La Visitación de la Virgen María
So 3, 14-18; ó Rm 12, 9-16; Lc 1, 39-56
Queridos hermanos:
La palabra de este día está envuelta en
manifestaciones celestes de ángeles y del Espíritu Santo, como corresponde al
misterio de los hijos, que guardan las madres en su encuentro. El mayor entre
los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación: la voz y la Palabra.
La voz es el sonido que hace vibrar el aire, mientras que la Palabra es la
idea, la voluntad divina, el acontecimiento creador de Dios que da vida a todo
cuanto existe.
María, llena del gozo del Señor, se puso
en camino y se fue con prontitud, movida por el Espíritu, hacia Isabel, porque
Cristo quiere encontrar a Juan y ungir a su profeta con el Espíritu para su
misión como amigo del novio, que será lavar al esposo en las aguas del Jordán
antes de que tome posesión de la esposa subiendo a la cruz. Isabel escucha a
María, y Juan advierte al Señor. El gozo de María es el de Cristo, que vive en
ella; Juan lo percibe y salta en el seno con el gozo del Espíritu, que hace profetizar
a su madre para ensalzar la fe de María, quien acoge el cumplimiento de las
promesas de la salvación que se cumplen en ella: “Bendita tú entre las mujeres,
y bendito el fruto de tu seno. ¿Y de dónde a mí que venga a verme la madre de
mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron
dichas de parte del Señor!”
El Espíritu Santo hace profetizar a
Isabel, exaltando la fidelidad y el poder de Dios, que cumple las promesas en
su misericordia para con los pobres, los humildes y los pecadores, comunicadas
en su nombre por el arcángel, y la fe de María: “Bendita entre las mujeres”,
como Yael y como Judit, que abatieron la cabeza del enemigo, figura del
adversario por antonomasia, cuya cabeza aplastará definitivamente Cristo,
descendencia de la mujer, y nueva Eva: María.
Grande, ciertamente, es el amor de Dios,
que se fija en la pequeñez de María y la engrandece, subiéndola a su carroza
real como a la esposa del Cantar: “Maravillaos conmigo, hijas de Jerusalén,
porque ayer me fatigaba espigando entre los rastrojos, quemada por el sol, y
hoy he sido arrebatada por el Rey a su presencia.”
Esta es también la experiencia de la
Iglesia, pues el don que se le otorga es infinitamente grande para cualquier
mortal, porque: “El Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus
palabras se pierdan, ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que
desaparezca el linaje de quien le ha amado” (cf. Eclo 47, 22).
María, en su humildad, se apoyó en Dios,
y nosotros debemos hacerlo también, en nuestra debilidad, para poder alcanzar
su dicha por nuestra fe, pues también a nosotros ha sido anunciada la salvación
en Cristo, invitándonos a unirnos a su cortejo hacia la casa del Padre.
Juan ha sido lleno del Espíritu con la
cercanía de Cristo. Y nosotros, al contemplarlo encarnado en el seno de María,
derramando el Espíritu Santo, somos testigos de que las promesas se están
realizando. La voluntad de Dios se hace accesible a nuestra impotencia, porque
el Verbo de Dios ha recibido un cuerpo y ha entrado en el mundo para hacer
posible que se cumpla en la debilidad de nuestra carne.
Nosotros, en la Eucaristía, somos
llamados a abrir la puerta a Cristo, que quiere entrar a cenar con nosotros y
hacernos un espíritu con él, de manera que el “Dios con nosotros” sea Dios “en
nosotros”, por el Espíritu Santo, y que nuestro gozo sea el de Juan, el de
María y el de Cristo, y que sea pleno.
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