Domingo 3º del Tiempo Ordinario C


Tercer domingo del tiempo ordinario C
Ne 8, 2-4.5-6.8-10; 1Co 12, 12-30; Lc 1, 1-4; 4, 14-21.

Queridos hermanos:

Dios ha manifestado a su pueblo su palabra por inspiración de su Espíritu, los hombres han profetizado hablando en su nombre y se han escrito sus oráculos para nuestra edificación, apuntando siempre a una plenitud de salvación en la persona del “Profeta” por excelencia (Dt 18, 15-18) que encarnaría su Palabra, dándonos su Espíritu sin medida. La Iglesia ha reconocido como inspirados cuatro Evangelios, de los muchos que se han escrito.
El Evangelio según san Lucas nos muestra hoy el comienzo de la predicación de Jesús en Galilea admirado por todos, sorprendidos por las palabras llenas de gracia que salen de su boca, tratándose de Jesús, el hijo de José, a quien creen conocer bien.
Cristo se presenta reivindicando para sí mismo el misterio sobre la profecía mesiánica de Isaías (Is 61, 1-2), lo que le acarreará la ira de sus paisanos de los versículos 28 y 29. Él es el ungido (Cristo) del Señor que abre el “año de gracia” y quien debe asumir sobre sí el “día de venganza de nuestro Dios”, con el que termina el versículo 2 del oráculo de Isaías, y que Jesús no menciona de momento, como lo hará después a sus discípulos, para no alimentar las falsas expectativas mesiánicas con su ministerio.
Con este oráculo, en efecto, el pueblo esperaba la eliminación de injusticia reinante, una liberación temporal, de tipo político, con la consiguiente humillación de sus opresores los romanos, y no entraba en sus cálculos una redención que en primer lugar implicara para ellos una llamada a conversión, que alcanzara también a los enemigos (cf. Is 63, 4). Trascendiendo los límites de su elección personal como pueblo consagrado a Dios y pueblo de su propiedad, acogería también a los demás pueblos, haciéndolos objeto de una misericordia divina, tan grande como su justicia. Cristo, con su entrega, va a satisfacer tanto la una como la otra, obteniendo así la complacencia del Padre (cf. Is 42,1; Mt 3, 17). Dios no va a bendecir la corrupción saducea, la actitud cismática de los esenios, el rigorismo fariseo, ni el terrorismo de los zelotes, abriendo el “año de gracia” a través de la entrega de su Hijo.
Dios es amor, y su palabra es siempre un testimonio suyo que viene a curar y salvar, por lo que aun cuando reprenda y corrija llamando a conversión, debe siempre recibirse con gozo y con reverencia, porque en ella están nuestra alegría y nuestra fortaleza como nos ha mostrado la primera lectura.
San Pablo nos presenta la comunión entre los miembros de Cristo congregados por la efusión de su sangre, que derribando el muro del odio que separa a los pueblos, crea un culto común de adoración al Padre, en Espíritu, y Verdad, y hace de judíos y gentiles un nuevo pueblo, con una nueva cultura, que forma una nueva civilización en el amor.
La Eucaristía viene a encontrarnos en nuestra situación de viadores para introducirnos en su misterio de gracia y santificación, fortaleciendo nuestra adhesión a Cristo, Palabra del Padre, Luz de las gentes y Pan de vida eterna.

Proclamemos juntos nuestra fe.
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