Jueves 15º del TO
Mt 11, 28-30
El yugo que salva
Queridos hermanos, hoy la Palabra nos habla del yugo, esa imagen que evoca el trabajo, la entrega, el esfuerzo compartido. El yugo es algo que todos, tarde o temprano, llevamos en esta vida, queramos o no. Y cuando miramos con los ojos de la fe, descubrimos que ese yugo se ha vuelto pesado, no por la voluntad de Dios, sino por el pecado que se ha posado sobre nuestros hombros como una carga que esclaviza y agota. Así lo señala la Carta a los Hebreos: la experiencia de muerte que vivimos como consecuencia del pecado, nos hace sentir que somos siervos del mal, y no hijos de Dios.
Pero el Evangelio de
hoy nos ofrece una invitación divina: cambiar el yugo del pecado por el yugo de
Cristo. Él no nos impone cargas insoportables. Al contrario, nos dice: “Mi
yugo es suave y mi carga ligera”. Su propuesta no es dominar, sino
compartir; no es oprimir, sino redimir. Frente a la soberbia que nos hace
querer ser dioses, el Señor nos muestra el camino de la humildad: él, siendo
eterno y todopoderoso, se hizo pequeño, asumió nuestra carne y se humilló hasta
la muerte, y muerte de cruz.
Si el poder del Señor
alcanza para crear y gobernar el universo, ¿cuánto más podrá cuidar de
nosotros, que somos su creación más amada? Su amor no tiene límites. La misma
fuerza con la que puso en marcha las galaxias es la que ha empleado para
redimirnos.
Cristo fue enviado por
el Padre para liberarnos, para romper las cadenas de la culpa mediante el
perdón. Y lo hizo uniéndose a nuestra naturaleza, “uncido” a nuestra debilidad,
para arar a nuestro lado. Como dice un antiguo proverbio: “Si quieres arar
recto, ata tu arado a una estrella”. Y esa estrella es Cristo, nuestro
guía, nuestro yugo de redención.
Rábano Mauro lo expresó
con sabiduría: “El yugo del Señor Jesucristo es el Evangelio, que une en una
sola unidad a judíos y gentiles”. Llevar ese yugo debe ser nuestro honor, y
no nuestra vergüenza. No lo despreciemos, no lo pisoteemos con los pies
enlodados por los vicios. Más bien, aprendamos de Él, como dice la Escritura: “Aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón” (cf. Catena áurea, 4128).
Cristo, por el fuego
del amor que ardía en su corazón, se abajó para purgarnos. Como enseñó San Juan
de Ávila: “Si el que es alto se abaja, con cuánta más razón el que tiene
tanto por qué abajarse no debe ensalzarse. Si Dios es humilde, también el
hombre debe serlo” (Audi filia, caps. 108 y 109).
¿Quieres ser grande?
Comienza por ser pequeño. ¿Quieres construir algo elevado? Cava primero la base
profunda de la humildad. San Agustín lo decía así: “Cuanto más alto quieras
levantar el edificio, más hondo debes excavar sus cimientos… para alcanzar la
presencia misma de Dios” (Sermones, 69, 2).
Hoy el Señor nos entrega un regalo: su yugo. No es una carga que aplasta, sino una alianza que sostiene. Es el vínculo de amor por el cual aramos juntos el campo de nuestra salvación. ¿Lo aceptarás? ¿Te unirás a Él en la humildad y la mansedumbre que redimen el mundo?
Que
así sea.
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