Lunes 16º del TO

Lunes 16º del TO

Mt 12, 38-42

La señal del Señor en la predicación

Queridos hermanos:

Para quien acoge la predicación, todo se ilumina; mientras que quien se resiste a creer permanece en las tinieblas. Dios se complace en el corazón que confía en Él contra toda esperanza y lo glorifica quien pone su vida en sus manos. Como dice la Escritura: “Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará”.

Es Dios quien suscita la fe, no para imponerla, sino para enriquecer al ser humano mediante el amor. Por medio de su gracia, nos hace gustar la vida eterna. Él dispone las bendiciones necesarias para la conversión de cada persona y de cada generación. Los ninivitas, la reina de Saba, los judíos del tiempo de Jesús… y nosotros también, hemos recibido el don de la predicación como testimonio de su Palabra, que siembra vida en quien la escucha y la guarda.

Desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, el pueblo de Israel pedía signos. Pero ni así se convertía. De igual modo, los contemporáneos de Jesús no podían ver las señales que Él realizaba, porque no tenían ojos para ver ni oídos para oír. Pedían una señal del cielo. Y Cristo, dolido por la cerrazón de su incredulidad, reconocía: no habrá señal para esta generación que se imponga más allá de las ya realizadas, porque sin fe no hay visión. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte quedará oculta; y sólo podrá “verse” en la predicación de los testigos, como ocurrió con Jonás.

Este no es tiempo de higos, sino de juicio. No de señales, sino de fe. Es tiempo de combate espiritual, de entrar en el seno de la muerte y resucitar, como Jonás, que pasó tres días en lo profundo del mar. Sólo al final, dice el Señor, se verá la señal del Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo.

Jonás ofreció dos señales: la predicación, que tocó el corazón de los ninivitas y los llevó a la conversión; y la de salir del seno de la muerte al tercer día, signo que sólo se anuncia por medio de las Escrituras. En cuanto a Cristo, muchos no aceptaron su predicación, y tampoco pudieron ver su resurrección. Para ellos no hubo más señal que la proclamación de los testigos que Él mismo eligió. 

El verdadero significado de las señales sólo puede percibirse desde la sumisión de la mente y la voluntad que conducen a la fe y a la conversión. Dios nunca se impondrá anulando nuestra libertad. Por eso, toda gracia será purificada en la prueba, y toda fe será acrisolada en el fuego del discernimiento.

Nosotros hemos creído en Cristo. Pero hoy somos llamados a renovar esa fe, no tentándolo al pedir signos extraordinarios, sino suplicando el don de la fe y del discernimiento, que Él concede generosamente a quien lo pide con humildad. Así como sabemos distinguir lo material, pidamos la luz para discernir espiritualmente los acontecimientos de nuestra vida.

Que en la Eucaristía podamos entrar con Cristo en la muerte y resucitar con Él por la potencia de su brazo. Que nos libre de nuestros enemigos que nos acosan y que, como antaño, sean hundidos en el mar.

Amén.

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Domingo 16º del TO C

Domingo 16º del TO C

Ge 18, 1-10ª; Col 1, 24-28; Lc 10, 38-42

Queridos hermanos, la Palabra de Dios nos presenta hoy el don sagrado de la acogida y la hospitalidad. En la tradición bíblica, estas virtudes han sido siempre sagradas, pero hoy las contemplamos como algo aún mayor: como la acogida misma de Dios, que se revela a quienes tienen el discernimiento de la fe, como Abrahán en Mambré y María en Betania.

Dios no siempre se manifiesta de manera evidente. A menudo, se acerca a nosotros a través de rostros inesperados, de acontecimientos cotidianos que, si los acogemos en la fe y la caridad, nos permiten recibir el más grande de los dones: la vida eterna.

El Evangelio nos habla de María y Marta. ¿Qué significa eso de “elegir la parte buena”, que no será quitada a María? ¿Por qué Marta es dulcemente corregida mientras María es alabada? María, al sentarse a los pies de Jesús, adopta la actitud del discípulo. Lo escucha, lo reconoce como Maestro, y bebe sus palabras como fuente de vida.

Esa es la parte buena: una fe activa como la de Abrahán, que acoge al Señor con esperanza; como la de Pablo, que recibe a Cristo en la cruz, comprendiendo el misterio de salvación universal que se ha manifestado en Él. Cristo no vino a ser agasajado, sino a evangelizar. Lo dice el Evangelio: “El que ve al Hijo y cree en Él, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 40).

Mientras Marta sirve con amor humano, María cree en Cristo y lo ama como discípula. Marta quiere dar, María se abre a recibirlo todo. Marta, en su entrega, llega incluso a recriminar al Señor y juzgar a su hermana, convencida de que “primero es la obligación y luego la devoción”. Pero el que atribuye su bondad al cumplimiento, olvida que todo es gracia y don. La ley por sí sola no salva, lo hace la caridad, verdadero corazón de esa ley.

El afecto humano busca reconocimiento, pero la fe salva gratuitamente. Marta honra en la carne; María glorifica en el espíritu. Así, la Palabra nos muestra dos caminos: uno natural y otro sobrenatural. Y aunque ambos tienen valor, sólo uno es llamado por Jesús la parte buena.

María, como discípula, se ha encontrado con el Señor y se ha sentado a sus pies, como la amada del Cantar que exclama: “Encontré el amor de mi vida, lo abracé y no lo dejaré jamás.” Nadie se lo quitará, porque ese amor brota de la fe.

Preguntémonos, entonces: ¿en nuestro servicio al Señor, buscamos compensaciones o reconocimiento? ¿Estamos más cerca de Marta que de María? ¿Vivimos en la letra, o en el espíritu? Que nuestro amor madure hasta volverse espiritual y universal, como el de Dios, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y envía la lluvia también sobre los pecadores.

La Eucaristía, finalmente, nos invita a elegir, con nuestro ¡Amén!, la parte buena, que es el Señor. A recibir de Él, gratuitamente, por la fe, el Espíritu; por el Espíritu, el amor; y por el amor, la vida eterna.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 15º del TO

Sábado 15º del TO

Mt 12, 14-21

El Rostro de la Misión Redentora

Queridos hermanos, en esta Palabra contemplamos al Señor, quien no cesa en su misión salvadora, aunque la sombra de la persecución comienza a extenderse. Aun cuando se cierne el peligro, Él camina con firmeza hacia el cumplimiento de su propósito divino. Y cuando llegue “su hora”, no será otro, sino Él mismo, quien se encamine hacia Jerusalén, la ciudad donde todo verdadero profeta ha de ser consumado según el designio eterno del Padre.

Pero no nos engañemos: el Señor no busca la gloria mundana ni los aplausos de una exaltación pasajera. Él rehúye el éxito que confunde, la fama que distorsiona, y la aclamación que no proviene del amor redentor del Padre. A menudo, nuestra razón —tan limitada y miope frente al plan de Dios— se ve incapaz de reconocer, entre acontecimientos contradictorios, la infinita grandiosidad del amor, la sabiduría y el poder divinos que obrando en silencio tejen la salvación del mundo.

Ya los profetas, inspirados por el Espíritu, habían anunciado lo que concernía a la vida, la palabra y la misión del Mesías. Pero sólo quienes acogen ese mismo Espíritu pueden discernir el significado profundo de los acontecimientos —pasados, presentes y futuros— que revelan el cumplimiento de la voluntad misericordiosa del Padre. Elección, encarnación, predicación, redención: cada una de estas etapas desvela el misterio oculto desde la creación del mundo.

El Verbo eterno, el Hijo predilecto en quien el Padre se complace, ha sido manifestado como el Siervo elegido. En Él la justicia y el derecho cobran vida por medio de una misericordia omnipotente, encarnada en la oblación inaudita de su amor. En su entrega se revela el sendero estrecho que conduce a la vida verdadera. Y por ese camino, Él va en busca de los que se han extraviado por el ancho sendero de la perdición, aquellos que, sin esperanza y sin fuerzas, clamaban por volver al "Pastor y Guardián de nuestras almas".      

          Que así sea.

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Viernes 15º del TO

Viernes 15º del TO

Mt 12, 1-8

“Misericordia quiero, y no sacrificios” (Mt 9,13)

Queridos hermanos:

Partamos de un error común pero profundo: el mal discernimiento que los judíos tenían respecto al sábado. El evangelio nos revela con claridad que el corazón de toda ley divina es el amor. Solo cuando el amor madura en el corazón del creyente, florece el discernimiento, y es entonces cuando se aprende a distinguir entre la letra y el espíritu de la ley, entre lo importante y lo accesorio.

Por eso el Señor les dice: “¿Cuándo vais a entender lo que significa aquello de: ‘Misericordia quiero, y no sacrificios’?” Porque una justicia sin misericordia es crueldad, y nada hay más lejano del verdadero espíritu de la ley. El sábado no es simplemente un precepto: es una invitación al amor. Es una llamada a que el corazón humano se eleve por encima del interés, y se fije en Dios. El sábado es presencia divina que da vida y sentido al hombre más allá de sus ocupaciones y relaciones cotidianas.

Entre los mandamientos de la ley, algunos tienen gran relevancia, como el descanso sabático, pero todos se sostienen sobre un mismo fundamento: el amor. Porque vienen de Dios, que es amor, y buscan edificar al hombre en la gratuidad, la contemplación y la bondad divina.

Ante los conflictos entre la letra y el espíritu de la ley, ¿qué necesitamos? Discernimiento, sí, pero uno que brota del amor. Solo cuando el corazón está lleno de caridad, se puede juzgar rectamente. Las “gafas” para ver al otro sin distorsión son la caridad, porque como nos dice la Escritura: “Yo quiero amor, y conocimiento de Dios” (Os 6,6).

A los que no supieron discernir, Jesús les dice: “Id y aprended qué significa aquello de: ‘Misericordia quiero, no sacrificios’”. Pues el discernimiento, hermanos, distingue lo esencial de lo periférico; capta el alma del precepto, siempre iluminado por la caridad. Mientras la ciencia puede inflar el ego, la caridad edifica (1 Co 8,1), porque es derramada en nuestros corazones por el Espíritu de Dios.

Detrás del discernimiento hay una gran verdad: “Ama y haz lo que quieras”, como enseñaba san Agustín parafraseando a Tácito. Donde hay amor, hay sabiduría; donde falta el amor, sobra la necedad.

La misericordia de Cristo no conoce días prohibidos. Por eso el paralítico toma su camilla en sábado; por eso Jesús toca al leproso y abre corazones a la bendición y a la glorificación de Dios. Eso es el sábado: un día para poner el corazón del hombre en el cielo, su cuerpo y su espíritu.

El sábado nos libera del peso de la maldición que cayó sobre el trabajo, y nos concede un anticipo de la vida, donde Dios será nuestro único sustento eternamente. ¡Qué don tan grande! ¡Qué revelación de su amor!

Que así sea.

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Jueves 15º del TO

Jueves 15º del TO

Mt 11, 28-30

El yugo que salva

Queridos hermanos, hoy la Palabra nos habla del yugo, esa imagen que evoca el trabajo, la entrega, el esfuerzo compartido. El yugo es algo que todos, tarde o temprano, llevamos en esta vida, queramos o no. Y cuando miramos con los ojos de la fe, descubrimos que ese yugo se ha vuelto pesado, no por la voluntad de Dios, sino por el pecado que se ha posado sobre nuestros hombros como una carga que esclaviza y agota. Así lo señala la Carta a los Hebreos: la experiencia de muerte que vivimos como consecuencia del pecado, nos hace sentir que somos siervos del mal, y no hijos de Dios.

Pero el Evangelio de hoy nos ofrece una invitación divina: cambiar el yugo del pecado por el yugo de Cristo. Él no nos impone cargas insoportables. Al contrario, nos dice: “Mi yugo es suave y mi carga ligera”. Su propuesta no es dominar, sino compartir; no es oprimir, sino redimir. Frente a la soberbia que nos hace querer ser dioses, el Señor nos muestra el camino de la humildad: él, siendo eterno y todopoderoso, se hizo pequeño, asumió nuestra carne y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz.

Si el poder del Señor alcanza para crear y gobernar el universo, ¿cuánto más podrá cuidar de nosotros, que somos su creación más amada? Su amor no tiene límites. La misma fuerza con la que puso en marcha las galaxias es la que ha empleado para redimirnos.

Cristo fue enviado por el Padre para liberarnos, para romper las cadenas de la culpa mediante el perdón. Y lo hizo uniéndose a nuestra naturaleza, “uncido” a nuestra debilidad, para arar a nuestro lado. Como dice un antiguo proverbio: “Si quieres arar recto, ata tu arado a una estrella”. Y esa estrella es Cristo, nuestro guía, nuestro yugo de redención.

Rábano Mauro lo expresó con sabiduría: “El yugo del Señor Jesucristo es el Evangelio, que une en una sola unidad a judíos y gentiles”. Llevar ese yugo debe ser nuestro honor, y no nuestra vergüenza. No lo despreciemos, no lo pisoteemos con los pies enlodados por los vicios. Más bien, aprendamos de Él, como dice la Escritura: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (cf. Catena áurea, 4128).

Cristo, por el fuego del amor que ardía en su corazón, se abajó para purgarnos. Como enseñó San Juan de Ávila: “Si el que es alto se abaja, con cuánta más razón el que tiene tanto por qué abajarse no debe ensalzarse. Si Dios es humilde, también el hombre debe serlo” (Audi filia, caps. 108 y 109).

¿Quieres ser grande? Comienza por ser pequeño. ¿Quieres construir algo elevado? Cava primero la base profunda de la humildad. San Agustín lo decía así: “Cuanto más alto quieras levantar el edificio, más hondo debes excavar sus cimientos… para alcanzar la presencia misma de Dios” (Sermones, 69, 2).

Hoy el Señor nos entrega un regalo: su yugo. No es una carga que aplasta, sino una alianza que sostiene. Es el vínculo de amor por el cual aramos juntos el campo de nuestra salvación. ¿Lo aceptarás? ¿Te unirás a Él en la humildad y la mansedumbre que redimen el mundo?           

          Que así sea.

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Miércoles 15º del TO

Miércoles 15º del TO

Mt 11, 25-27

La Revelación del Reino a los Pequeños

Queridos hermanos, ¡maravillosa es la pedagogía del Señor! Él revela los misterios del Reino —la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo— a los discípulos que se hacen “pequeños” por la fe. Aquellos que, en docilidad, someten su mente y voluntad al Dios que se manifiesta en su Palabra. Él, siendo Dios, se humilló tomando la condición de esclavo. Se puso a nuestro servicio, porque es manso y humilde de corazón, y comunica su Espíritu a cuantos creen en Él.

El príncipe de este mundo ha sido juzgado, el pecado ha sido perdonado, y el pecador ha sido justificado. ¡Este Espíritu es el Don de Dios! De él nace el conocimiento del Hijo, y por el Hijo, llegamos al conocimiento del Padre. A través de Él, entramos en comunión con los misterios del Reino. Pero aquellos que se apoyan en su razón ebria de sí, en su soberbia, son vistos desde lejos por el Señor. Porque, como dice la Escritura, tienen ojos y no ven, oídos y no oyen; su corazón se ha endurecido, y han rechazado la gracia de la conversión.

Cristo es nuestro modelo de humildad. Aprendamos de Él a ser mansos y humildes de corazón. Él sometió la grandeza divina a la debilidad humana. Nosotros, por el orgullo, endurecemos la cerviz y fatigamos el espíritu pretendiendo ser dioses. Pero Él, siendo Dios, se inclinó bajo el arado de la cruz. Tomó sobre sí nuestro yugo para cargar con su cruz; nosotros estamos llamados a tomar el suyo, para llevar la nuestra e ir en pos de Él, unidos bajo su yugo.

“Aprended de mí”, dice el Señor, “no a crear mundos ni hacer prodigios, sino a ser mansos y humildes de corazón.” ¿Quieres ser grande? Comienza por ser pequeño. ¿Tratas de construir una torre alta? Cava primero profundo en el suelo de la humildad. Cuanto más alto se quiere edificar, más profundo debe ser su fundamento. ¿Hasta dónde debe tocar la cúpula de nuestro edificio? Hasta la misma presencia de Dios, como enseña san Agustín: hasta donde el corazón humilde alcanza el cielo.

Cristo contempló los signos de la irrupción del Reino y exultó de gozo ante el Padre, en el Espíritu: “El Reino de Dios ha llegado.” Y ¿quién lo recibe? Los pequeños. Aquellos que, por la fe que brota al resonar la predicación en sus corazones, se hacen tierra fértil. Ellos acogen la gracia, se dejan conducir por el Espíritu, y el Padre se revela en quienes se asemejan a su Hijo. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como Cristo en las manos del Padre.

Frente a la soberbia diabólica, Cristo eligió manifestarse en los pequeños. Él mismo se hizo el último, el servidor de todos. Así, cuando un discípulo se hace pequeño por el Reino, permite que quien lo acoge en nombre de Cristo, acoja al mismo Dios que lo envió. El que se presenta con poder y prepotencia no hace presente a Cristo, sino a aquel que se opuso a Él. Por eso, quienes han de ser enviados como discípulos de Cristo, deben hacerse pequeños como niños, para el bien de aquellos que los reciben.

Y no olvidemos esta promesa poderosa: «Y todo aquel que dé de beber tan solo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.» 

           Que así sea.

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Martes 15º del TO

Martes 15º del TO

Mt 11, 20-24

El Juicio de Misericordia y la Urgencia de la Conversión

Queridos hermanos:

Con la llegada de Cristo, irrumpe en la historia el Evangelio de la misericordia divina, que se derrama sobre una humanidad sometida al pecado y a la muerte. La Buena Noticia abre al mundo la posibilidad de una vida eterna, que sólo puede conquistarse por la gracia de Cristo. Ignorarlo o rechazarlo es optar por permanecer en la maldición de la ruptura con Dios, aferrándose a un mundo que seduce con falsedad y se disuelve en la vanidad.

Cada generación ha pasado, como pasará también la nuestra. Pero el Evangelio sigue llamando, sin cesar, a la acogida de Cristo para alcanzar la vida eterna, mientras este mundo continúa rechazando a Dios. En el envío de los setenta y dos discípulos, contemplamos un primer juicio de misericordia ofrecido por medio del anuncio: el Reino de Dios se proclama con poder, pero muchos cierran los ojos ante las señales que lo testifican, y rechazan a quienes lo anuncian, comenzando por rechazar a Cristo mismo.

Aquí nos enfrentamos al profundo misterio de la libertad humana: esa libertad que puede endurecer el corazón del hombre. “Se obstina en el mal camino, no rechaza la maldad.” Rechazar la luz de la misericordia es hundirse voluntariamente en las tinieblas de la muerte. Dios obra milagros en nuestras vidas, y esas obras nos interpelan: nos llaman a la conversión, porque se nos pedirá cuentas de los dones recibidos. “A quien mucho se le confió, más se le reclamará.”

Las gracias que hemos recibido no son gratuitas en su origen: nos han sido dadas por virtud de la sangre derramada de Cristo. Por ello, no pueden rechazarse impunemente. Rechazar a un enviado suyo es rechazar al mismo Cristo, y con Él, a Dios Padre. No es lo mismo pecar por debilidad que despreciar deliberadamente la gracia que se nos ofrece.

Sayal y ceniza —símbolos de penitencia, signos de arrepentimiento ante el pecado y su consecuencia mortal— habrían impetrado la misericordia para ciudades como Tiro y Sidón. Sin embargo, esa misericordia fue rechazada por Corazín (mi misterio), Betsaida (casa de los frutos) y Cafarnaúm (villa muy hermosa), ciudades agraciadas con la presencia del Señor. También sobre Jerusalén se lamentará el Señor, por no haber reconocido el día de su “visita”. Todo cuanto existe cobra sentido cuando se acoge el juicio de misericordia proclamado en el Evangelio. Rechazarlo hunde la creación entera en la frustración. Y como signo visible de ello, Jerusalén fue arrasada, Corazín desapareció, y Cafarnaúm quedó sumergida en las aguas del lago.

La creación, sometida, gime aún en espera de la conversión de los hijos de Dios. Porque todos hemos pecado: unos por carnalidad, otros por soberbia. ¿Quién puede gloriarse de no haber necesitado redención? San Pablo nos recuerda: “Dios encerró a todos en el pecado para tener misericordia de todos” (Rm 11, 32).

El anuncio del Reino lleva consigo una urgente llamada a la conversión, que abre para nosotros las puertas de la misericordia. “Prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.” Somos como aquellas ciudades que gozaron de la compañía del Señor, de su palabra y de sus señales. La incredulidad de esas ciudades representa un desprecio proporcional a las gracias que recibieron.

Y nosotros, que nos unimos al Señor en cada Eucaristía, ¿cómo no responder con generosidad? ¿Cómo no asumir con humildad nuestra responsabilidad? El Reino está cerca: ¡abramos el corazón a la misericordia, y no endurezcamos nuestra voluntad! 

Que así sea.

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Lunes 15º del TO

Lunes 15º del TO

Mt 10, 34-11, 1

“El seguimiento de Cristo: una llamada radical al amor verdadero”

Queridos hermanos, hoy la Palabra nos interpela con fuerza y claridad: seguir a Cristo debe ser la prioridad absoluta de nuestra existencia. Nuestra relación con Él está por encima de toda otra relación; incluso los vínculos más sagrados de la tierra deben ceder ante la comunión con el Hijo de Dios. Lo humano se transforma por lo divino, y la idolatría se desmorona ante la luz de la verdad revelada. En el Reino de Dios, todo adquiere una nueva medida: la caridad hacia Dios y hacia los hermanos florece como fruto de ese encuentro con lo sobrenatural.

Pero no nos engañemos: cuando el Reino avanza, el adversario se revuelve. El diablo, aferrado a su trono de engaños, lucha con furia al verse desplazado por la irrupción de Cristo. Aquel que sigue al Señor, debe estar dispuesto a encarnar en su vida personal esa “señal de contradicción” que fue el Maestro, y al mismo tiempo ser bendición para todos los pueblos, como lo es Él.

Nuestro centro vital debe desplazarse: ya no vivimos para nosotros mismos, sino para Aquel que nos llamó. Hay dos reinos en lucha: el del tirano que esclaviza con mentiras, al que hemos dado poder con nuestra libertad, y el Reino de Dios, que rompe las cadenas, libera por la fe, y envía a sus discípulos con autoridad. Por eso Cristo proclama: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo”. ¡Qué palabra! ¡Qué promesa! Cuando el Reino es anunciado, el reino de las tinieblas tiembla y se agita.

Seguir a Cristo es acoger el Reino, entrar en Él y vivir según su lógica celestial. No podemos hacerlo con nuestras solas fuerzas. Esta vida nueva se recibe gratuitamente, desde lo alto, por la fe. Y no es lucha contra carne ni sangre, como dice San Pablo, sino contra poderes invisibles. El amor al que somos llamados es un amor celeste, y nuestros afectos terrenales—tan cargados de interés, apego y deseo—se convierten en obstáculos que hay que soltar para poder volar hacia la inmolación de uno mismo, por amor a Cristo.

El Señor nos dice hoy: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que me siga hacia la muerte, allí donde he entrado para vencerla con vosotros y por vosotros.” Cristo se ha despojado de sus prerrogativas divinas, entregando todo al Padre. Y ese vacío es nuestra salvación. Él promete: “Donde yo esté, estará también mi servidor; el que me sirva, que me siga.”

¡Qué intimidad nos ofrece! Cristo se ha unido a nosotros en el yugo de nuestra carne para que juntos aremos una tierra que solos no podríamos labrar. Y como Él no retuvo su condición divina, nosotros deberemos negarnos nuestra condición humana: padre, madre, hermanos, esposa, hijos, bienes… incluso la propia vida.

Solo si acogemos su Espíritu, como Él acogió nuestra carne, podremos unirnos a Él bajo un mismo yugo (Dt 22,10). Nuestra libertad deberá desatarse de todo lo que nos ata, para que podamos, en comunión con el Señor, arar en su campo, sembrar su Reino, y dar fruto para la vida eterna. 

Que así sea.

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Domingo 15º del TO C

Domingo 15 del TO C 

Dt 30, 10-14; Col 1,15-20; Lc 10, 25-37

El rostro de la vida eterna: el amor que nos transforma

Queridos hermanos, ¿qué es la vida eterna sino amar sin excluir a nadie? ¿Qué otro camino lleva al Reino, si no aquel donde todo ser humano que se acerca a nosotros es acogido como prójimo, como objeto de nuestro amor? La vida eterna es precisamente eso: un amor que nos desinstala, que nos arranca de nuestra comodidad, que nos lanza —sin distinción— hacia Dios y hacia el hermano. A todo aquel que se cruza en nuestro camino.

Dios se ha acercado al hombre en la encarnación de su Hijo, Jesucristo. Él es la manifestación plena del amor eterno que, al hacerse uno con nosotros, nos comunica su vida para que podamos también amar como Él ama. Esta es la gracia: amar con el mismo amor de Dios.

No olvidemos que el Buen Samaritano es Cristo, y todos aquellos que han sido tocados por su Espíritu. Nosotros, hermanos, somos también aquel hombre caído, golpeado por el pecado, que yace herido en el camino. Y Cristo, que ha descendido del cielo —la Jerusalén celestial— a la tierra —nuestro Jericó de dolor— ha venido a socorrernos.  

En Él se unen el amor a Dios y el amor al hombre. Él es el Dios cercano y, al mismo tiempo, el prójimo que no pasa de largo. Es Aquel que se hace el encontradizo con nosotros, que se detiene, se inclina, nos cura, nos levanta y nos confía al cuidado de la comunidad.

Haz tú lo mismo,” nos dice el Señor. Pero esto solo es posible si tenemos su Espíritu. El que cuestiona la Ley sin misericordia, y el que utiliza la Ley para excusar su falta de compasión, no la cumple verdaderamente. Porque la Ley encuentra su plenitud en el amor. Como nos enseña Jesús, toda la Ley y los profetas cuelgan de este mandamiento: amarás.

Más vale una doctrina imperfecta que practica la misericordia, que la ortodoxia que la rehúye. Porque Dios no busca discursos sin alma, sino corazones que ardan de compasión.

Recordemos también el antiguo consejo del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo.” ¡Qué verdad tan profunda! Solo quien se conoce puede darse. Pero para darse, hay que poseerse. Y para poseerse, hay que encontrarse. Dios nos formula la pregunta desde el principio: “¿Dónde estás?” El hombre, por el miedo, se esconde. Y como es imposible esconderse de Dios, en realidad, se esconde de sí mismo.

San Agustín lo expresa con palabras que tocan el alma: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar.” Dios, entonces, nos invita a reencontrarnos, a reconocernos lejos del amor, a convertirnos. Porque sabemos que el amor expulsa el temor, y no hay temor en el amor (1 Jn 4,18). Esto nos remite a Cristo, que perdona los pecados y nos amó primero.

Él nos libera del yugo de las pasiones. Él nos entrega el Espíritu Santo para que podamos amar con todo el corazón —mente y voluntad—, con toda la vida y todas nuestras fuerzas.

A Dios se le ama con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios especifica con qué se debe amar. El del prójimo, en cambio, señala cómo: como a ti mismo. Este amor es intenso, espontáneo, constante. Pero Cristo lo ha elevado aún más: “Amaos unos a otros como yo os he amado.” (Jn 13,34)

Cristo nos ha amado con el amor del Padre: un amor que perdona, que salva, que ama a los enemigos. Antes de Él, este tipo de amor era inalcanzable; ahora es posible. Ha sido revelado. Ha sido dado. Ha sido derramado en nuestro corazón. 

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 14º del TO

Sábado 14º del TO 

Mt 10, 24-33

 La liturgia de la Palabra en clave de combate espiritual

Queridos hermanos, la liturgia de la Palabra de hoy nos abre los ojos ante una realidad que atraviesa el corazón de la historia humana: la persecución, el sufrimiento, la muerte... signos todos del pecado que ha roto la comunión del hombre con Dios, que es la Vida. Porque el pecado no es solo una infracción de normas divinas. ¡No! Es la elección libre de apartarse del Dios vivo, y por tanto, de sumergirse en la oscuridad de la muerte.

San Pablo nos enseña que, aunque el pecado no se imputa sin ley, la muerte reinó. La muerte, hermanos, como consecuencia directa de esa ruptura original. Cristo, entonces, no vino solo a borrar transgresiones de la Ley. No. Él vino a destruir la muerte misma, que reinaba en el corazón humano, y a devolvernos el camino hacia Dios, nuestra Vida eterna.

Por eso, vivir en Cristo es entrar en un combate. El combate de la fe. El enemigo existe, y persigue. Pero nosotros no luchamos solos: tenemos el auxilio del Espíritu Santo, la victoria de Cristo nos sostiene.

Jeremías, figura profética de Cristo, fue perseguido como Él. También lo será la Iglesia, su Cuerpo. Existe una persecución sangrienta, anunciada por el mismo Señor: “Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán.” Pero atención, hermanos, porque esta no es la forma de persecución preferida por el demonio. Esa persecución, aunque dolorosa, da testimonio, y ha hecho nacer mártires como estrellas en la noche. 

Hoy el Evangelio nos alerta de otra clase de persecución, más sutil y peligrosa: aquella que no mata el cuerpo, sino el alma... y la hunde en la gehenna, lugar del fuego eterno. No del fuego que purifica, sino del que consume sin redención, porque no puede sanar una herida escogida libremente: la de la condenación.

¿Y cuál es la medicina ante ese fuego? ¡El temor de Dios! Fruto de la fe verdadera. Cristo nos exhorta: “Temed a ese que puede destruir alma y cuerpo en el infierno.” No temamos perder esta vida: aprendamos a entregarla, a perderla por la Vida eterna. Fuimos comprados, ¡sí!, a precio de sangre. La sangre de Cristo.

Que ese amor, tan poderoso como tierno, expulse de nosotros todo temor que nos esclaviza, todo miedo que nos aleja de la Verdad. Estamos en la mente y en el corazón de Dios. Si los cabellos de nuestra cabeza están contados... ¡cuánto más nuestras luchas, nuestras fatigas por el Reino, nuestros desvelos por el Evangelio, nuestra entrega por los más pequeños!

El demonio sabe bien cómo seducir: no solo persigue. También disfraza su ataque en cultura, en modernidad, en placer, en bienestar. Quiere hacernos “como los demás pueblos” para que el yugo de ser pueblo elegido nos pese. Quiere que escondamos la Luz bajo el celemín. Que apaguemos el testimonio. Que olvidemos nuestra identidad.

Esta Palabra, hoy, es llamada. Llamada a la vigilancia. A la fidelidad. A confiar, no en nuestras fuerzas, sino en la asistencia de Dios, que no abandona a los que permanecen en Él. 

          Que así sea.

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San Benito, abad

San Benito, abad

Pr 2, 1-9; Mt 19, 27-29

Queridos hermanos, el Reino de los Cielos no es solo la salvación por la fe; es también una llamada ardiente a la misión salvadora mediante el seguimiento de Cristo. El Señor llama —como llamó a Benito, y como miró con amor al “joven rico” (Mt 19, 21)— diciendo: “Cuanto tienes, dáselo a los pobres; luego ven y sígueme”. Porque la vida eterna consiste en esto: “Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado” (Jn 17, 3).

¿Qué significa entrar en el Reino de Dios?

Implica una fe viva, y un seguimiento radical. Es dejar casa, hermanos y hermanas, madre, padre, hijos y bienes... Es renunciar incluso a la propia vida. Pero en este mundo se recibe el ciento por uno, y en el mundo venidero: la vida eterna.

Seguir a Cristo es morir a uno mismo

Es lo opuesto a buscar afanosamente nuestra vida en este mundo, ignorando a Cristo. Porque, como Él mismo nos dice: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí y por el Evangelio, la salvará para la vida eterna.”

La vida eterna es herencia de los hijos de Dios

Por eso, cuando hayas vendido tus bienes, escucha al Maestro: “Ven y sígueme.” Cree, hazte discípulo del Maestro bueno; y al seguirle, aprenderás a amar a tus enemigos, serás hijo del Padre celestial, y tendrás derecho a esa herencia eterna.

El joven rico se marchó triste...

Y no por falta de fe, sino porque su amor a los bienes superaba su amor a Dios. No pudo ver al Señor en aquel Jesús. No reconoció el tesoro escondido en el campo de la carne de Cristo. No discernió el valor de la perla preciosa que tenía ante sus ojos. ¡Si lo hubiera hecho, habría vendido todo y le habría seguido, como lo hizo Benito!

Le faltaba una sola cosa...

No un accesorio, sino el fundamento de toda religión: amar a Dios más que a sus bienes, y amar al prójimo como a sí mismo.   

          Que así sea.

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Jueves 14º del TO

Jueves 14º del TO

Mt 10, 7-15

Queridos hermanos:

El Reino de Dios no es una idea abstracta ni un bello deseo; es el acontecimiento central de la historia. Es la irrupción de lo divino en lo humano, que se ha hecho presente en Cristo y se anuncia con poder. Acogerlo o rechazarlo no es una decisión menor: es acoger o rechazar la salvación misma de la humanidad. Los signos que lo acompañan son potentes, capaces de vencer el mal, incluso la muerte. Recibir el Reino es recibir a quienes lo proclaman con la elocuencia de una vida entregada, porque en ellos recibimos a Cristo, y en Cristo, a Dios mismo que los ha enviado.

Dios, en su amor infinito, ha trazado planes de salvación para la humanidad. Así lo vemos en la historia de José, enviado por delante de sus hermanos a Egipto. Pero el proyecto divino respeta siempre la libertad humana, y por ello se ve afectado por el pecado: la envidia de los hermanos, la lujuria de la esposa de Potifar, y en el caso de Cristo, nuestra incredulidad y nuestros propios pecados, que le condujeron a la pasión y muerte.

También los discípulos, al ser enviados, encarnan esta misión con el poder de Cristo. Pero ese poder no anula la libertad de quienes los reciben, ni las consecuencias de su acogida o su rechazo. El anuncio del Reino exige que todo lo demás tome el lugar que le corresponde: lo pasajero debe ceder ante lo eterno, lo material ante lo espiritual, lo egoísta ante el amor.

Esta palabra nos presenta la misión. Cristo es el amor del Padre convertido en llamada, en envío, en camino. Y esa misión se prolonga en el tiempo por medio de sus discípulos, llamados a seguirle. Toda vocación lleva implícita un testimonio que nace del amor recibido y se nutre del agradecimiento. Hay diversidad de dones, como hay diversidad de miembros en el cuerpo. El Espíritu los suscita y los sostiene por iniciativa divina, para la edificación del Reino. Esa vocación debe ocupar el centro de la vida del que es llamado.

Es la misión la que hace al misionero. Amós, sin ser profeta, fue llamado y enviado. Nosotros, hermanos, hemos sido llamados por Cristo para colaborar en su obra: saciar su sed que es la salvación de los hombres. Este testimonio de salvación debe ser proclamado por testigos elegidos desde antes de la creación del mundo, llamados a ser santos por medio del amor.

Dios quiere hacerse presente en el mundo mediante sus enviados. Que el hombre no ponga su seguridad en sí mismo, sino en el Señor. Él sigue enviando profetas, y concede dones y carismas para purificar a su pueblo, y hacerle retornar a la comunión con Él, sin quedarse atrapado en las cosas, las instituciones o las personas.

Cristo fue enviado a Israel como "señal de contradicción". Aun cuando no sea acogido, Dios habla a su pueblo mediante su enviado. En su infinita misericordia, Dios nos fuerza a repensar nuestra postura ante Él, ofreciéndonos siempre la posibilidad de convertirnos y vivir.

En estos últimos tiempos, cuando la muerte será vencida para siempre, Cristo envía a los anunciadores del Reino para proclamar el “Año de gracia del Señor”.

Seguir a Cristo no es fruto del mérito, sino de la llamada divina. El hombre debe responder libremente, y poner esa llamada por encima de todo lo que pretenda ocupar el centro de su existencia. La vocación mira hacia la misión, y esta hacia el fruto: Dios proporciona la fuerza para responder, y la gracia para cumplir su cometido, incluso cuando los desafíos superan nuestras fuerzas. Sólo en la respuesta fiel a esta llamada se halla la plenitud del sentido de nuestra vida. Es el primer eco de la libre iniciativa de Dios, que llama sin coacción y envía con amor.  

          Que así sea.

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Miércoles 14º del TO

Miércoles 14º del TO

Mt 10, 1-7

Elección y misión de los apóstoles

Queridos hermanos, el Señor, en su infinita sabiduría, eligió a los apóstoles de entre sus discípulos. Lo hizo después de pasar la noche en oración, porque toda elección divina está precedida por el diálogo íntimo con el Padre. ¿Y para qué los eligió? Para que estuviesen con Él, y para enviarlos a predicar. No sólo fueron compañeros, fueron testigos, enviados, columnas sobre las que se edifica la Iglesia.

Ellos fueron los primeros en proclamar el Evangelio en Judea y, más tarde, hasta los confines del mundo. Mientras a los espíritus malignos les ordena guardar silencio, a los apóstoles les da la palabra viva para anunciar la buena nueva. Dice el Evangelio que acudieron a Él muchos de la región de Tiro y Sidón: primicias de los gentiles que los apóstoles habrían de congregar para el Reino.

La tradición los reconoce como mártires, testigos que no sólo anunciaron con sus labios, sino también con su sangre. El Apocalipsis los contempla como fundamentos de las puertas celestiales de la ciudad santa, la nueva Jerusalén, desposada e iluminada por el Cordero inmolado, donde los hijos de Dios son consolados con consolación eterna.

También nosotros, hermanos, hemos sido asociados por Cristo al ministerio de los apóstoles. Hoy somos llamados a estar con Él allí donde se hace presente: en el pobre, en el enfermo, en la liturgia, en la oración que eleva nuestro corazón al cielo, y en el pecador que se acerca buscando la gracia de la conversión.

El número doce no es casualidad: evoca al Israel elegido, depositario de las promesas, símbolo de la continuidad de la bendición dada a Abrahán, por medio de la cual serían bendecidas todas las naciones. Cristo, el retoño de David, perpetúa la realeza santa y la elección de su pueblo, extendiéndola a los gentiles por medio de aquellos que Él llama “apóstoles”: nuevo nombre para una nueva vida, donada por el Espíritu Santo, que los envía a iluminar el mundo y salar la tierra, para la regeneración de toda la creación.

Ellos, heraldos del Evangelio y maestros de las naciones, sumergen al mundo en las aguas de la vida eterna que brotan del costado abierto de Cristo. Con su predicación sacian la sed ancestral de la humanidad redimida.

¡Oh, gloriosos apóstoles de Cristo, que disteis testimonio derramando vuestra sangre como lo hizo el Maestro! Con esa misma sangre habéis nutrido a todos los pueblos para la vida eterna.

Pedro, Andrés, Santiago y Juan; Felipe, Mateo, Bartolomé y Tadeo; Santiago el de Alfeo, Tomás, Simón el Cananeo y Matías, elegido para ocupar el lugar del que desertó.

Hoy, como Iglesia, nos unimos a ellos en la bendición, en la exaltación, en la glorificación y en la acción de gracias al Padre, quien nos dio a su Hijo como propiciación por nuestros pecados, y lo resucitó para nuestra justificación.

A Él, el honor, la gloria, el poder y la alabanza, por los siglos de los siglos.

Amén.

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Martes 14º del TO

Martes 14º del TO

Mt 9, 32-38

Queridos hermanos:      

Esta palabra nos revela la centralidad profunda de la misión de Cristo y, por ende, de la Iglesia: proclamar el Reino de Dios comenzando por el Israel creyente, caminando de sinagoga en sinagoga, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, anunciando con palabras vivas y con signos el poder del Cielo. Cristo no solo se compadece de las multitudes abandonadas a su impiedad, sino que ha sido enviado precisamente a ellas, a las ovejas perdidas. Y aunque no descuida a las fieles, su corazón arde de amor por los alejados.

Por la misión, el mal retrocede en el corazón humano y Satanás cae de su encumbramiento. No es un simple movimiento humano: es el impulso del Reino que avanza cuando se anuncia la Buena Nueva con celo ardiente.

«Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.» ¿Quién sino Dios puede suscitar pastores según su corazón? Oremos, entonces, con fe viva, para que Él envíe mensajeros que se conviertan en verdaderos pastores: hombres que busquen a las ovejas perdidas y las cuiden con el mismo amor con que el Pastor eterno nos ha cuidado.

Porque si el amor de Dios anhela la salvación del hombre, todos aquellos que tienen su mismo Espíritu participan de ese mismo celo redentor. Interceden, como lo hizo Cristo, ante el Padre, movidos por el deseo que brota del corazón divino. Él nos ha adquirido y enviado el Espíritu Santo, para que, siendo criaturas, estemos en sintonía con nuestro Creador, por medio de la fe.

Como dijo Jesús: “El que no recoge conmigo, desparrama; el que no está contra vosotros, está por vosotros.”

Unidos al Padre, en la comunión de su Espíritu, Cristo y su Iglesia —Cabeza y Cuerpo, Sembrador y Segadores— recogen juntos fruto para la vida eterna. Grande es la fuerza de la comunión; prioritario es el celo evangelizador de los discípulos. Dios desea que nuestro amor se entrelace con su salvación, que nuestro corazón entre en sintonía con el suyo. ¡Dios quiere que el hombre se implique en la salvación del hombre! Por eso se ha encarnado en Cristo, y ha derramado su Espíritu sobre toda carne, para que el amor sea el que guíe todas las cosas.

Cada carisma de salvación está sometido, no por imposición, sino por gracia, a la aceptación libre y gozosa de cada pastor y de cada oveja. Porque así corresponde a un corazón que ama los deseos de su Señor. Cristo le decía a Madre Teresa: “Quiero esto de ti… ¿Me lo negarás?”

Cuando Jesús enseña a los discípulos a orar para que el Padre envíe obreros a su mies, los invita también a abrirse ellos mismos a la misión, diciendo como Isaías: “Heme aquí: envíame”.

La Iglesia tiene el corazón de Cristo, su celo por la oveja perdida. Ese debe ser también el corazón de los pastores, y de todos cuantos hemos recibido el Espíritu Santo. Cuando Cristo envía a los discípulos les dice: “Id más bien a las ovejas perdidas.”

Es fácil hallar pastores que se apacientan a sí mismos, que cuidan de sus propios intereses. Pero lo que necesita el mundo son obreros de la mies divina, pastores que cuiden del rebaño con especial atención por las ovejas descarriadas, movidos por un amor que refleja el amor de Dios mismo.

Que el Señor nos conceda esa gracia.

Amén. 

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Lunes 14º del TO

Lunes 14º del TO

Mt 9, 18-26

Queridos hermanos:

Una vez más, las lecturas nos convocan a contemplar la fe que salva, que cura, que transforma. Esa fe que se enciende en los corazones que se acercan a Cristo y que revela, como signo vivo, la presencia de Dios en Él. Porque es por la fe que el ser humano se aferra a la vida, y es por ella que la muerte se ve vencida, cuando el perdón de los pecados irrumpe en nuestra historia.

La fragilidad de nuestra existencia clama por la plenitud de la vida, y esa plenitud es Dios mismo. La fe no es simple adhesión intelectual: es don del cielo, moción interior que el Espíritu suscita en nuestro espíritu, acompañada por el testimonio de quienes creen, sostenida por las Escrituras y por la predicación del Kerigma, que nos introduce en la certeza de la Verdad que es Amor.

Los discípulos escucharon la predicación, vieron los signos, recibieron la caridad de Cristo, y creyeron. Lo vieron como maestro, como profeta, como enviado del Padre. Pero fue el Espíritu Santo quien, en lo profundo de sus corazones, les reveló su verdadera identidad: el Hijo del Altísimo. Esa revelación transformó sus creencias en fe viva, fe que camina con la esperanza y se alimenta de amor.

Cuando nos unimos a esa moción del Espíritu, la fe se vuelve fecunda: se expresa en la súplica ardiente, en la intercesión constante, en el sacrificio generoso, en la obediencia que se crucifica. Se convierte en confianza que abraza el dolor, en compasión que sana y restaura.

En medio de la precariedad de este mundo, donde todo pasa y se corrompe, Cristo se manifiesta como la vida definitiva que nos es dada por la fe en Él. Ninguna adversidad detiene la misericordia, la providencia y el poder de Dios. Solo nuestra libertad puede ponerle freno. Y aun así, Dios espera. Nos espera para despertar en nosotros el amor.

No nos basta saber que Cristo ha resucitado. No es suficiente oír hablar de Él. Lo que necesitamos es un encuentro personal, en lo profundo del corazón, donde la mente se ilumina y la voluntad se orienta hacia el amor de Dios que se revela. La cercanía física no basta, ni tampoco el parentesco o la vecindad. Incluso la Eucaristía, donde tocamos y comemos a Cristo, es sacramento de fe, para la vida eterna.

Ante la fe viva en Cristo, se desvanecen las impurezas, cesa el flujo de la muerte, y la niña—símbolo de toda la humanidad—resucita a la vida nueva. No solo vida física, sino también vida espiritual. Vida eterna.

Hermanos, todos necesitamos esta fe que salva. Fe que nos impulsa a interceder por todos, movidos por el amor que el Espíritu derrama en nuestros corazones. 

           Que así sea.

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Domingo 14º del TO C

Domingo 14º TO C 

Is 66, 10-14c; Ga 6, 14-18; Lc 10, 1-12.17-20

Testigos de la Cruz, enviados por el Amor

Queridos hermanos, los apóstoles son enviados de dos en dos. No por azar, sino como manifestación viva de la cruz de Cristo. Van juntos, como testigos del Amor que los envía, como imagen del madero redentor en cuya horizontalidad se abre la fraternidad, y cuya verticalidad eleva su misión hacia el cielo. Dos son necesarios para testificar, dice la Escritura, y dos hacen visible la caridad del que los llama a anunciar el Reino. Ya lo recordaba san Gregorio Magno: el testimonio brota de la comunión.

Y el libro de los Proverbios nos lo confirma: “Un hermano ayudado por otro es como una ciudad fortificada” (Pr 18,19). ¡Qué fuerza hay en la unidad! ¡Qué misterio en el vínculo fraterno que protege, consuela y sostiene!

San Pablo, en la segunda lectura, nos ofrece el núcleo ardiente del mensaje: “¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo! Por ella, el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo. Nadie me moleste, pues llevo en mi cuerpo las señales de Jesús.” ¡Qué palabras de fuego! Quien se deja marcar por el amor de Cristo no busca otra gloria que la del Crucificado.

Y la primera lectura habla de consolación, sí, pero lo hace desde la hondura del sufrimiento. Porque el testigo lleva en su carne la marca de la persecución, la renuncia, el dolor. Y sin embargo, ¡qué fecunda es esa entrega! Como afirma san Gregorio, grande es la mies, pero pocos los obreros. No por escasez de llamados, sino porque pocos responden con la generosidad que exige el Reino.

Pero aquí se revela el poder de la oración, hermanos. ¡Cuán misteriosamente Dios ha querido ligarse a la súplica de su Iglesia! Él quiere suscitar operarios para su mies, pero espera que pidamos, que intercedamos, que clamemos.

Así, el testigo no se impone. Se presenta como “pequeño”, como peregrino del Amor. Su fuerza no está en las estrategias, ni en el dominio, sino en la humildad con la que anuncia al que viene con él, Cristo, cuya única omnipotencia es el amor entregado.

También nosotros, convocados a la fe, somos constituidos como testigos. Somos llamados, salvados y enviados, incorporados a Cristo para participar en la regeneración del mundo por medio del Evangelio. Como aquellos primeros discípulos, nuestros nombres quedan unidos a la Historia de la Salvación, escritos en los cielos, proclamados como signos del Dios vivo que sigue llamando, que sigue salvando.

En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe. No como una herencia muerta, sino como vida que brota del Corazón de Cristo. Una Iglesia que engendra hijos por el Evangelio, hasta que se complete ese número inmenso, esa muchedumbre que nadie puede contar, de la que nos habla el Apocalipsis (7,9).

Esta Palabra nos apremia hoy, hermanos. Nos urge a ser testigos del amor del Padre, fortalecidos por la Eucaristía, donde nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo. Desde ahí, desde el altar, se lanza nuestra misión.      

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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