Lunes 13º del TO

 Lunes 13º del TO 

Mt 8, 18-22                     

Queridos hermanos: 

El Reino de los Cielos requiere cortar con el mundo. Todo se debe posponer para su realización. Ni la familia es un valor absoluto frente a él, cuando aparece la llamada de seguir a Cristo, que supone una precariedad en el desprendimiento, como en las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa. Sólo quien descubre su valor lo sabe apreciar, como decía san Pablo: “Todo lo tuve por basura con tal de ganar a Cristo.

Si el cometido del hombre sobre la tierra es conseguir la salvación mediante su incorporación al Reino de Dios, hacerla presente a los hombres a través del anuncio del Evangelio, es prioritario respecto a cualquier otra realidad de esta vida.

          Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío, y misión, que se van perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la vida, a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero siendo miembros de un cuerpo tenemos también distintas funciones, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, del cuerpo, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

La carne y la sangre tienen también su propia solicitación a través de los afectos y de las demás fuerzas de la naturaleza, que es necesario distinguir de la llamada, ya que Dios y su llamada están en un plano sobrenatural, al cual es atraído el hombre elegido por Dios para una misión, en la que su existencia alcance su plena realización, contribuyendo a la edificación del Reino de Dios sobre la tierra. Todo proyecto humano debe posponerse al plan de Dios, cuyo alcance trasciende nuestras limitaciones carnales y espacio-temporales, situándolo en una dimensión de eternidad.

Mientras los “muertos” sometidos por las consecuencias del pecado continúan enterrando a sus difuntos, los llamados de nuevo a la vida por la gracia del Evangelio, invocando al Espíritu, abren los sepulcros de los muertos y arrancan sus cautivos al infierno.

Nadie puede arrogarse semejante misión, que requiere en primer lugar el poder de restablecerse a sí mismo de nuevo en la vida, para lo cual necesita escuchar la voz de su Redentor que le dice: “Yo soy la resurrección y la vida; ¡Tú, ven y sígueme!

Hay muchas motivaciones para querer seguir a Cristo y muchos pretextos para postergar su llamada. Seguir a Cristo, poner la propia vida a su servicio, supone una renuncia superior a las propias fuerzas, que sólo la gracia particular de la llamada del Señor hace posible, permitiendo al hombre negar los imperativos de la carne que desea realizarse humanamente: con el éxito, la estima de los otros, el afecto humano, y el bienestar engañoso que le ofrece el mundo.

Es Dios quien discierne y llama a quien quiere, dándole su gracia, pero es el hombre quien libre y diligentemente debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin mirarse a sí mismo, sino a quien lo llama, situándolo con su respuesta en el lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y prioridades de la carne.

La voluntad humana debe dar paso a la de Dios, sea para acoger o para rechazar la llamada, que es siempre iniciativa de Dios. 

Que así sea.

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Domingo 13º del TO C

 Domingo 13º del TO C

(1R 19, 16b.19-21; Ga 4, 31b-5,1.13-18; Lc 9, 51-62) 

Queridos hermanos: 

          Hoy la palabra nos presenta la llamada y el seguimiento para la misión. Ya desde el Antiguo Testamento, como dice la primera lectura, es Dios quien designa, llama y unge a los profetas y a los reyes, como hará después Cristo con los apóstoles y los enviados para el anuncio del Reino, como una elección ante la cual todo debe ser pospuesto. La llamada y el envío no dependen de nuestra iniciativa, sino de la voluntad libre, del amor de Dios, a la cual se debe responder también libremente, con la obediencia de nuestro amor. El que está todavía esclavo de este mundo y sus concupiscencias no puede responder a esta llamada que supone siempre un negarse a sí mismo.

Hay muchas motivaciones para querer seguir a Cristo y muchos pretextos para postergar su llamada. Seguir a Cristo, poner la propia vida a su servicio, supone una renuncia superior a la naturaleza caída, que sólo la gracia particular de la llamada del Señor hace posible, permitiendo al hombre negar los imperativos de la carne que desea realizarse humanamente con el éxito, la estima de los otros, el afecto humano, y el bienestar engañoso que le ofrece el mundo.

Es Dios quien discierne y llama a quien quiere, dándole su gracia, pero es el hombre quien libre y diligentemente debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin mirarse a sí mismo, sino al que lo llama; gracia que lo sitúa con su respuesta en el lugar que le corresponde, por encima de intereses y prioridades humanas.

Quienes Cristo ha liberado, como dice la segunda lectura, pueden ya no vivir para sí mismos, sino para Aquel que murió y resucitó por todos. Si hemos recibido una vida nueva en él, por su Espíritu, vivimos para él, de manera que el Evangelio llama “muertos” a quienes no han recibido aún esta vida. Los lazos de la carne y de la sangre han quedado atrás, de forma que a quienes empuñan el arado de la misión, para abrir surcos a la semilla de la Palabra, no les es posible avanzar, si continúan ligados a lo carnal, que les retiene anclados al pasado anterior a la vida nueva en Cristo, que los esclaviza y los paraliza por el miedo a la muerte (cf. Hb 2, 15). “El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no es apto para el Reino de Dios.” Por eso, como dice San Pablo: “Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta” (Flp 3, 13).

La Eucaristía viene en nuestra ayuda invitándonos a acoger a Cristo que sube a Jerusalén y a subir con él, que ha venido a abrir las puertas del Reino a quienes gimen en la esclavitud del diablo, a los cuales nos envía diciendo: “Deja a los muertos que entierren a sus muertos; tu vete a anunciar el Reino de Dios.” 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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El Sagrado Corazón de Jesús C

 Sagrado Corazón de Jesús C

(Ez 34, 11-16 ; Rm 5, 5-11; Lc 15, 3-7) 

Queridos hermanos: 

Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.  Aunque se tienen noticias de esta devoción desde la Edad Media (s. XII), y después con los misioneros jesuitas y San Juan Eudes, no es hasta 1690 que comienza a difundirse con fuerza, a raíz de las revelaciones a Santa Margarita María Alacoque. 

Clemente XIII, en 1765 permite a los obispos polacos establecer la fiesta, en esta fecha, del viernes siguiente a la octava de Corpus Christi pero será Pío IX en 1856, quien la extienda a toda la Iglesia. Después León XIII consagrará al Corazón de Jesús todo el género humano. Pío XII el 15 de mayo de 1956 publica su encíclica: Haurietis Aquas, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. 

Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, en la que la liturgia de la Iglesia nos lleva a contemplar el amor misericordioso de Cristo, Buen pastor, por nosotros, por el que ha padecido la pasión, derramando su sangre, y por el que su costado ha sido traspasado por la lanza del soldado, manando sangre y agua, en la que los Padres ven los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo que fundan la Iglesia y la mantienen en medio de las dificultades de la vida cristiana. 

La clave de lectura de toda la creación, de toda la historia de la salvación y de la redención realizada por Cristo es el amor de Dios. Pero el amor no es una cosa meliflua sino la donación y la entrega que lo hacen visible en la cruz de Cristo, por la que el Buen Pastor sale en busca de la oveja perdida: “Mi alma está angustiada hasta el punto de morir”; esto es: “¡muero de tristeza y de angustia por ti! Eso son palabras de amor en la boca de Cristo, que se hacen realidad en su entrega. 

La Eucaristía viene a introducirnos en este corazón abierto de Cristo, que nos baña con su amor. 

Que así sea.

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Martes 12º del TO

 Martes 12º del TO

Mt 7, 6.12-14 

Queridos hermanos: 

          Parece absurdo que todo lo bueno sea difícil y todo lo malo fácil, si no tenemos en cuenta que, la naturaleza humana ha quedado dañada por el pecado, que ha alejado al hombre de Dios, haciéndolo tender al mal, sea encerrándolo en sí mismo, o simplemente haciéndolo dependiente de las tendencias carnales contrarias a las del espíritu. Las tendencias de la carne predominan por la concupiscencia, y para que el espíritu las venza, hay que combatirlas con el Don de Dios. El hombre necesita ser redimido desde fuera, como dice san Pablo: “Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte.” “El que no nazca de nuevo, no puede entrar en el Reino de Dios.” “El vino nuevo, en odres nuevos. Atención a los “perros” que regresan a su vómito, y a los “puercos”, que regresan a su impureza, como previene Pedro (2P 2, 21-22). 

          La vida en Cristo como hemos visto a lo largo del Sermón de la Montaña es una superación de la religión y de la moral, que nace de la vida nueva en el Espíritu, y que no sólo consiste en no hacer el mal, en no pecar, sino en amar, cosa que ya la ley y los profetas proponían como el camino de la vida: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. El hombre debe ser liberado del pecado, y el amor de Dios debe ser derramado en su corazón. El amor, en efecto, es donación, muerte de sí, mientras el temor a la muerte es consecuencia del pecado.

En el libro de Tobías ya se decía: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan.” El Evangelio lo dice en positivo. Hay que hacer el bien, y no sólo evitar el mal. Pero esto requiere como decíamos una nueva naturaleza que procede de la fe en Cristo: “Vino nuevo, en odres nuevos”, y por eso: “No deis a los perros lo que es santo.” Como se lee en la “Doctrina de los doce Apóstoles”: El que sea santo, que se acerque. El Evangelio dice: “Muchos creyeron en Cristo, pero Jesús no se confiaba a ellos, porque conocía lo que hay en el hombre.”

          Podemos decir que, por el pecado el bien ha sido encerrado bajo llave y que sólo la cruz de Cristo puede abrir sus cerrojos con el mucho padecer, del que habla san Juan de la Cruz, lo cual es poco menos que imposible a quien está sujeto al temor a la muerte, que lo mantiene esclavo del diablo. Al hombre que ha gustado la muerte, le aterroriza su solo recuerdo, y lo incapacita para enfrentarse a ella y romper sus cadenas. Amar, en lo que tiene de auto negación, y de inmolación, es imposible a quien no ha sido liberado de la esclavitud y ha vencido la muerte. “Sin mi, no podéis hacer nada”, dice Jesús.

          Para entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida, es necesaria la iluminación de la cruz que procede de la fe y que franquea el paso al árbol de la vida que está en el centro del Paraíso: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”, dice el Señor. 

          Que así sea.

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Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo C

 Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

(A: Dt 8, 2-3.14-16; 1Co 10, 16-17; Jn 6, 51-59)

(B:  Ex 24, 3-8; Hb 9, 11-15; Mc 14, 12-16.22-26)

(C:  Ge 14, 18-20; 1Co 11, 23-26; Lc 9, 11-17)

 Queridos hermanos: 

Más conocida como la fiesta del “Corpus Christi”, tiene su origen remoto en el surgir de una nueva piedad eucarística en el Medioevo, que acentuaba la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Las revelaciones a la beata Juliana, dieron origen a la fiesta en 1246 de forma local, hasta que el Papa Urbano IV, la extendió a toda la Iglesia en 1264. Con todo, sólo en 1317 fue publicada la bula de Juan XXII, por la que la fiesta fue acogida en todo el mundo.

En el siglo XV y frente a la Reforma protestante, la procesión del Corpus adquiere el carácter de profesión de fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

En 1849, Pio IX instituye la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, hasta que en el nuevo calendario ambas fiestas se funden en la: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacramento de su cuerpo y de su sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua: muerte y resurrección, es cuerpo que se entrega y sangre que se derrama para perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que espía los pecados, y trae la paz, la libertad y la salvación comunicando vida eterna.

          Superando la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano, para retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Y dice San Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros.”  Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornándolo a la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre (dice Jesús): que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. «El espíritu es el que da vida; Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Comer la carne de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la salvación del mundo.

          Habiendo gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también al centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de Cristo, pasa a quien se une a él en el sacramento de nuestra fe, que es su cuerpo, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos” dando acceso de nuevo al paraíso. Como dice San Pablo: Ahora, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1Cor 12,27).

          Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena, dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

          Las lecturas del Ciclo A nos presentan el maná, figura del pan del cielo que es Cristo, que baja del cielo y da la vida al mundo. La Eucaristía es su sacramento que nos hace uno en él y nos comunica vida eterna.

El Ciclo B nos presenta la sangre de la alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de Cristo, que sella con los hombres una alianza eterna, con la irrupción del Reino de Dios.

En el Ciclo C, el rey sacerdote Melquisedec figura de Cristo, bendice a Dios y a Abrahán padre de los creyentes; mediando entre Dios y los hombres, presenta a Dios la ofrenda, y alcanza para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino, figuras también de la propia entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre, alianza nueva y eterna, por cuyo memorial serán saciados y bendecidos todos los hombres, en la fe de Abrahán.

          Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Bernabé apóstol

 San Bernabé, apóstol

Hch 11, 21-26. 13, 1-3; Mt 10, 7-13 

Queridos hermanos: 

          El Reino de Dios es el acontecimiento central de la historia que se hace presente en Cristo y se anuncia con poder. La responsabilidad de acogerlo o rechazarlo es enorme, porque lleva en sí la salvación de la humanidad. Los signos que lo anuncian son potentes contra todo mal incluida la muerte. Acogerlo, implica recibir a los que lo anuncian con el testimonio de su vida, porque en ellos se acoge a Cristo y a Dios que lo envía.

          En su infinito amor, Dios tiene planes de salvación para con los hombres, y así José es enviado por delante de sus hermanos a Egipto. Pero aún con su poder, sus planes no se realizan por encima de la libertad de los hombres, lo cual implica las consecuencias de sus pecados: la envidia de los hermanos de José, la lujuria de la mujer de Putifar, y en el caso de Cristo, la incredulidad de los judíos y todos nuestros pecados, que le proporcionan su pasión y muerte.

          También sus discípulos enviados a encarnar la misión del anuncio del Reino, van con un poder otorgado por Cristo, que no les exime de la libertad de quien los recibe y por tanto de las consecuencias de su rechazo o de su acogida.

          Con todo, queda de manifiesto la importancia del anuncio del Reino, ante el cual todo debe quedar relegado y pasar a ocupar su lugar. Lo pasajero debe dar lugar a lo eterno y definitivo; lo material a lo espiritual; lo egoísta al amor

          Esta palabra nos presenta la misión. Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión, que se va perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero hay también distintas funciones como ocurre con los distintos miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

          Es la misión la que hace al misionero; Amós es llamado y enviado sin ser profeta. Nosotros somos llamados por Cristo a llevar a cabo la obra de Dios para saciar la sed de Cristo que es la salvación de los hombres. Esta salvación debe ser testificada por testigos elegidos por Dios desde antes de la creación del mundo a ser santos por el amor.

          Dios quiere hacerse presente en el mundo a través de sus enviados, para que el hombre no ponga su seguridad en sí mismo, sino en él. Constantemente envía profetas, y da dones y carismas que purifiquen a su pueblo, haciéndole volver a Dios y no quedarse en las cosas, en las instituciones o en las personas.

          Cristo, es enviado a Israel como “señal de contradicción”. Lo acojan o no, Dios habla a su pueblo a través de su enviado. Por su misericordia, Dios fuerza al hombre a replantearse su posición ante él, y así le da la posibilidad de convertirse y vivir.

          En estos últimos tiempos, en los que la muerte va a ser destruida para siempre, Cristo envía a los anunciadores del Reino, preparando el “Año de gracia del Señor”.

          El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios. 

          Que así sea.

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