Santos Cirilo y Metodio

 Santos Cirilo y Metodio

Hch 13, 46-49; Lc 10, 1-9 

Queridos hermanos: 

          Hoy celebramos la fiesta de los santos Cirilo y Metodio, evangelizadores de los países eslavos, testigos del Evangelio y de la acción de Dios. No hay mejor forma de hacerlos presentes que, con el Evangelio de la misión de los setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños y con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida Nueva.

          Si ciertamente es importante su obra, más importante es el testimonio de su vida, entregada al servicio del Señor en la evangelización, contribuyendo a la propagación de la fe, haciendo de su vida un culto espiritual a Dios por la predicación del Evangelio, verdadera liturgia de santidad. Ciertamente es una gracia haber sido llamados a encarnar la misión del enviado del Señor, pero su gloria es haberla aceptado, y gastando su vida siguiendo en la Regeneración del mundo, a aquel que murió y resucitó para salvarnos. Cuanta gente malgasta su vida en sobrevivir, sin más fruto que tratar de satisfacer su propia carne, a riesgo de frustrarse a sí mismo en su vocación al amor.

Los discípulos son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel, de quien son enviados a dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom., 17, 1-4.7s). Decía san Pablo: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en ella.

Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo, como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en la libertad y en la humildad de quienes lo presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la omnipotencia del amor.

También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fueron  Cirilo y Metodio, y todos los demás discípulos, cuyos nombres están unidos a la historia de la Iglesia, y cuyos hechos contemplamos como acciones del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando a la humanidad.

          En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los hijos de Dios; la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).

          A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, y esta festividad mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre. 

          Que así sea.

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Nª Sª de Lourdes

 Nuestra Señora de Lourdes

Is 66, 10-14; Jn 2, 1-11 

Queridos hermanos: 

En esta fiesta de la Virgen María, el Señor nos habla de su amor con su pueblo, mostrándonos sus entrañas de misericordia, en las que los exégetas han visto plasmada la maternidad divina, de forma que decir Dios Padre Misericordioso, equivale a decir Dios Padre y Madre.

El Evangelio nos muestra en esta primera señal, la anticipación de aquella sangre con la que realizará los esponsales definitivos y eternos que Dios sellará efectivamente con su pueblo, cuando se apiade de su miserable condición, en la que falta el vino del amor, la fiesta y la alegría, y selle con ellos una alianza eterna, entregándoles el Espíritu de Cristo. Será el Espíritu, quien derramará en el corazón de los fieles el amor de Dios, y con él, la fiesta, y la alegría del perdón y la misericordia. Así la Iglesia, esposa de su amor, será embellecida, sin mancha ni arruga y adornada de los carismas con los que el Esposo la habrá enriquecido.

 El que Cristo acuda a estas bodas con su madre, puede entenderse como un acontecimiento familiar, de parentela o de vecindad, pero que se haga presente con sus discípulos, anuncia, además, una nueva familia y una nueva vida, en la que después del bautismo es conducido por el Espíritu Santo, con la misión de salvar a la humanidad. No está presente sólo, por tanto, el hijo de María, sino el Cristo, el Maestro y el Señor, que viene a proveer el vino nuevo del amor de Dios, mediante el perdón del pecado de la humanidad, cuya madre fue aquella “mujer”, Eva, que alargó su mano al árbol prohibido. Ahora, subiendo a Jerusalén, entregará a la nueva “mujer”, María, una nueva descendencia nacida de la fe y redimida del pecado, representada por el discípulo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. También nosotros, en ella, “tenemos a nuestra madre”, porque si de Eva nos vino la ruina, de María nos ha venido el Salvador y la gracia.

Como a los criados, también a nosotros, María nos dice: “Haced lo que él os diga”. Pero Cristo ha dicho a los sirvientes: “Llenad las tinajas de agua”. Esto es algo, que estaba en su capacidad, nada importante ni trascendente que puede parecer irrelevante, e incluso sin ningún sentido en aquel trance. Por supuesto, es Cristo quien iba a derramar su sangre para traernos el vino nuevo, pero a nosotros se nos pide, apenas, prepararle el agua. También en nuestra vida, Dios puede pedirnos cosas que no comprendemos, y si no estamos dispuestos a sacrificar nuestra razón, no dejamos actuar al Señor, que quiere transformar nuestra agua en el vino nuevo de su amor.

 

Que así sea.

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