Domingo 2º del Tiempo Ordinario C


Domingo 2º C
Is 62, 1-5; 1Co 12, 4-11; Jn 2, 1-12


Queridos hermanos:

La palabra de este segundo domingo del tiempo ordinario, en un contexto de bodas, nos habla del amor eterno de Dios, y nos presenta a Cristo, que comienza su misión con sus primeros discípulos, lanzándonos a la esperanza de la plenitud en su Reino, “donde su salvación llamee como antorcha”.

 El Evangelio nos muestra en esta primera señal del Señor la anticipación de aquella, su “hora”, en la que derramará el vino nuevo de su sangre teniendo por testigos al discípulo y a la madre, a la que llamará “mujer”, como nexo de unión entre el vino bueno dejado para el final y su sangre; entre el primer árbol de la seducción de la mujer, y el segundo, de la vida, al que de nuevo tendrá acceso su descendencia una vez aplastada la cabeza de la serpiente.

En la primera lectura se anuncian proféticamente los esponsales definitivos y eternos que Dios sellará efectivamente con su pueblo, mediante la sangre de Cristo, cuando se apiade el Señor de su miserable condición, en la que falta el vino del amor, la fiesta y la alegría, y selle con ellos una alianza eterna, con la entrega del Espíritu de Cristo. Será el Espíritu, como dice la segunda lectura, quien derramará en el corazón de los fieles el amor de Dios, y con él, la fiesta, y la alegría del perdón y la misericordia. Así la Iglesia, esposa de su amor, será embellecida, sin mancha ni arruga y adornada con los carismas con los que el Esposo la habrá enriquecido.

 El que Cristo acuda a estas bodas con su madre puede entenderse como cosa de familia, de parentela o de amistad, pero que se haga presente con sus discípulos, remite, más bien, a su  nueva familia y a su nueva vida, que después del bautismo es conducida por el Espíritu Santo para la misión de salvar a la humanidad. No está allí sólo, por tanto, el hijo de María, sino el Cristo, el Maestro y el Señor que viene a proveer el vino nuevo del amor de Dios, mediante el perdón del pecado, a la humanidad, cuya madre es aquella “mujer” que alargó su mano al árbol prohibido. Para eso deberá asumir una “hora” subiendo a Jerusalén, y allí entregar a la nueva “mujer”, María, una nueva descendencia nacida de la fe y redimida del pecado, representada por el discípulo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Nosotros, en ella, “tenemos a nuestra madre”, porque si de Eva nos vino la muerte, de María nos ha venido la salvación y la vida.

Proclamemos juntos nuestra fe.
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