Domingo 16º del TO C
Ge 18,
1-10ª; Col 1, 24-28; Lc 10, 38-42
Queridos hermanos, la Palabra de Dios nos presenta hoy el don sagrado de la acogida y la hospitalidad. En la tradición bíblica, estas virtudes han sido siempre sagradas, pero hoy las contemplamos como algo aún mayor: como la acogida misma de Dios, que se revela a quienes tienen el discernimiento de la fe, como Abrahán en Mambré y María en Betania.
Dios no siempre se manifiesta de manera
evidente. A menudo, se acerca a nosotros a través de rostros inesperados, de
acontecimientos cotidianos que, si los acogemos en la fe y la caridad, nos
permiten recibir el más grande de los dones: la vida eterna.
El Evangelio nos habla de María y Marta.
¿Qué significa eso de “elegir la parte buena”, que no será quitada a María?
¿Por qué Marta es dulcemente corregida mientras María es alabada? María, al
sentarse a los pies de Jesús, adopta la actitud del discípulo. Lo escucha, lo
reconoce como Maestro, y bebe sus palabras como fuente de vida.
Esa es la parte buena: una fe activa
como la de Abrahán, que acoge al Señor con esperanza; como la de Pablo, que
recibe a Cristo en la cruz, comprendiendo el misterio de salvación universal
que se ha manifestado en Él. Cristo no vino a ser agasajado, sino a evangelizar.
Lo dice el Evangelio: “El que ve al Hijo y cree en Él, tiene vida eterna, y
yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 40).
Mientras Marta sirve con amor humano,
María cree en Cristo y lo ama como discípula. Marta quiere dar, María se abre a
recibirlo todo. Marta, en su entrega, llega incluso a recriminar al
Señor y juzgar a su hermana, convencida de que “primero es la obligación y
luego la devoción”. Pero el que atribuye su bondad al cumplimiento, olvida que todo
es gracia y don. La ley por sí sola no salva, lo hace la caridad,
verdadero corazón de esa ley.
El afecto humano busca reconocimiento,
pero la fe salva gratuitamente. Marta honra en la carne; María glorifica
en el espíritu. Así, la Palabra nos muestra dos caminos: uno natural y otro
sobrenatural. Y aunque ambos tienen valor, sólo uno es llamado por Jesús la
parte buena.
María, como discípula, se ha encontrado
con el Señor y se ha sentado a sus pies, como la amada del Cantar que exclama: “Encontré
el amor de mi vida, lo abracé y no lo dejaré jamás.” Nadie se lo quitará,
porque ese amor brota de la fe.
Preguntémonos, entonces: ¿en nuestro
servicio al Señor, buscamos compensaciones o reconocimiento? ¿Estamos más cerca
de Marta que de María? ¿Vivimos en la letra, o en el espíritu? Que nuestro amor
madure hasta volverse espiritual y universal, como el de Dios, que
hace salir su sol sobre buenos y malos, y envía la lluvia también sobre los
pecadores.
La Eucaristía, finalmente, nos invita a
elegir, con nuestro ¡Amén!, la parte buena, que es el Señor. A recibir
de Él, gratuitamente, por la fe, el Espíritu; por el Espíritu, el amor; y por
el amor, la vida eterna.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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