Lunes 14º del TO
Mt 9, 18-26
Queridos hermanos:
Una vez más, las lecturas nos convocan a contemplar la fe que salva, que cura, que transforma. Esa fe que se enciende en los corazones que se acercan a Cristo y que revela, como signo vivo, la presencia de Dios en Él. Porque es por la fe que el ser humano se aferra a la vida, y es por ella que la muerte se ve vencida, cuando el perdón de los pecados irrumpe en nuestra historia.
La fragilidad de nuestra
existencia clama por la plenitud de la vida, y esa plenitud es Dios mismo. La
fe no es simple adhesión intelectual: es don del cielo, moción interior que el
Espíritu suscita en nuestro espíritu, acompañada por el testimonio de quienes
creen, sostenida por las Escrituras y por la predicación del Kerigma, que nos
introduce en la certeza de la Verdad que es Amor.
Los discípulos escucharon la
predicación, vieron los signos, recibieron la caridad de Cristo, y creyeron. Lo
vieron como maestro, como profeta, como enviado del Padre. Pero fue el Espíritu
Santo quien, en lo profundo de sus corazones, les reveló su verdadera
identidad: el Hijo del Altísimo. Esa revelación transformó sus creencias en fe
viva, fe que camina con la esperanza y se alimenta de amor.
Cuando nos unimos a esa
moción del Espíritu, la fe se vuelve fecunda: se expresa en la súplica
ardiente, en la intercesión constante, en el sacrificio generoso, en la
obediencia que se crucifica. Se convierte en confianza que abraza el dolor, en
compasión que sana y restaura.
En medio de la precariedad
de este mundo, donde todo pasa y se corrompe, Cristo se manifiesta como la vida
definitiva que nos es dada por la fe en Él. Ninguna adversidad detiene la
misericordia, la providencia y el poder de Dios. Solo nuestra libertad puede
ponerle freno. Y aun así, Dios espera. Nos espera para despertar en nosotros el
amor.
No nos basta saber que
Cristo ha resucitado. No es suficiente oír hablar de Él. Lo que necesitamos es
un encuentro personal, en lo profundo del corazón, donde la mente se ilumina y
la voluntad se orienta hacia el amor de Dios que se revela. La cercanía física
no basta, ni tampoco el parentesco o la vecindad. Incluso la Eucaristía, donde
tocamos y comemos a Cristo, es sacramento de fe, para la vida eterna.
Ante la fe viva en Cristo,
se desvanecen las impurezas, cesa el flujo de la muerte, y la niña—símbolo de
toda la humanidad—resucita a la vida nueva. No solo vida física, sino también
vida espiritual. Vida eterna.
Hermanos, todos necesitamos esta fe que salva. Fe que nos impulsa a interceder por todos, movidos por el amor que el Espíritu derrama en nuestros corazones.
Que así sea.
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