Domingo 23º del TO B
(Is 35, 4-7; St 2, 1-5; Mc 7, 31-37)
Queridos hermanos:
Jesús
es el enviado de Dios; es Dios mismo que se hace nuestro prójimo y viene a
salvar destruyendo la acción del mal en el hombre y en la creación entera, como
anuncia la primera lectura. Como signo de esta restauración, la naturaleza es
sanada. Lo mismo que en la primera creación “todo
era bueno”, en la nueva creación “todo
lo hace bien”, como dice el Evangelio. El mal con el que la creación ha
sido herida por nuestros pecados, ha sido sentenciado, y sus días están
contados; no tiene ya futuro sobre la tierra porque ha llegado la misericordia
de Dios a recrearlo todo de nuevo con su salvación.
Con todo, Cristo no quiere ser
confundido con un Mesías temporal que viene a solucionar los problemas de este
mundo instaurando un “estado de bienestar” intramundano, e impone el silencio a
quienes favorece con los signos de su mesianismo espiritual como en tantas
otras curaciones, para llevar al hombre a la trascendencia de la fe.
Sabemos que las promesas anunciadas
por el profeta Isaías en la primera lectura, no se agotan en una restauración
física con una vigencia tan breve como esta vida. Si Dios es luz de amor y
palabra creadora y omnipotente, hay una ceguera y una sordera mucho más
terribles que las del cuerpo, porque impiden que nuestro espíritu se abra a la
virtud divina que implica eternidad de amor. ¡Effetá!, es pues, un evangelio de
misericordia omnipotente que brota de la iniciativa amorosa de Dios.
El corazón, seno del encuentro vital
con el Señor, tiene unas puertas que lo acogen a través de los sentidos, ya sea
como Palabra, como luz, como belleza, como don, y fructifica en nosotros: mente
y voluntad, como fe, como alabanza y caridad que se dona agradecida en comunión
de amor. Todos los límites, barreras y obstáculos, se desvanecen ante el “dedo”
de Dios que cimbra el ser compartido de la creación entera: ¡Effetá!; la
salvación llama a nuestra puerta. Porque: “Con
el corazón se cree para conseguir la justicia (como dice san Pablo; la fe viene por el oído y necesitamos escuchar),
y con la boca se proclama para alcanzar
la salvación, y así podamos testificar. Cristo, tocando al enfermo, entra
por los sentidos del sordo para sanarlo; mete el dedo en sus oídos como puso
barro con su saliva en los ojos del ciego.
Necesitamos que nuestros oídos se
abran a la Palabra y quizá como el sordo del Evangelio, que alguien nos presente a Cristo como en el
caso también del paralítico, y que venza nuestra incapacidad de escuchar
introduciendo su dedo en nuestro oído enfermo; el dedo de Dios que gravó sus
preceptos de vida en las tablas de piedra para Moisés, y que nos conceda un
encuentro personal con él, separándonos de la gente, para curarnos, centrando
nuestra atención en él, e intercediendo por nosotros con gemidos inefables ante
el Padre. Hay ocasiones extremas en las que la oración, requiere pasar a la
acción heroica de un amor, por el que se niega uno a sí mismo en favor del
otro; que no sólo implica nuestra preocupación o nuestro tiempo, sino que
incluso requiere involucrar nuestro dolor o nuestra propia vida, como al “abrir el techo encima de donde él estaba”,
y que el evangelista interpreta diciendo: “la
fe de ellos”. Así ha hecho Cristo por nosotros.
Después del tiempo que llevamos escuchando su palabra y tocando a Cristo en los sacramentos, podría decirnos como a aquel ciego que no acababa de curarse: “¿Ves algo?, ¿oyes?, ¡habla!
Proclamemos juntos nuestra fe.