Jueves 14º del TO
Mt 10, 7-15
Queridos hermanos:
El Reino de Dios no es una idea abstracta ni un bello deseo; es el acontecimiento central de la historia. Es la irrupción de lo divino en lo humano, que se ha hecho presente en Cristo y se anuncia con poder. Acogerlo o rechazarlo no es una decisión menor: es acoger o rechazar la salvación misma de la humanidad. Los signos que lo acompañan son potentes, capaces de vencer el mal, incluso la muerte. Recibir el Reino es recibir a quienes lo proclaman con la elocuencia de una vida entregada, porque en ellos recibimos a Cristo, y en Cristo, a Dios mismo que los ha enviado.
Dios, en su amor infinito, ha trazado
planes de salvación para la humanidad. Así lo vemos en la historia de José,
enviado por delante de sus hermanos a Egipto. Pero el proyecto divino respeta
siempre la libertad humana, y por ello se ve afectado por el pecado: la envidia
de los hermanos, la lujuria de la esposa de Potifar, y en el caso de Cristo,
nuestra incredulidad y nuestros propios pecados, que le condujeron a la pasión
y muerte.
También los discípulos, al ser enviados,
encarnan esta misión con el poder de Cristo. Pero ese poder no anula la
libertad de quienes los reciben, ni las consecuencias de su acogida o su
rechazo. El anuncio del Reino exige que todo lo demás tome el lugar que le
corresponde: lo pasajero debe ceder ante lo eterno, lo material ante lo
espiritual, lo egoísta ante el amor.
Esta palabra nos presenta la misión.
Cristo es el amor del Padre convertido en llamada, en envío, en camino. Y esa
misión se prolonga en el tiempo por medio de sus discípulos, llamados a
seguirle. Toda vocación lleva implícita un testimonio que nace del amor
recibido y se nutre del agradecimiento. Hay diversidad de dones, como hay
diversidad de miembros en el cuerpo. El Espíritu los suscita y los sostiene por
iniciativa divina, para la edificación del Reino. Esa vocación debe ocupar el
centro de la vida del que es llamado.
Es la misión la que hace al misionero.
Amós, sin ser profeta, fue llamado y enviado. Nosotros, hermanos, hemos sido
llamados por Cristo para colaborar en su obra: saciar su sed que es la
salvación de los hombres. Este testimonio de salvación debe ser proclamado por
testigos elegidos desde antes de la creación del mundo, llamados a ser santos
por medio del amor.
Dios quiere hacerse presente en el mundo
mediante sus enviados. Que el hombre no ponga su seguridad en sí mismo, sino en
el Señor. Él sigue enviando profetas, y concede dones y carismas para purificar
a su pueblo, y hacerle retornar a la comunión con Él, sin quedarse atrapado en
las cosas, las instituciones o las personas.
Cristo fue enviado a Israel como
"señal de contradicción". Aun cuando no sea acogido, Dios habla a su
pueblo mediante su enviado. En su infinita misericordia, Dios nos fuerza a
repensar nuestra postura ante Él, ofreciéndonos siempre la posibilidad de
convertirnos y vivir.
En estos últimos tiempos, cuando la
muerte será vencida para siempre, Cristo envía a los anunciadores del Reino
para proclamar el “Año de gracia del Señor”.
Seguir a Cristo no es fruto del mérito, sino de la llamada divina. El hombre debe responder libremente, y poner esa llamada por encima de todo lo que pretenda ocupar el centro de su existencia. La vocación mira hacia la misión, y esta hacia el fruto: Dios proporciona la fuerza para responder, y la gracia para cumplir su cometido, incluso cuando los desafíos superan nuestras fuerzas. Sólo en la respuesta fiel a esta llamada se halla la plenitud del sentido de nuestra vida. Es el primer eco de la libre iniciativa de Dios, que llama sin coacción y envía con amor.
Que así sea.
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