Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo C
Ge 14, 18-20; 1Co 11, 23-26; Lc 9, 11-17
Queridos hermanos:
Más conocida como la fiesta del “Corpus
Christi”, tiene su origen remoto en el surgir de una nueva piedad eucarística
en el Medioevo, que acentuaba la presencia real de Cristo en el Santísimo
Sacramento. Las revelaciones a la beata Juliana dieron origen a la fiesta en
1246 de forma local, hasta que el papa Urbano IV la extendió a toda la Iglesia
en 1264. Con todo, solo en 1317 fue publicada la bula de Juan XXII, por la que
la fiesta fue acogida en todo el mundo.
En el siglo XV, y frente a la Reforma
protestante, la procesión del Corpus adquiere el carácter de profesión de fe en
la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.
En 1849, Pío IX instituye la fiesta de
la Preciosísima Sangre de Cristo, hasta que en el nuevo calendario ambas
fiestas se funden en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
El sacramento de su cuerpo y de su
sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua —muerte y
resurrección—, es cuerpo que se entrega y sangre que se derrama para perdón de
los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en
espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que expía los pecados y
trae la paz, la libertad y la salvación, comunicando vida eterna.
Superando la Ley con sus sacrificios,
incapaces de cambiar el corazón humano para retornarlo a la comunión definitiva
con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos
referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un
cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!”. Y
dice san Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros”.
Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios,
entregándose por el mundo y retornándolo a la vida: «Esta es la voluntad de mi
Padre —dice Jesús—: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida
eterna; el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo». «En
verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no
bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi
sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne
es verdadera comida y mi sangre, verdadera bebida. El que come mi carne y bebe
mi sangre permanece en mí, y yo en él». «El Espíritu es el que da vida; las
palabras que os he dicho son espíritu y son vida». Comer la carne de Cristo,
entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la
salvación del mundo.
Habiendo gustado el hombre en el paraíso
el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió
los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también
en el centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como
la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de
Cristo pasa a quien se une a él en el sacramento de nuestra fe, que es su
cuerpo, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe
en Jesucristo “abre ahora sus ojos”, dando acceso de nuevo al paraíso. Como
dice san Pablo: “Ahora, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros” (1 Co
12,27).
Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, ¡cuánto más la realidad de la Verdad plena dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana!
El rey sacerdote Melquisedec —figura de Cristo— bendice a Dios y a
Abrahán, padre de los creyentes; mediando entre Dios y los hombres, presenta a
Dios la ofrenda y alcanza para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino,
figuras también de la propia entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre,
alianza nueva y eterna, por cuyo memorial serán saciados y bendecidos todos los
hombres en la fe de Abrahán.
Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo.
Proclamemos juntos nuestra fe.