Sábado 13º del TO

Sábado 13º del TO 

Mt 9, 14-17

La Presencia del Esposo Renueva Todas las Cosas.

Queridos hermanos, escuchad con atención el eco de una verdad que transforma: la presencia del Esposo hace nuevas todas las cosas.

El Evangelio nos anuncia, con voz de júbilo, la alegría de las bodas. Sí, la presencia del Novio es motivo de fiesta. Pero también nos prepara, como buena madre espiritual, para el ayuno cristiano: esa actitud interior que se gesta en la ausencia del Esposo y nos invita a desear ardientemente su regreso glorioso en la Pascua.

San Pablo, como amigo fiel del Esposo, contempla con admiración a la comunidad cristiana, esa esposa elegida que es santificada por la acción del Espíritu de Dios. En Cristo, el Esposo que ama con pasión divina, la esposa resplandece. Él la embellece, la colma de gracia, la enriquece con la dote de su Espíritu Santo. Y tú, yo, todos nosotros, somos llamados a vivir en esta alianza de amor con el Dios vivo. ¡Qué honor, qué invitación tan gloriosa! Ser partícipes de la fiesta nupcial en el Reino.

La esposa —la Iglesia—, santificada por la santidad del Esposo, es llevada a la plenitud del amor. Por eso, se adentra al desierto: no para huir, sino para escuchar su voz, para dejarse seducir por Él, como lo expresa el profeta Oseas. Porque sin el consuelo del Esposo, todo otro consuelo, por más lícito que parezca, se vuelve vano. Es amor lo que buscamos, no sucedáneos del amor.

El encuentro con Cristo es novedad. Una novedad tan radical que resulta incomprensible para quien no ha experimentado el consuelo del Espíritu en medio de la lucha contra la carne, en la tensión ardiente de la concupiscencia. Y como Él, los discípulos también se adentran en el combate del desierto. No por pecado, sino por amor. Un amor que los somete voluntariamente a la voluntad del Padre, hasta dar la vida, hasta la cruz, en favor de todos los hombres.

Recordad: Juan y sus discípulos vivían la ausencia del Mesías. La sentían, la sufrían, la esperaban. Y su ayuno era expresión de esta espera. Pero los discípulos de Jesús, ya embriagados por el vino nuevo —por su presencia viva—, gozan ahora del Esposo. Y aunque un día se les retire, aunque el Novio se separe por un tiempo, tendrán la consolación del Espíritu. El recuerdo del Esposo se hará memorial perpetuo. Y su ausencia, lejos de vaciarlos, los colmará de una esperanza gozosa. Ese sí es el verdadero ayuno: esperar con amor su regreso glorioso.

No hay mayor privación que estar lejos de Aquel a quien amamos. Privarse de alimento es nada frente a la ruptura interior que produce su ausencia. Porque su cercanía nos une al Padre, nos inflama con la esperanza de la vida eterna en comunión fraterna. Volver a una vida sin sentido, sin Cristo… ese sí es el tremendo ayuno. Y sólo es soportable por el consuelo del Espíritu, que clama en lo profundo: ¡Abbá, Padre!

Sin Cristo, sin la unción del Espíritu, tanto los discípulos de los fariseos como los de Juan se afanan en el combate contra la carne. Allí tiene sentido el ayuno, pero sólo como medio para que el Espíritu prevalezca. Ayunar como fin en sí mismo, como mérito propio, es errar el camino. Es lo que lleva a los fariseos a juzgar a Jesús y a sus discípulos que comen, beben, celebran... porque están con el Esposo. Y eso los judíos no lo entienden. Como dice san Pablo: "Su dios es el vientre" (Flp 3,19).

La aflicción del ayuno sólo tiene sentido ante la ausencia del Esposo. Conduce a negar todo consuelo que distraiga del amor, y toda complacencia que borre su recuerdo. Pero ahora, hermanos, el tiempo de la expectación ha terminado. El Salvador ha venido. Juan se goza con su presencia. Y como buen testigo, transfiere sus discípulos al Cordero de Dios. Termina su carrera, listo para recibir la corona de gloria. 

           Que así sea.

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