San Benito, abad
Pr 2, 1-9; Mt 19, 27-29
Queridos hermanos, el Reino de los Cielos no es solo la salvación por la fe; es también una llamada ardiente a la misión salvadora mediante el seguimiento de Cristo. El Señor llama —como llamó a Benito, y como miró con amor al “joven rico” (Mt 19, 21)— diciendo: “Cuanto tienes, dáselo a los pobres; luego ven y sígueme”. Porque la vida eterna consiste en esto: “Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado” (Jn 17, 3).
¿Qué significa entrar en el Reino de
Dios?
Implica una fe viva, y
un seguimiento radical. Es dejar casa, hermanos y hermanas, madre, padre, hijos
y bienes... Es renunciar incluso a la propia vida. Pero en este mundo se recibe
el ciento por uno, y en el mundo venidero: la vida eterna.
Seguir a Cristo es morir a uno mismo
Es lo opuesto a buscar
afanosamente nuestra vida en este mundo, ignorando a Cristo. Porque, como Él
mismo nos dice: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la
pierda por mí y por el Evangelio, la salvará para la vida eterna.”
La vida eterna es herencia de los hijos
de Dios
Por eso, cuando hayas
vendido tus bienes, escucha al Maestro: “Ven y sígueme.” Cree, hazte
discípulo del Maestro bueno; y al seguirle, aprenderás a amar a tus enemigos,
serás hijo del Padre celestial, y tendrás derecho a esa herencia eterna.
El joven rico se marchó triste...
Y no por falta de fe,
sino porque su amor a los bienes superaba su amor a Dios. No pudo ver al Señor
en aquel Jesús. No reconoció el tesoro escondido en el campo de la carne de
Cristo. No discernió el valor de la perla preciosa que tenía ante sus ojos. ¡Si
lo hubiera hecho, habría vendido todo y le habría seguido, como lo hizo Benito!
Le faltaba una sola cosa...
No un accesorio, sino el fundamento de toda religión: amar a Dios más que a sus bienes, y amar al prójimo como a sí mismo.
Que
así sea.
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