Martes 3º de Pascua
Hch 7, 51-8, 1a; Jn 6, 30-35
Queridos hermanos:
Continuamos hoy contemplando la catequesis del pan sustancial, que es eminentemente eucarística y nos introduce en el “memorial” de Cristo, al que somos invitados a unirnos comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre, alimento que salta hasta la vida eterna.
Una vez más, en estos
encuentros pascuales, la Palabra hace alusión a la Eucaristía a través de
figuras como el maná, el alimento mesiánico, el pan del cielo, el pan de Dios o
el pan de vida eterna, que viene a colmar el ansia insaciable del corazón humano.
Los judíos quieren ver signos que se les impongan, pero no están dispuestos a
creer. Cristo, de hecho, realiza señales anunciadas en las Escrituras, que
testifican su misión, pero que no responden a sus erróneas expectativas
respecto al Mesías, en las que no tienen cabida ni la conversión de su corazón
a Dios ni una llamada universal a la salvación que relativice sus privilegios
como pueblo elegido. Este pueblo estaba ajeno por completo a la misericordia
divina, explícita ya en las promesas hechas a Abrahán: “En tu descendencia se
bendecirán todas las naciones de la tierra.”
En efecto, Israel
responde a Cristo: “Señor, danos siempre de ese pan”; y los gentiles, por boca
de la samaritana, dicen: «Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed.»
Pero tanto Israel como los gentiles deben primero recibir el agua de la fe y el
bautismo, para pasar después al banquete del Pan de la Vida.
El pan de la vida
divina en nosotros, al saciarnos, nos constituye en pan que se entrega. Lo
mismo ocurre con la luz: al ser iluminados, nos transformamos en luz del mundo;
también con el agua viva: nos hacemos fuente que brota para vida eterna; y
cuando somos apacentados, somos constituidos pastores de las naciones, llamados
a reunir a las ovejas. Esos son los frutos de la vida, del Espíritu y del amor del
Señor en nosotros. Por último, cuando Cristo nos revela a su propio Padre, nos
hace sus hijos y hermanos suyos: “Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y
vuestro Dios.”
Cristo se aplica a sí
mismo el discurso de la Sabiduría y viene a confirmar la tendencia de la
Revelación a personalizarla, precisamente porque él es la plenitud a la que
tiende la Sabiduría. Aquellos que la gustan siguen teniendo hambre y sed de
Cristo, y tienden a él hasta encontrarlo (Eclo 24, 21). El encuentro con la
Sabiduría les hace pobres de espíritu y necesitados de salvación. Jesús dirá:
“Dichosos los que tenéis hambre ahora”, porque: “El que venga a mí no tendrá
hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed. Será saciado.” “Ay de vosotros
los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre; ay de los que reís ahora,
porque tendréis aflicción y llanto; dichosos vosotros, los tristes, porque
reiréis.”
Dios mandó un pan en el
desierto con el que se nutrió durante cuarenta días el profeta Elías, como en
otro tiempo Moisés. Pero todo pan nutre la vida del hombre por un tiempo y
después perece. Dios les dio el maná a los israelitas durante cuarenta años, y
murieron unos en el desierto y otros en la tierra prometida. Dios dio a Abrahán
la Promesa y la Ley cuatrocientos años después a Israel, pero siguieron
muriendo solamente saciados en la esperanza. Nosotros no solo somos llamados a
la esperanza, sino a recibir al Esperado de todos los tiempos, al Prometido a
los patriarcas y al anunciado por los profetas. Solo en Cristo nos es anunciado
un pan de vida eterna que sacia y no se corrompe.
Hemos escuchado también
a Jesús decir: “Yo soy”, el nombre de Dios revelado a Moisés, que Cristo se
aplica a sí mismo siete veces en el evangelio de Juan. Son siete definiciones
con las que se revela a sí mismo iluminándonos, como las siete lámparas del candelabro:
“Yo soy el pan de la vida; la luz verdadera; la puerta; el camino, la verdad y
la vida; el buen pastor; la resurrección; la vid verdadera.”
A este banquete
mesiánico somos hoy invitados por Cristo, para que recibamos vida y podamos
llevarla a un mundo hambriento de paz y sediento de verdad. Un mundo a oscuras
guiado por ciegos, que se precipita al abismo de pasiones incapaces de
redimirlo de su angustiosa prevaricación.
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