Lunes 5º de Pascua
Hch 14, 5-18; Jn 14, 21-26
Queridos hermanos:
Dios es amor en todas sus palabras y en
todos sus caminos, y quien le conoce persevera en el amor. Dios ama a todas sus
criaturas, pero habita sólo en quien lo acoge por la fe y se mantiene en su
amor, sin contristar su Espíritu Santo, porque Dios es amor.
Ser amado por Dios es gratuidad; amarle
es gratitud y fidelidad. El conocimiento de Dios es un don del Espíritu, por el
que el amor de Dios se derrama en nuestro corazón, involucrando nuestra
voluntad y nuestra libertad, y no sólo nuestro sentimiento:
"Si alguno me ama, guardará mis
palabras. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me
ama."
En efecto, si sus mandamientos son amor,
guardarlos es amar. Amar a Dios, esto es, guardar su palabra, es la Sabiduría
que nace del temor del Señor, principio de la sabiduría. Su fruto es la
manifestación de Cristo en quien lo ama; el morar en él, del Padre y del Hijo.
Esta es la razón por la que Dios quiere
que le amemos: para que, viviendo Él en nosotros, tengamos vida eterna. Así
también Cristo nos manda amarnos entre nosotros, para que el mundo se salve.
A este amor a Cristo precede el haber
recibido el Evangelio del amor gratuito de Dios, el testimonio de la verdad del
amor del Padre, que, al ser acogido por la fe, nos adquiere el Espíritu Santo.
Es este Espíritu quien derrama en el corazón del creyente el amor de Dios, como
dice san Pablo.
Por eso, como dice san Juan, a nuestro
amor precede el de Dios, que "nos amó primero". Olvidar esto
llevaría a hacer de esta palabra un moralismo que sería estéril.
La gratuidad del amor de Dios se nos
ofrece en Cristo; nos alcanza primero y nos invita a permanecer en Él,
guardando su palabra, amándolo. Así, su amor se hace permanente en nosotros,
alcanzando a ser fidelidad.
Para quienes acogen la palabra de Dios,
que es Cristo, los acontecimientos de la vida adquieren una dimensión histórica
con un origen y una dirección que tienden a una meta, a un cumplimiento en
Dios, entrando así en el ámbito de la Sabiduría.
Dios, Alfa y Omega de todas las cosas,
concede al hombre un tiempo en el que ejercer su libertad en el amor que se nos
revela en Cristo. En Cristo, el hombre, como “tiempo y libertad”, sale del caos
de la existencia, que es vivir ensimismado, y entra en la historia; se ordena
en el Ser del amor que es Dios.
Su tiempo se convierte así en un "caminar
humildemente con su Dios" (cf. Mi 6,8): Tiempo de misión y testimonio,
de prueba y purificación en el amor, y, por tanto, de libertad en el crisol de
la fe. Tiempo de acoger la Palabra, de amar al Señor, de adquirir sabiduría y
discernimiento. Tiempo de vida eterna en la comunión de la carne y la sangre de
Cristo. Tiempo de Eucaristía.
Que así sea.
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