Domingo 26º del TO B

 Domingo 26º del TO B 

(Nm 11, 25-29; St 5, 1-6; Mc 9, 38-48) 

Queridos hermanos: 

Dios quiere la salvación y la Vida del hombre, que por su libertad tiene enemigos que se le oponen, y por su concupiscencia debilidades que lo limitan y hacen necesaria la ayuda de Dios, que lo ama, y le proporciona auxilio con sus enviados, con las gracias de sus palabras y sus acciones, que el hombre debe acoger y defender, para resistir el sufrimiento que le proporciona el combate. Empleando el simbolismo del Evangelio, el hombre debe fortalecerse con la sal, capacidad de sufrimiento de la que le provee la cruz, frente al fuego del sufrimiento y los tropiezos que el enemigo, el mundo y la carne le oponen.

El Reino de Dios está donde está el Espíritu y se hace notorio por las obras que realiza en los que lo reciben. Como ocurre a los ancianos de la primera lectura, no son las estructuras externas las que hacen al profeta, sino la elección libre de Dios con el don de su Espíritu. Para recibir el Espíritu se necesita la fe, como don de Dios que el hombre debe aceptar y defender frente a la seducción del mal, que le pone tropiezos (escándalos), para hacerlo caer en la iniquidad. Es entonces cuando se pierde el Espíritu, que se retira porque no puede convivir con la maldad: “¡Apartaos de mi todos los agentes de iniquidad; jamás os conocí!” (Mt 7, 23).

          Santiago, en la segunda lectura, presenta el amor al dinero, como la gran piedra de tropiezo ante la fe, ante el Espíritu, y en definitiva ante el amor de Dios, que suplantado por el dinero en el corazón del hombre, lo cierra a la caridad, privándolo de la salvación de Cristo.

Lo que muestra a la persona verdaderamente, son sus obras y no, sus fantasías, intenciones y deseos. Son los frutos de que habla el Señor en el Evangelio: “Por sus frutos los conoceréis.”(Mt 7, 16). En sus obras, la persona implica su mente y su voluntad: su corazón, y el Espíritu aporta la capacidad de vencer el mal, en este cuerpo que lleva a la muerte. “Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo” (Rm 7, 24-25). Santa Teresa decía que el hombre está lleno de fantasías, pero lo que realmente tiene valor en él, es esa pequeña parte que son sus obras. Juan Pablo II, antes de ser Papa, escribió “Persona y acción”, para expresar precisamente esta relación entre la persona y sus obras.

El hombre debe abrir las puertas de su corazón a Cristo y al amor de los hermanos, removiendo los obstáculos que lo apartan de la caridad, aunque le cueste tanto como el sufrimiento de arrancarse el ojo o cortarse la mano. Así es como hace la serpiente con tal de salvar la cabeza. La cabeza del hombre es la fe, garantía de lo perdurable frente a lo perecedero.

Unámonos al don de Cristo diciendo amén a la voluntad de Dios que se hace sacramento de vida eterna en su cuerpo entregado y en su sangre derramada. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

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