Viernes 3º de Cuaresma
Os 14, 2-10; Mc 12, 28-34
Queridos hermanos:
La palabra de hoy nos sitúa ante el amor
misericordioso de Dios, que se hace camino de vida eterna y nos conduce, mediante
la conversión, al Reino de Dios. El Reino de Dios es el amor que Cristo ha
venido a infundir en el corazón del hombre, por el Espíritu, mediante la fe en
Él.
Dios depositó su amor en nosotros al
crearnos, y el amor engendra amor; pero el pecado lo rechazó, sacando a Dios de
nuestro corazón y dejándonos un vacío insaciable que deseamos llenar con el
amor por las criaturas, encerrándonos e incapacitándonos para amar a alguien
por encima de nosotros mismos. Pero el buscar ser amados no sacia. Sólo sacia
el sabernos amados por Dios, que no ha dejado de amarnos moviéndonos al amor.
El Levítico, partiendo de esta realidad,
nos muestra al prójimo como el camino para salir de nosotros mismos e ir en
busca del amor. Así Cristo, como hemos escuchado en el Evangelio, unirá este
precepto al del amor a Dios: “El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo”. He aquí la vida feliz y el camino indicado por la Ley, que puede llevar
al hombre hasta las puertas del Reino: “No estás lejos del Reino de Dios”. El
escriba, que llama a Cristo Maestro, de corazón, está cerca de la fe; sólo
necesita llegar a la confesión de Cristo como Señor por gracia del Espíritu
Santo. Sólo en el amor cristiano, la vida feliz trasciende la muerte y salta a
la vida eterna. Del amar como a sí mismo, se pasa al amar como Cristo. Cristo
ha venido a darnos el conocimiento y la posesión de su amor, para poder amar
como Él nos ama.
En efecto, sólo en Cristo se abrirán las
puertas del Reino, con un amor nuevo dado al hombre, en virtud de la Redención;
de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del
hombre. El amor con el que Cristo se ha entregado a nosotros: “Como yo os he
amado”. Este será, pues, el mandamiento del Reino; el mandamiento nuevo, el
mandamiento de Cristo, al que el escriba del Evangelio es invitado a adentrarse
mediante la fe en Él: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.
Amar es tener a Dios en nosotros, porque
Dios es amor. En efecto, dice san Juan que: “El amor no consiste en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero”.
Una vez más, el amor cristiano no
consiste en que nosotros hayamos amado a Cristo, sino en que Cristo nos amó
primero. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de
Cristo: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor
cristiano no es otro ni diferente del amor con el que el Padre amó a Cristo
desde siempre y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano es, por
tanto, signo y testimonio del amor de Dios en el mundo. A esta misión hemos
sido llamados en Cristo, porque, como dice la profecía de Oseas: “Yo quiero
amor; conocimiento de Dios”.
Nosotros pensamos estar en el Reino,
pero es el amor el que debe testificarlo con las obras de nuestra fe: amor a
Dios cumpliendo sus mandamientos y amor al hermano; tener el Espíritu Santo.
Por este amor nos negamos a nosotros mismos para entregarnos, en la integridad
de nuestro ser, a Dios con todo el corazón, mente y fuerzas, y al prójimo con
el amor de Cristo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario