptiva. Los
lazos de la carne son naturales, mientras los de la fe son sobrenaturales,
vienen del cielo. Cristo, afirma los lazos de la fe, por la que se acoge la
palabra de Dios hecha carne en él, y fructifica en nosotros. Por la fe se
recibe el espíritu de Cristo como verdadero parentesco.
¿Cómo podría enseñar Cristo que por el Reino hay que dejar
padre y madre si él mismo no lo pusiera en práctica? Por encima del afecto
carnal están los misterios del amor del Padre.
La carne dice: “dichoso
el seno que te llevó”. El Espíritu en cambio dice: “Dichosa tú que has creído”. Dichosos los que han creído, guardado
y visto fructificar en ellos la Palabra hecha carne. Los parientes que
permanecen fuera invocando la carne, no son tan dignos de consideración como
los “extraños”, que dentro, acogen la enseñanza del Hijo, que da paso a una
auténtica maternidad y fraternidad. A esta fe somos llamados también nosotros,
para que podamos dar a luz a Cristo y ser con él hijos de su mismo Padre.
Hoy la palabra nos invita a escuchar y guardar; a creer y esperar para llegar a amar.
Que así sea.
Reflexión
Reflexión
La
identificación con ideas ajenas a la fe, que mantiene el enfrentamiento
histórico y secular, alimentado de forma bilateral por la alternancia en las
posiciones de poder, no deja de constituir un sobreponerse de la realidad carnal,
frente a la superación espiritual de la fe.
La
fuente sanada por el Evangelio, deja escapar todavía esporádicos hilos de agua
amarga, y es necesario erradicarlos del corazón, de forma unilateral, no
devolviendo mal, al mal, en una inmolación que brote del manantial eterno de la
misericordia divina, a través del cual ansiamos elevarnos a la Caridad
infinita.
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Jueves 15º del TO
Jueves 15º del TO
Mt 11, 28-30
Hoy
la palabra nos habla del yugo, que evoca el trabajo, como algo que todos
tenemos que realizar en esta vida, nos guste o no.
Con
una mirada de fe, podemos decir que, el pecado, ha puesto sobre nuestros
hombros, un yugo pesado, que hace nuestra vida, muchas veces insoportable,
esclavizándonos al diablo, como dice la carta a los hebreos, por nuestra
experiencia de muerte, consecuencia del pecado.
Por otra parte, en el evangelio
de hoy, el Señor, nos invita a cambiar el yugo del diablo, por el suyo, que es
suave y ligero.
Frente a la soberbia y
el orgullo, el Señor nos invita a aprender de él, que es manso y humilde de
corazón; no a aprender a crear el mundo o a hacer grandes prodigios, sino a ser
humildes, como él, que siendo grande, se hizo pequeño, se humilló por nosotros,
hasta la muerte de cruz.
Si el poder del Señor
es tan grande como para crear y gobernar el universo, cuanto más lo será para
cuidarnos a nosotros tan pequeños. Su amor es tan grande como su poder; con la
misma potencia con la que ha creado el universo nos ha redimido y nos ama.
Cristo ha sido enviado
por el Padre a proveer a nuestra salvación mediante el perdón de los pecados,
para que fuéramos liberados de la carga que nos oprimía. A él debemos acudir
aceptando el yugo suave de la obediencia de la fe, el yugo de su humildad y de
su mansedumbre por las que se sometió a la voluntad del Padre, y con el que ha
querido ser uncido a nosotros por amor, uniéndose a nuestra carne mortal, para
“arar” con nosotros; aceptemos su yugo amando su voluntad, para entrar también
con él en su descanso. Dice un proverbio antiguo: “si quieres arar recto, ata tu arado a una estrella”. A nosotros el
Señor nos invita a unirnos con él en el yugo de nuestra redención, para el arar
de nuestra vida. Decía Rábano: “El yugo
del Señor Jesucristo es el Evangelio que une y asocia en una sola unidad a los
judíos y a los gentiles. Este yugo es el que se nos manda que pongamos sobre
nosotros mismos, esto es, que tengamos como gran honor el llevarlo, no vaya a
ser que poniéndolo debajo de nosotros, esto es, despreciándolo, lo pisoteemos
con los pies enlodados de los vicios. Por eso añade: Aprended de mí" (cf. Catena áurea, 4128).
Efectivamente, de
Cristo hay que aprender la humildad y la mansedumbre, sometiendo con su yugo el
orgullo y la soberbia que nos impiden inclinar la cabeza fatigando así nuestro
espíritu, en nuestra pretensión de ser dioses, mientras él, siendo Dios, se sometió
a hacerse hombre e inclinó su cabeza
bajo el yugo y el arado de la cruz. “Cristo,
por el fuego del amor que ardía en sus entrañas, se quiso abajar para
purgarnos; dándonos a entender que si el que es alto se abaja, con cuánta (más) razón el que tiene tanto por qué abajarse
no se ensalce. Y si Dios es humilde, (y se humilla) que el hombre lo debe ser (y
lo debe hacer)” (cf. San Juan de Ávila. Audi
filia, caps. 108 y 109).
Él tomó nuestro yugo para llevar su cruz, y nosotros debemos tomar el suyo, para llevar la nuestra, e ir en pos de él; unidos a él bajo su yugo. “Aprended de mí, no a crear el mundo, no a hacer en él grandes prodigios, sino a ser manso y humilde de corazón. ¿Quieres ser grande? Comienza entonces por ser pequeño. ¿Tratas de levantar un edificio grande y elevado? Piensa primero en la base de la humildad. Y cuanto más trates de elevar el edificio, tanto más profundamente debes cavar su fundamento. ¿Y hasta dónde ha de tocar la cúpula de nuestro edificio? Hasta la presencia de Dios” (San Agustín. Sermones, 69,2).
Que
así sea.