Santo Tomás Apóstol
Ef 2, 19-22; Jn
20, 24-29
Queridos hermanos:
Hoy se nos proclama una palabra llena de profundidad y esperanza. Tras las apariciones de Cristo Resucitado a María Magdalena, a Pedro y a los discípulos de Emaús, la Palabra nos presenta los primeros encuentros de Cristo glorioso con los apóstoles. En estos encuentros se nos revela un misterio grande: los discípulos reciben el Espíritu Santo y son enviados, como Iglesia naciente, a la misión de perdonar los pecados.
En
la primera lectura se nos recuerda el llamado a los discípulos, semejante al de
los profetas y apóstoles, como anticipación de la manifestación plena de la
salvación que hemos recibido por la fe en Cristo Jesús. El Señor no excluye a nadie, espera con amor
incluso a los que se quedan rezagados, como Tomás. Su aparente obstinación se
convierte para nosotros en una fuente de bendición, porque la fe no depende de
lo que se ve, sino del testimonio que el Espíritu Santo infunde en lo profundo
del corazón.
Los
discípulos son incorporados a la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu
Santo. Reciben los dones de la alegría y la paz, confirmados tres veces por el
Señor. Con ello, se les concede la misión, -el munus- de Cristo: el
poder de perdonar pecados. Y por medio de la confesión de fe de Tomás, nosotros
también somos llamados a una fe que no se apoya en los sentidos, sino en el
testimonio interior del Espíritu. Como enseñó san Agustín: Tomás contempló al
hombre, y confesó a Dios. No fue la carne, sino el corazón iluminado por el
Espíritu lo que hizo posible esa proclamación.
Las
heridas gloriosas de Cristo son medicina para las nuestras. Ellas sanan nuestra
incredulidad, transformando el temor en confianza. Por eso san Juan declara que
el Evangelio fue escrito para que creamos y, creyendo, tengamos Vida Eterna.
Los
discípulos recibieron directamente de la boca del Señor lo que ahora nosotros
estamos llamados a transmitir. A quienes no han visto y, sin embargo, creerán
por nuestro anuncio y nuestro testimonio, se les ofrece la salvación que
alcanzará hasta los confines de la tierra.
La
obra de Cristo en nosotros empieza suscitando la fe, nos da vida por su
Espíritu, nos concede paz y alegría, y nos transforma en portadores del amor
divino. Ese amor se hace visible en el perdón que ofrecemos, en la
reconciliación que promovemos y en la comunión que vivimos.
Cristo
fue enviado por el Padre para testificar su amor eterno. Y ahora, por medio del
Espíritu, hemos recibido vida nueva, vida eterna en Dios: una vida de comunión,
de unidad profunda “un solo corazón y una sola alma” en la que se comparte todo
lo que se es y todo lo que se tiene. Así damos testimonio de la Verdad,
evangelizamos con el amor, y somos instrumentos de salvación por el perdón que
la Iglesia administra para la redención del mundo.
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