Virgen María Madre de los Desamparados

Bienaventurada Virgen María Madre de los Desamparados

Ap 21, 1-5a; Rm 12, 9-13; Jn 19, 25-27

Queridos hermanos:

Si pretendemos contemplar a María como Madre de los Desamparados, no hay mejor lugar donde podamos hacerlo que junto a la cruz de su Hijo, donde Él ha sido traspasado en su cuerpo por la lanza del soldado, mientras ella lo ha sido en su alma, según las palabras del anciano Simeón. Unida siempre a su Hijo en el amor, la vemos también ahora unida a Él en el dolor del martirio sobre el que Cristo reina. A la Madre del Rey, bien podemos llamarla también Reina.

En su propio desamparo, Cristo contempla el de su Madre y el de sus discípulos, que, unidos a Él en el amor, lo están ahora en el dolor. En ambos, amor y dolor, quedan consagrados y unidos por Él, para siempre, en su desamparo. La que es ya Madre de los discípulos lo es también de los Desamparados al pie de la cruz; y la que es Madre de la Cabeza lo es también del Cuerpo: Madre de Jesús y Madre nuestra, Reina y Madre de la Iglesia.

A ella nos acogemos, y por ella somos acogidos y recibidos en su casa, que ahora es también la nuestra, la de su Hijo y nuestro Señor, Dios bendito por los siglos.

Contemplamos, pues, a María, hija del Padre, Madre del Hijo y de los discípulos, esposa fiel del Espíritu Santo y “Morada de Dios con los hombres”. Virgen fecunda, privilegiada ya en su concepción y constantemente unida al Señor, que recibió al Hijo que tomó de ella cuanto tiene de nosotros, excluido el pecado, que tampoco halló en ella, redimida ya en su concepción. Tomó cuanto quería salvar en nosotros, ofreciéndose puro al Padre en el altar de la cruz, purificándonos a nosotros y haciéndonos hijos por su Espíritu, hermanos suyos, y a María, Madre nuestra y privilegio nuestro.

María, corredentora en cuanto a su unión constante al “único Redentor”, aceptó sobre sí la espada que atravesó su alma para que fuéramos nosotros preservados, mientras su Hijo era entregado. Su dolor maternal la asociaba al martirio del Hijo, sin necesidad de compartir sus clavos, aunque sí su lanza, que, aunque solo alcanzó el cuerpo de su Hijo, alcanzó no obstante su alma de madre, como canta san Bernardo. Por eso podemos llamarla Reina y Madre de los Mártires, siendo Madre de su Rey. Su corazón maternal, rebosando serenidad y mansedumbre, refleja el de su manso y humilde Hijo, que desde la cruz solo suplicó para sus verdugos el perdón, mostrando piedad.

No hay amor más grande ni más fecundo que el que ella quiso aceptar de su Hijo, haciéndose así Mediadora de su gracia, con la que nosotros fuimos salvados y constituidos hijos suyos al pie de la cruz. Por eso, si hacemos presente a María, es para suplicar de su piedad, que nos alcance su fortaleza en el amor a Cristo y su sometimiento a la voluntad del Padre que nos lo dio.

Concluyamos, pues, con san Bernardo, resumiendo nuestra breve contemplación de María, la Madre de los Desamparados:

“Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola, no te desesperarás. Y guiado por Ella, llegarás ciertamente al Puerto Celestial.”      

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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